MADRID — Rafael Nadal ha sido votado por los españoles como la persona que más admiran, el mejor deportista de todos los tiempos e incluso el jefe que les gustaría tener. Sus triunfos sientan a buena parte de España frente al televisor y las marcas se lo disputan para que anuncie sus productos. Pero el tenista comprobó la semana pasada que para muchos de sus compatriotas hay algo que está incluso por encima del ídolo nacional: la ideología.
Unas declaraciones de Nadal en las que pedía autocrítica a los políticos por sus errores durante la pandemia de coronavirus desató la tormenta, con división de opiniones entre favorables y críticos. El dos veces campeón del mundo de F1 Fernando Alonso y las estrellas de la NBA Pau y Marc Gasol, que censuraron el reparto de comida rápida a niños necesitados durante el confinamiento, se han visto envueltos en polémicas similares. El principal argumento de los contrarios podría resumirse así: “Que se dediquen a lo suyo”.
¿Silenciar a nuestros mejores deportistas en tiempos de crisis? Haríamos mejor en emular el carácter que los llevó al éxito y aceptar que, como figuras públicas, su papel va más allá de publicitar desodorantes y créditos bancarios.
La disciplina y capacidad de sacrificio de Nadal, la toma de decisiones bajo presión de Alonso o el espíritu de equipo de Pau Gasol vendrían muy bien ante el doble desafío de controlar la epidemia y mitigar una crisis económica que está golpeando a millones de familias. En su lugar tenemos una clase dirigente que carece de ninguna de las virtudes que han hecho del deporte español un modelo internacional.
Ni siquiera en mitad de la tragedia, con decenas de miles de muertos y el país confinado en sus casas, los políticos españoles han sido capaces de dejar de lado sus reyertas partidistas.
Madrid, epicentro de la pandemia en España, es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando la política se impone al interés ciudadano. A un lado se sitúan quienes culpan de todo al gobierno de izquierdas de Pedro Sánchez; al otro quienes solo ven errores en la gestión del gobierno regional de derechas de Isabel Díaz Ayuso. Lo cierto es que ambos actuaron tarde, fallaron en la protección de nuestros sanitarios —España tiene el mayor índice de médicos y enfermeros contagiados del mundo—, se dejaron engañar en la compra de material y han respondido a las deficiencias con una intolerable falta de transparencia. En ningún sitio fue mayor y más doloroso ese fracaso que en las desprotegidas residencias de ancianos, donde han fallecido la mayor parte de las víctimas.
La incompetencia, la división y la falta de empatía se han impuesto a la responsabilidad cuando era más necesaria. El resultado ha sido descoordinación y más fractura social, dentro de una estrategia que parece sacada de la clásica cita de Groucho Marx: “De victoria en victoria hasta la derrota final”.
Nadal no es estadista ni gestor. Tampoco la persona indicada para definir un plan frente a una emergencia sanitaria. Técnicamente, su opinión no tiene más valor que la del dependiente de un comercio, el bombero o el bibliotecario. Pero millones de españoles lo consideran un modelo a seguir no solo por sus éxitos deportivos, sino porque los ha conseguido sin perder el respeto a sus rivales, el agradecimiento a quienes lo ayudaron o la humildad, tan denostada en estos tiempos de política personalista. A su derecho ciudadano a opinar, legitimado por el pago de sus impuestos en un país donde no vive la mayor parte del año, se une una experiencia vital que aporta más que resta.
El diecinueve veces campeón de Grand Slam trató de escapar del debate de trincheras al asegurar que le daba lo mismo que gobernara la izquierda o la derecha, mientras lo hicieran los más preparados. “Es un momento para que los mejores salgan adelante y los mejores tiren de los demás. Es importante que la meritocracia vuelva a este país”, dijo al pedir unidad para superar uno de los momentos más difíciles de la historia reciente de España.
Las declaraciones de Nadal fueron interpretadas como un ataque al gobierno socialista y provocaron sobre todo el aplauso de la derecha. La censura de los Gasol a la comida distribuida entre los niños madrileños fue interpretada como una crítica a la presidenta Ayuso y celebrada por la izquierda. En realidad, ninguno de los dos trataba de apoyar un bando. Pero el mensaje enviado a otros deportistas es que, si no quieren líos, lo mejor es que adopten la estrategia maniquí, permanezcan mudos y se concentren en vender camisetas.
Lejos queda la tradición de atletas que agrandaron su leyenda al intervenir en los grandes debates de su época. El puño en alto contra el racismo de John Carlos y Tommie Smith en el podio de los Juegos Olímpicos de México en 1968, la oposición de Muhammad Ali a servir en la guerra de Vietnam o la campaña por la igualdad de las mujeres de la tenista Billie Jean King forman parte de la historia. Hoy nos parece demasiado que un deportista pida autocrítica en la gestión de una pandemia.
Todo empezó a torcerse cuando el negocio se impuso al espíritu deportivo y los patrocinadores establecieron las reglas de cómo debían comportarse los atletas, un viaje que resultó no tener retorno. Michael Jordan resumió el cambio de prioridades cuando en 1990 se le pidió que apoyara al candidato demócrata al Senado por Carolina del Norte frente al ultraconservador Jesse Helms, quien finalmente ganó la votación. El más célebre jugador de baloncesto de la historia justificó su negativa con una frase —“los republicanos también compran zapatillas”— que todavía mancha su legado. “Nunca me vi como un activista”, dice Jordan en el documental El último baile de ESPN para justificar su pasividad.
Jordan optó por dar la espalda a la realidad: cuando te conviertes en una estrella mundial, con sus muchos beneficios, tu responsabilidad no termina con la venta de zapatillas. Pasas a ser un icono para una audiencia global y millones de niños anhelan imitarte. Lo que haces o dices, también lo que no dices, tiene un impacto. Más que silencio, debemos pedirles a los jugadores que hablen con libertad, utilicen su influencia y participen en la defensa de los valores tradicionalmente ligados al deporte: el esfuerzo, la disciplina, el éxito sustentado en el mérito… A veces hace falta más coraje para defender una idea en público que para encestar la canasta decisiva o enfrentarse al rival en la pista central de Wimbledon. Rafael Nadal debería seguir haciendo ambas cosas.
David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.
(c) The New York Times 2020