El día antes de enfermarme corrí cinco kilómetros, caminé 16 más y luego subí como siempre las escaleras hasta mi apartamento en el quinto piso, cargando la ropa que había lavado.
Al día siguiente, el 17 de abril, me convertí en uno de los miles de neoyorquinos que se enfermaron de COVID-19 y desde entonces ya no soy la misma.
Si vives en la ciudad de Nueva York, sabes de lo que es capaz este virus. En menos de dos meses, han fallecido aproximadamente 24.000 neoyorquinos; más del doble de las personas que han muerto por homicidio en los últimos 20 años.
Ahora me preocupan los estadounidenses de otros lugares. Cuando veo las fotografías de las multitudes que abarrotan un gran almacén que acaba de volver a abrir sus puertas en Arkansas, o de grupos de personas amontonadas en un restaurant de Colorado sin cubrebocas, es evidente que muchos estadounidenses todavía no se dan cuenta de la fuerza de esta enfermedad.
El segundo día que estuve enferma, me desperté sintiendo que tenía brea caliente encajada en el fondo del pecho. No podía respirar profundamente a menos que me pusiera en cuatro patas. Estoy sana, soy corredora y tengo 33 años.
Una hora más tarde, estaba sentada en una cama de la sala de urgencias, sola, aterrada y con un dedo sujetado a una máquina que mide el pulso y la saturación de oxígeno. A mi derecha, había un hombre que casi no podía hablar, pero que tosía constantemente. A mi izquierda estaba un hombre mayor que dijo que llevaba un mes enfermo y traía un marcapasos. Se la pasaba disculpándose con los médicos por causarles tantos problemas y agradeciéndoles por cuidarlo tan bien. Ni siquiera ahora puedo dejar de pensar en él.
Finalmente, se acercó a mí la doctora Audrey Tan y su mirada bondadosa detrás de su cubrebocas, antiparras y careta se encontró con la mía. “¿Tiene asma?”, preguntó. “¿Fuma? ¿Alguna enfermedad preexistente?” “No, ninguna”, respondí. La doctora sonrió y luego sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. “Ojalá pudiera hacer algo por usted”, me dijo.
Soy una de las personas que corrieron con suerte y nunca necesitaron un respirador. Sobreviví. Pero 27 días después, sigo con una neumonía persistente. Necesito dos inhalaciones dos veces al día. No puedo caminar más de dos cuadras sin detenerme.
Quiero que los estadounidenses entiendan que este virus está enfermando muchísimo a la gente joven y sana. Quiero que sepan que no se trata de una simple gripe.
Incluso han sido hospitalizados neoyorquinos sanos de veintitantos años. De acuerdo con los datos del departamento de salud, al menos trece niños han muerto de COVID-19 en el estado de Nueva York. El novio de 29 años de una amiga estuvo todavía más enfermo que yo y en determinado momento casi no podía caminar por su sala de estar.
Tal vez no vivas en una ciudad grande. Quizás no conozcas a nadie que esté enfermo. Tal vez creas que estamos locos por vivir en Nueva York. Está perfecto. No tienes que vivir como nosotros ni votar como nosotros. Pero por favor, aprende de nosotros. Te pido que te tomes en serio este virus.
Algo de lo que me di cuenta, asombrosamente, es de las pocas recomendaciones y cuidados que se les dan a los millones de estadounidenses para manejar los síntomas en su casa.
En Alemania, el Gobierno envía equipos de trabajadores sanitarios a hacer visitas domiciliarias. Aquí, en Estados Unidos, donde los cuidados primarios son algo secundario, el único lugar donde la mayoría de la gente que tiene COVID-19 puede obtener atención personal es en la sala de urgencias. Este es un verdadero problema dado que es una enfermedad que puede causar síntomas graves durante meses y pasar de ser leve a mortal en cuestión de horas.
El mejor cuidado que recibí fue el de mis amigos. Fred, un residente de la sala de urgencias que atiende en un hospital de Nueva York, pasaba a visitarme cuando iba de camino a su trabajo en su bicicleta para revisar continuamente mis síntomas y preguntarme sobre ellos. Chelsea, mi compañera de habitación en la universidad y asistente médico, se ha encargado en buena parte de mi recuperación de la neumonía. Zoe, una enfermera amiga de la infancia, me enseñó a usar el oxímetro de pulso y luego el inhalador para asma que ahora utilizo.
Gracias a ellos, me convertí en una neófita experta. El consejo que me dieron y lo que les digo a mi familia y a mis amigos es que, si pueden, consigan un oxímetro, que es un pequeño dispositivo mágico que mide la frecuencia cardiaca y la saturación de oxígeno en la sangre desde la yema de los dedos. Si te enfermas y el nivel de oxígeno cae por debajo de 95 o tienes dificultad para respirar, acude a la sala de urgencias. No esperes.
Si tienes síntomas respiratorios, considera que es probable que tengas neumonía y llama al médico o acude a la sala de urgencias. Duerme boca abajo, ya que gran parte de los pulmones está en la espalda. Si tu nivel de oxígeno es estable, cambia de posición cada hora. Haz muchos ejercicios de respiración. El que al parecer me funcionó mejor fue el que empezaron a usar las enfermeras del sistema de salud británico y que compartió J. K. Rowling, la escritora de la saga de Harry Potter.
¿Por qué en Estados Unidos está muriendo más gente de esta enfermedad que en cualquier otro lugar del mundo? Porque vivimos en un país fracturado con un sistema de salud fracturado. Porque pese a que las personas de cualquier raza y origen están sufriendo, la enfermedad en Estados Unidos ha golpeado con mayor fuerza a los negros, hispanos e indígenas, y se nos considera prescindibles.
Me pregunto cuántas personas han muerto no necesariamente a causa del virus, sino porque el país les ha fallado y las ha abandonado a su suerte. En este momento, eso es lo que me duele, esa es la culpa y el coraje.
Mientras yo comenzaba a recuperarme, otras personas morían.
Por ejemplo, Idris Bey, de 60 años y miembro del cuerpo de marines de Estados Unidos e instructor de los equipos de emergencias médicas del Departamento de Bomberos de la ciudad de Nueva York, quien recibió una medalla por su participación en los atentados del 11 de septiembre.
También, Rana Zoe Mungin, de 30 años, maestra de Ciencias Sociales de la ciudad de Nueva York cuya familia dice que murió después de tener problemas para que la atendieran en Brooklyn.
Por ejemplo, Valentina Blackhorse, de 28 años, una hermosa joven de Arizona que soñaba con estar al frente de la Nación Navajo.
Esos eran los rostros que veía cuando estaba recostada boca abajo en la noche, tratando de hacer respiraciones profundas y rezando por ellos y por mí. Son los estadounidenses en los que pienso cada vez que salgo ahora con pasos lentos a mi ordenado vecindario de Brooklyn para recibir el cálido sol de primavera en medio de un encantamiento de lilas florecientes y niños pequeños pasando felices a toda velocidad en sus patinetas.
Espero que el coronavirus nunca llegue a tu ciudad, pero si lo hace, también rezaré por ti.
© The New York Times 2020