El despotismo y la democracia en la era del virus

Por Roger Cohen

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El presidente estadounidense, Donald Trump, pasa frente a su homólogo francés, Emmanuel Macron, junto a la Canciller alemana, Angela Merkel (Reuters)
El presidente estadounidense, Donald Trump, pasa frente a su homólogo francés, Emmanuel Macron, junto a la Canciller alemana, Angela Merkel (Reuters)

La primera gran crisis del mundo posestadounidense está fea y se va a poner peor. Una pandemia exige una reacción pan-planetaria. En vez de eso, se encontró con el Dr. Pangloss (ese personaje de ‘Cándido’, la novela de Voltaire, que no solo mantiene el optimismo durante la tragedia, sino que además la justifica), en la Casa Blanca haciendo cortinas de humo e insistiendo, cuando el desastre se avecinaba, que Estados Unidos seguía siendo el mejor de todos los mundos posibles.

“No ha habido ni una pizca de aspiración de liderazgo estadounidense”, me comentó Carl Bildt, ex primer ministro sueco. “Eso básicamente es nuevo”, agregó.

Lo es. Estados Unidos como punto de referencia mundial se ha desvanecido. El premio al mayor acto de desaparición en la crisis del coronavirus es para Mike Pompeo, el secretario de Estado de Estados Unidos.

Digamos que nadie ha llenado el vacío mundial. Ni todos los funcionarios chinos ondeando banderas al descender de aviones en suelo europeo con ofertas de tapabocas y respiradores artificiales pueden ocultar el hecho de que todo esto comenzó con un Chernóbil biológico en Wuhan, encubierto durante semanas como resultado del terror que es la moneda de cambio de las dictaduras.

Las potencias asiáticas que mejor paradas han salido de este desastre son las democracias medianas de Corea del Sur y Taiwán. La gran competencia de déspotas y demócratas por la ventaja en el siglo XXI sigue abierta.

La Gran Depresión que comenzó en 1929 produjo dos resultados distintos a cada lado del Atlántico. En Estados Unidos condujo, a partir de 1933, al Nuevo Pacto de Roosevelt. En Europa, al ascenso al poder de Hitler en el mismo año, a la propagación del fascismo y, finalmente, a la devastación a una escala inimaginable.

Esta vez, a medida que el coronavirus detiene la producción y deja a más de 26 millones de estadounidenses en el desempleo mientras que en Europa ocasiona que los salarios se “nacionalicen”, como dijo el presidente francés Emmanuel Macron, los efectos de un colapso económico que no se ha visto en casi un siglo pueden revertirse.

Los Estados Unidos de Donald Trump, a los que la revista alemana Der Spiegel llama ahora “el paciente estadounidense”, están listos para una sacudida autoritaria.

El país, inundado por las mentiras de Trump, afectado por el virus, enterrado en la incompetencia, lacerado por la división y gobernado por un lunático desatado, se acerca a unas elecciones en noviembre cuyo robo, subversión o aplazamiento son escenarios creíbles. Nada en la psique de Trump le permite concebir la derrota, las perspectivas de su familia fuera del poder son escasas y la crisis es el pretexto perfecto para una toma de poder. La guerra, y esta pandemia tiene similitudes con una, fomenta el “engrandecimiento ejecutivo”, como advirtió James Madison.

Trump encarna el colapso personal y social que sabe explotar con tanta habilidad. Insulta a la prensa. Desacredita a los jueces independientes. Elimina los pesos y derriba los contrapesos. Se dedica a la abolición de la verdad. Se embolsa el sistema paso a paso. Se inyecta Lysol. Los fundamentos de la dictadura.

Europa es otra historia. Su división entre el norte próspero y el sur más pobre se agudiza por la pandemia, y su línea de fractura entre las democracias de Europa occidental y los sistemas antiliberales o autoritarios de Polonia y Hungría, se evidencia aún más, así el continente se enfrenta a una dura prueba de su capacidad de unidad y solidaridad. No ha tenido un buen desempeño, pero no lo descartaría.

La reacción europea inicial a la pandemia fue débil (Lombardía no olvidará pronto el abandono en el que se vio sumida) y la respuesta de la Unión Europea a la afirmación del 30 de marzo de un poder casi totalmente autocrático por parte del líder húngaro, Viktor Orbán, fue patética, equivalente al entreguismo.

El hecho de que la Unión Europea se comprometiera a proporcionar miles de millones de dólares en ayuda a Hungría a través de la Iniciativa de Inversión de Respuesta al Coronavirus el mismo día en que Orbán comenzó a gobernar por decreto durante un periodo indefinido fue “una locura, una desgracia y un peligro”, como me dijo Jacques Rupnik, politólogo francés. Orbán es un político al que Trump admira.

Pero en Angela Merkel, la canciller alemana, Europa ha vuelto a descubrir a una lideresa que inspira por su franqueza, cordura y firmeza. He aquí la hora, he aquí a la mujer.

Las sociedades europeas, con sus estados de bienestar que cubren los salarios de los trabajadores despedidos y proporcionan asistencia sanitaria universal, están mejor preparadas que Estados Unidos para un desastre de esta magnitud. Los gobiernos y el Banco Central Europeo ahora han movilizado recursos masivos.

Macron, en una entrevista con The Financial Times, ha argumentado que el virus debería en última instancia reforzar el multilateralismo y anunciar el retorno de lo “humano” por encima de lo “económico” o, dicho de otro modo en términos generales, anteponer la solidaridad europea al capitalismo estadounidense desenfrenado.

Sin duda, los mal pagados trabajadores que están en la primera línea de respuesta, los recolectores de basura, los trabajadores agrícolas, los camioneros, los cajeros de supermercado, los repartidores y el resto que han mantenido a las personas vivas y alimentadas, mientras los ricos se iban a las colinas o a las playas han dado una poderosa lección sobre la necesidad de una mayor equidad y una forma diferente de globalización. Los que padecen el COVID-19 se asfixian. También podemos asfixiarnos un día, como señaló Macron, en un planeta sobrecalentado y sobreexplotado. Que la lección nos lleve a un reequilibrio radical, tanto personal como corporativo, es otra cosa.

Lo que está claro es que, si la UE no defiende los valores democráticos liberales, esos valores quedarán huérfanos en el amenazador mundo de Trump, Putin y Xi Jinping.

Dije que la gran batalla entre la democracia y la dictadura del siglo XXI está lejos de haber terminado. Las emergencias les sirven a los autócratas, pero también sirven para demostrar los fallos de sus sistemas y provocar un replanteamiento radical.

La fecha crucial de esa lucha será el próximo 3 de noviembre. Si Trump gana, suponiendo que se celebren las elecciones, y el Dr. Pangloss continúe su ataque a la verdad, el campo democrático de Merkel-Macron padecerá. Si Joe Biden, el supuesto candidato demócrata, gana, Estados Unidos no recuperará ese mundo liderado por los estadounidenses, porque ese mundo se ha ido para siempre, pero el retorno de la decencia y los principios por los que se rige esta nación hará una enorme diferencia. Para empezar, Estados Unidos ya no dará carta blanca a los autócratas.

“El virus está atacando a un mundo incoherente y desglobalizado”, explicó Bildt. “Y mientras ese sea el caso, el virus gana”.

(c) The New York Times 2020

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