En su manejo del coronavirus, Alemania ha sido un modelo a seguir que ha causado lo mismo admiración que envidia en todo el mundo.
Con buena razón: La curva se aplanó. La cantidad de personas que se infectan diariamente está estable. La cantidad absoluta de muertes y la tasa de letalidad siguen siendo bajas comparadas con otros países. Además, el factor de reproducción —una métrica clave para medir la propagación del virus— es de alrededor de uno, lo cual significa que, en promedio, una persona infectada solo contagia a otra persona más. La primera ola del virus ya pasó. Alemania, con toda cautela, está reabriendo sus negocios.
Sin embargo, a medida que va flexibilizando sus medidas, con la apertura de tiendas, escuelas e incluso museos, el país está aprendiendo una dura lección: salir es mucho más difícil que entrar. Relajar las medidas de confinamiento, incluso en condiciones de relativo éxito, implica una gran cantidad de dificultades.
En cambio, el camino hacia el confinamiento fue relativamente sencillo. Cuando la cantidad de infecciones comenzó a acelerarse a principios de marzo, los políticos alemanes pisaron el freno. Para mediados de marzo, la vida pública se había detenido por completo. Las escuelas, los jardines de niños y la mayoría de las tiendas cerraron, al igual que las fronteras del país. Se introdujeron medidas de distanciamiento social y se prohibieron las reuniones de más de dos personas. Se exhortó a la gente a permanecer en casa, aunque todavía podía salir a caminar, comprar alimentos y hacer ejercicio. Al mismo tiempo, Alemania aumentó el número de camas de cuidados intensivos y cuadruplicó su capacidad de administrar pruebas.
El 18 de marzo, la canciller Angela Merkel dio un mensaje a la nación en un discurso televisado en el que habló con una emotividad y conmoción poco habituales en ella. “Esto es serio”, dijo. “Tómenselo en serio. Desde el día de la reunificación alemana, no, desde la Segunda Guerra Mundial, nuestro país no había estado ante un desafío que dependiera de manera tan puntual de que todos nosotros actuemos de manera solidaria”.
Se trató de un momento de unidad y solidaridad nacionales, algo que pareció ser valioso en una era política todavía marcada por las secuelas de la crisis migratoria de 2015. Los legisladores de todos los bandos políticos enfatizaron de manera casi unánime la gravedad de la situación y estuvieron de acuerdo con la cura. El pueblo alemán entendió y obedeció.
Para comienzos de mayo, parecía que las medidas habían funcionado. Hasta los más prudentes vigilantes del virus se permitieron expresiones de cauteloso alivio. “Es nuestro deber proteger a los ciudadanos de Alemania como mejor podamos”, dijo en una conferencia de prensa el 5 de mayo Lothar Wieler, el presidente del Instituto Robert Koch, conocido por su sobriedad. “Lo hemos hecho muy bien hasta ahora, como demuestran las cifras”, agregó.
Otros epidemiólogos también se mostraron optimistas, pero cautelosos. “Se puede decir que las infecciones están bajo control”, me dijo Stefan Willich, director del Instituto de Medicina Social, Epidemiología y Economía de la Salud del Hospital Universitario Charité en Berlín. “Hasta ahora, el sistema sanitario alemán ha distado de estar saturado en todo momento de esta crisis”.
Los expertos concuerdan en que Alemania tuvo suerte de que el virus llegara un poco más tarde. El sufrimiento en Italia, y antes de eso en China, fue aleccionador: los ciudadanos alemanes conocían los riesgos y se adaptaron en consecuencia. Y, lo más importante, tanto los políticos como el sistema sanitario del país probaron estar a la altura de las circunstancias. “Me sorprendió ver la manera tan flexible en que el sistema de salud de Alemania reaccionó a la crisis”, me dijo Wolfgang Greiner, catedrático de economía de la atención médica en la Universidad de Bielefeld. Tanto el mercado —la mayoría de los laboratorios son privados, al igual que la mayoría de los hospitales— como la dirección política funcionaron.
El 6 de mayo, los dieciséis estados del país acordaron relajar el confinamiento. El principio rector es la autonomía regional, conforme a la cual en términos generales cada estado está a cargo de su reapertura y solo tiene que seguir algunas directrices comunes. Hay una condición: si la cantidad de casos nuevos aumenta por encima de los 50 por cada 100.000 habitantes en el transcurso de siete días en alguna zona, las autoridades locales deben volver a implementar las restricciones.
Los expertos no están de acuerdo con la lógica de la estrategia. “En lugar de dejar fuera de combate a todo el país con un cierre nacional, ahora tenemos en marcha un mejor sistema de supervisión y podemos reaccionar de manera regional”, comentó Greiner, quien está a favor de la estrategia. Sin embargo, Karl Lauterbach, legislador del Partido Socialdemócrata y epidemiólogo, está en desacuerdo. “La manera en que estamos saliendo de la cuarentena no es sistemática”, me dijo. Teme que cada estado intente superar a los demás mientras todos tratan de echar a andar las economías regionales y satisfacer el hambre de vivir de los electores.
Sin embargo, el verdadero problema es mucho más profundo. La economía está en desorden: 10,1 millones de alemanes han solicitado subsidios para el salario; muchos se han quedado sin empleo, en especial los que tenían trabajos precarios o en el sector de los servicios. Las proyecciones sugieren que la economía, que oficialmente ha entrado en recesión, se encogerá entre un seis y un veinte por ciento. La pérdida en los ingresos fiscales será considerable: de casi 100.000 millones de euros, o 108.000 millones de dólares, segúnun cálculo. Y la carga de la deuda del país se disparará.
La pregunta es quién pagará. Es probable que este dilema defina los próximos meses y años, y provoque una sucia guerra de cabildeo (en la medida en que las empresas compitan por concesiones, apoyo y contratos) y agitación política. El Partido Socialdemócrata quiere “cobrar impuestos a los ricos”, mientras se espera que los demócratas cristianos vuelvan a presentar su vieja idea de recortar los impuestos corporativos. Su coalición gubernamental podría fracturarse. Se avecinan más dificultades.
Así mismo, en este momento, demonios viejos y nuevos están sueltos en las calles. Apenas hace unas semanas, los alemanes miraban con desdén a los estadounidenses que a punta de pistola protestaban en contra del cierre de emergencia. No obstante, esa “schadenfreude” (la palabra en alemán para regodearse con el sufrimiento ajeno) duró poco. El 8 de mayo, miles de manifestantes —una amplia mezcla de extremistas, teóricos de la conspiración y ciudadanos comunes, apoyados en su mayoría por el partido populista de extrema derecha Alternativa para Alemania— salieron a las calles de las principales ciudades alemanas, como Berlín, Múnich y Stuttgart, para reclamar que sus derechos estaban amenazados y pregonar teorías conspirativas. El sábado, salieron a las calles de nuevo: 5000 se congregaron en Stuttgart y se vieron manifestaciones de menores proporciones en todo el país.
Los manifestantes hablaron por muy pocos: una evidente mayoría de la población respalda las restricciones. Sin embargo, es una amarga ironía que, en el breve momento reivindicatorio del país, todos los viejos conflictos estén resurgiendo. Eso hace que la unión inicial parezca superficial, producto de nuestros instintos de supervivencia más que de reflexión compasiva.
Así que, en lugar de solidaridad, tenemos lucha. En lugar de unidad, división. Parece que esta también es la nueva normalidad de Alemania.
*c.2020 The New York Times Company