En cuanto sales de la estación central de Dortmund, se pueden ver el amarillo y el negro. La tienda del club Borussia Dortmund, decorada con los colores brillantes del equipo, llama la atención desde el otro lado de la plaza.
En el centro de la ciudad, los rostros sonrientes que apoyan al Dortmund parecen irradiar luz desde la mitad de las vallas publicitarias. En los suburbios, todo el año cuelgan banderas y pendones de los faros de la calle. Haya partido o no, la gente usa bufandas, gorros y camisetas que producen una mezcla uniforme de negro con amarillo.
Después de un tiempo, Dortmund cada vez se siente menos como una ciudad donde juega un equipo de fútbol y empieza a percibirse más como si, de alguna manera, el equipo de fútbol hubiera generado una ciudad a su alrededor.
El fútbol es un juego, claro está. No obstante, también es un deporte: eso es lo que sucede cuando mucha gente invierte en un juego, en términos financieros y emocionales. Además, también es un negocio: se trata de la metástasis del deporte cuando la inversión emocional genera una utilidad en el ámbito financiero. Sin embargo, también es —tal vez fundamentalmente— una forma de identidad, un sentido de pertenencia.
Esto es verdad en todas partes, pero en lugares como Dortmund se vuelve más evidente: una ciudad que fue entregada a un equipo, un lugar donde en las horas previas a un juego todo el mundo parece hablar sobre el mismo tema, caminar en la misma dirección y soñar con el mismo resultado.
Este fin de semana, el fútbol no regresó a Dortmund y al resto de la Bundesliga de Alemania. Más bien, debutó una nueva forma del juego, una visión indeseada e inevitable de su futuro a corto plazo: acústico, reducido, carente del espectáculo que le presta poder. Las calles estuvieron en silencio. Los estadios, custodiados por la policía y rodeados de acero, estuvieron vacíos.
Muchos de los bares y los restaurantes que obtuvieron permiso de abrir prefirieron seguir cerrados, conscientes de los riesgos del virus, temerosos de las consecuencias que podrían acarrear incluso las reuniones más pequeñas. Muchos de los aficionados que pudieron haberlos llenado, algún tiempo atrás, se desconectaron. Una encuesta que realizó la cadena alemana de televisión ZDF reveló que el 62 por ciento de los aficionados habría preferido cancelar la temporada por completo que jugar una imitación pálida bajo la sombra de una pandemia.
Sin embargo, en este desolador nuevo mundo, hubo el interés suficiente para que la cobertura que realizó Sky de Alemania de la primera jornada de partidos —encabezada por el clásico del Dortmund contra su acérrimo rival, el Schalke— atrajera a seis millones de televidentes, una cifra récord, cada uno de los cuales la vio desde su casa, atomizado y prácticamente solo, una tribu que sigue unida por sus colores, pero que no puede reunirse bajo su estandarte.
Para algunas personas, lo que vieron no fue fútbol, sino simples negocios, una transacción desprovista de emoción, un evento que solo se llevó a cabo para proteger las ganancias de los derechos de transmisión. Después de todo, el deporte no tiene un propósito inherente; nos empapamos de él con una intención, con una consecuencia, y los aficionados en las gradas sirven de personificaciones para millones más que observan desde las casas. Sus reacciones moldean y son un reflejo de las nuestras.
La mayoría de los grupos de fanáticos de Alemania y su poderosa capacidad de organización ha dejado claro que los partidos jugados en aislamiento, sin el público, sin el espectáculo, nunca podrán tener significado. En el juego del Augsburgo contra el Wolfsburgo, solo había una delgada pancarta en las gradas. “El fútbol sobrevivirá”, se leía. “Lo que se enfermó es el negocio”.
En esos primeros minutos de juego del sábado, mientras los futbolistas intentaban sacudirse lo oxidados frente a las gradas inmóviles y grises de seis ciudades, y dos más durante el domingo, fue difícil no preguntarse si todo esto tenía el más mínimo sentido. No era un espectáculo. Sin el espectáculo, es difícil defenderlo como negocio. Sin el negocio, el deporte —al menos en su forma actual— no puede seguir adelante.
No obstante, con poco menos de media hora jugada, algo ocurrió. Julian Brandt del Dortmund tocó con suavidad el balón y se lo pasó a su compañero Thorgan Hazard. El centro de Hazard evadió a la defensa del Schalke. Erling Haaland dio dos pasos, abrió el cuerpo y dirigió el balón a las redes: fue el primer gol del futuro inmediato del fútbol.
En ese momento, se pudo ver más allá del silencio, lo gris y la tristeza, debajo del negocio y el deporte, que el fútbol es tan solo un juego. Sin embargo, es un buen juego.
(c) The New York Times 2020