A Nayib Bukele, presidente de El Salvador, le estorba la democracia. Lo ha terminado de confirmar con sus actos durante el manejo de la crisis provocada por el coronavirus.
Las señales estaban ahí desde el principio, pero ha sido en estos meses de marzo y abril en los que Bukele se ha exhibido en todo su esplendor como un hombre autoritario, dispuesto a saltarse las reglas más básicas de la república y gobernar solo un país que lo sigue adorando, según las últimas encuestas.
Fue escandaloso lo que hizo Bukele en febrero de 2016.
Entonces, siendo aún alcalde capitalino por el izquierdista FMLN, un Bukele poco demócrata amenazó al fiscal general con que el pueblo lo iba “a sacar de la oficina”. Todo era en respuesta a que había sido citado a declarar por un caso en su contra. Estaba siendo investigado por supuestamente liderar a un grupo de informáticos que hicieron ataques digitales a los dos principales diarios impresos del país. Bukele acudió a la cita acuerpado por un millar de seguidores.
Fue un parteaguas en la historia democrática salvadoreña lo que hizo Bukele en febrero de 2020.
Tras varias semanas de discutir con los diputados la autorización legislativa para negociar un préstamo de 109 millones para su plan de seguridad, un Bukele con ínfulas de dictador se tomó la Asamblea Legislativa con militares y policías. El domingo 9 de febrero, convocó a cerca de 5000 personas frente al palacio del primer órgano del Estado y entró al salón donde se realizan las plenarias a rezar rodeado de soldados con fusiles. Salió y dijo que Dios acababa de hablarle y pedirle paciencia. O sea, Dios le pidió no seguir con su plan de desmantelar el Legislativo. Ni siquiera durante la guerra civil salvadoreña los militares se habían tomado la Asamblea. Bukele, fiel a su estrategia de manual populista (Dios, el pueblo, las emociones y los enemigos), argüía que todo tenía que ver con el bienestar de la gente. Luego se demostraría que era una estrategia de marketing que se le salió de las manos. Esperaban desviar la atención de temas que lo incomodaban.
Pero esta vez, lo que Bukele ha hecho, fue la ruptura del orden democrático.
Desde el miércoles 11 de marzo, cuando su gobierno decretó la emergencia nacional por el coronavirus, Bukele ha ejercido su mandato por Twitter y sin pedir permiso, como un monarca con internet.
Bukele ha publicado varios decretos a través de un tuit desde que inició la emergencia. Tras hacerlo, ha dado por anunciada a la población de su existencia y vigencia. Sus tuits son como edictos reales que se hacen ley justo a la hora que el tuit se publicó.
Ninguna democracia puede funcionar como funciona El Salvador ahora mismo: el presidente tuitea, los militares salen a las calles a cumplir la orden.
Dijo, por ejemplo, que los militares y policías detendrían a quien viole la cuarentena domiciliar sin razón. O sea, quien no pueda convencer al soldado de turno de que va hacia una farmacia, supermercado, a su trabajo o a atender a un enfermo se irá 30 días a centros de contención.
La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, el máximo tribunal del país, ha emitido tres resoluciones donde declara improcedentes algunas de las normas impuestas por Bukele —como detener gente por violar supuestamente la cuarentena, decomisar los vehículos de esas personas o entrar a casas de gente “sospechosa” de contagio—. La Sala nunca pidió desmontar las medidas de cuarentena, sino decretarlas por la vía legal: enviando el proyecto a los diputados y esperando a que ellos lo conviertan en ley de forma clara, para que no haya criterios arbitrarios ni soldados convertidos en jueces durante la emergencia.
Bukele desoyó las dos primeras veces. La tercera, respondió fuerte y claro, y como todo un populista y autoritario: “Ninguna resolución está por encima del derecho constitucional a la vida y la salud del pueblo salvadoreño. […] Así como no acataría una resolución que me ordene matar salvadoreños, tampoco puedo acatar una resolución que me ordena dejarlos morir”.
La Sala no pide que se deje morir a nadie, sino que se cree un marco bien delimitado para no violar los derechos humanos de la gente mientras se intenta cuidar su salud. O sea, salud con democracia, pues.
Bukele lo sabe, pero no le gusta negociar, le incomoda dialogar y le ofusca que lo contradigan.
El problema es que sus tuits-leyes tienen una repercusión inmediata. Así como el ejército y la policía responden instantáneamente a sus órdenes virtuales, tras sus tuits contra la Sala algunos seguidores publicaron fotografías en la misma red social portando armas y con mensajes como “a sus órdenes, presidente”.
La noche del 17 de abril, Bukele vio un tuit que mostraba un video con bastante gente circulando por el municipio de La Libertad. A las 5:57, Bukele tuiteó el video y ordenó al ministro de Defensa “un cerco sanitario sobre el Puerto de La Libertad. Todas las personas tendrán que estar en sus casas”. Nueve minutos después, el ministro de Defensa respondió en otro tuit: “Está bien, señor presidente […], tal y como usted lo ordena”. Y decenas de soldados cerraron una ciudad. Así, sin decreto ni ley ni discusión. Un tuit.
Bukele fue uno de los primeros gobernantes en tomar medidas drásticas contra la propagación del virus en América Latina. La velocidad de reacción de su gobierno permitió poner en cuarentena a cientos de viajeros asintomáticos que portaban el virus y que, de otra forma, habrían deambulado esparciéndolo por El Salvador.
Pero las democracias no se reducen a eslóganes maniqueos como los que propone Bukele: con el pueblo o contra el pueblo. Es necesaria la repartición de poderes para que ninguno, aun durante una pandemia planetaria, pueda hacer lo que le dé la gana. Porque si no, sería fácil concluir la simplista frase agregando: y yo sé lo que el pueblo necesita. Ni tampoco un demócrata se mide en comparación con sus corruptos antecesores, como Bukele propone a veces.
Bukele ha demostrado que estirará la tolerancia de los salvadoreños hasta donde su popularidad se lo permita. Según las últimas encuestas, el presidente tiene 85 por ciento de aprobación. No se trata de esta emergencia, como antes no se trató de su plan de seguridad. Se trata de su forma de gobernar, de una vocación autoritaria. Quiere la menor cantidad de obstáculos enfrente y entiende que muchas de las normas democráticas lo son. Si no se le obliga ahora a corregir el camino, luego vendrá otro ataque a la democracia, y otro y otro hasta que la deje en los huesos.
La crisis y la cuarentena pasarán y cada quien, desde su posición, debe pensar a qué mundo quiere salir: uno donde en lugar de presidente hay monarca o un mundo donde uno no tenga que estar pendiente de un tuit para saber si sigue viviendo en una república o no.
Ese último no se construye con gente que aplaude a ídolos, sino con gente que cuestiona a gobernantes.
Óscar Martínez es editor de investigaciones especiales de El Faro, autor de Los migrantes que no importan y Una historia de violencia y coautor de El Niño de Hollywood, sobre la MS-13.
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