Las últimas doce semanas se quedarán en mi memoria para siempre. En la red hospitalaria de Montefiore, de la que soy director ejecutivo, el coronavirus ha asesinado a 2204 pacientes y a 21 miembros de nuestro valiente personal, pese a todo nuestro esfuerzo.
Ahora, conforme la pandemia se atenúa y nuestros casos registrados de COVID-19 disminuyen del pico de 2208 pacientes del 12 de abril a 143, la nación está afrontando otra crisis aterradora: los efectos letales del racismo, que generan un dolor que me es demasiado familiar.
Fue difícil para mí ver el video en el que Amy Cooper llama al 911 después de que Christian Cooper, un hombre negro que observaba aves en Central Park, le pidió que le pusiera la correa a su perro. “Hay un hombre afroamericano que me está amenazando a mí y a mi perro”, le dijo al operador, con lo que puso en riesgo la libertad y la vida de Cooper.
Sé lo que él esperaba que sucediera después, porque soy un hombre negro. Yo sé —por aquella vez en la que me detuvieron hace años en Los Ángeles mientras caminaba por un vecindario de residentes blancos para tomar un autobús— que la policía pudo haberle pedido que pusiera las manos en alto, se diera la vuelta, se arrodillara y entrelazara los dedos detrás de su cabeza para que lo cachearan, todo esto sin antes hacerle una sola pregunta. Y si se atrevía a mostrarse indignado y pedir una explicación, lo habrían interpretado como resistencia y la situación podría haber escalado con facilidad. Quizá no habría llegado a su casa ese día.
A mí nunca me han arrestado, como sucedió con George Floyd antes de que un policía lo asfixiara hasta la muerte. Sin embargo, conozco la frustración, la rabia, la humillación de tener que aceptar el abuso de poder por parte de la policía. Sé cómo se siente que te detengan casi todos los días cuando vas conduciendo porque eres joven, eres negro, eres hombre y estás manejando un automóvil último modelo.
Sé cómo se siente cuando el policía se acerca a tu ventana y su primera pregunta es: “¿Este es su auto?”. Y su siguiente orden es: “Por favor, salga del vehículo”. Para luego pedirte que te sientes en la acera, cruces los tobillos y pongas las manos detrás de la espalda. Sé lo que se siente quedarse ahí sentado durante 40 minutos mientras llevan a un perro detector de drogas a olfatear todo tu auto. Sin ninguna razón aparente. Y que, al final, sin explicación ni disculpa alguna, te digan: “Muy bien, todo en orden, ya se puede ir”.
También sé qué se siente estar en una fiesta elegante en el Waldorf Astoria, vestido de esmoquin y que, al momento de dar a guardar tu abrigo, se te acerquen otras personas, te den sus abrigos de visón y digan: “Guárdalo por mí”.
Conozco el yugo acumulativo que generan estas experiencias día tras día, semana tras semana, mes tras mes, década tras década.
Aunque sé por experiencia propia que la mayoría de las fuerzas de seguridad cumplen con honor su juramento de proteger y servir, los hombres negros en particular tienen motivos para temer que la policía los lastime o los mate por el color de su piel y merecen vivir sin ese miedo. Todos los estadounidenses merecen tener una vida en la que puedan caminar con libertad, sin ser amenazados e intimidados en su propio país.
Es difícil encontrar consuelo en estos momentos tan desconcertantes. Pero vislumbro un atisbo de esperanza de que estos desastres gemelos que están afectando de manera desproporcionada a las poblaciones minoritarias —uno es un virus totalmente nuevo y el otro es un virus tan antiguo como el país mismo— por fin puedan demostrar la verdadera fuerza de nuestra humanidad compartida.
Estados Unidos ha cambiado su conducta de maneras tan profundas y fundamentales a fin de mitigar el coronavirus, desde asumir cuarentenas voluntarias y trabajar desde casa hasta usar cubrebocas y literalmente arriesgar nuestras vidas para atender a los enfermos. Ahora que nuestras calles se inundan todas las noches de manifestantes que exigen un cambio que es necesario desde hace demasiado tiempo, me atrevo a creer que nosotros como pueblo podemos reunir la misma valentía y determinación altruistas para cambiar nuestra conducta a fin de combatir el racismo y la brutalidad endémicos que asolan a nuestro país.
Entonces, quizá por fin podamos deshacernos de ese virus mortal también.
Philip O. Ozuah es presidente y director ejecutivo de Montefiore Medicine.
(c) The New York Times 2020