Nos estamos aferrando a nuestros talismanes de la buena suerte

Por Guy Trebay

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La semana pasada, Angela Missoni dio un paseo por el jardín de su casa en Sumirago, un pequeño poblado en Italia localizado más o menos a una hora de distancia del noroeste de Milán. Después de un mes de aislamiento, una mañana complicada en la plataforma de Zoom y una oleada de malas noticias para su negocio, necesitaba un poco de aire.

“Ya te imaginarás el tipo de reuniones de consejo que hemos estado teniendo”, comentó Missoni, directora creativa de una marca fundada por sus padres, Ottavio y Rosita, en 1953. “Ha estado un poco intenso”.

Missoni es una mujer carismática y sonriente, con una melena de rizos oscuros y una encantadora apariencia de madre tierra; sin embargo, también es una mujer de negocios testaruda que ha impulsado el crecimiento global de su empresa familiar.

En otras palabras, no es ninguna supersticiosa.

Aun así, afirmó que, cuando vio un trébol de cuatro hojas en el césped, durante su paseo por el jardín, tuvo una premonición. A pesar del pesimismo, el desalentador pronóstico económico y el terror generalizado que acosa a un mundo consumido por el coronavirus, tuvo la sensación de que todo estaría bien.

“Cuando encontré el trébol justo después de esa reunión, pensé de repente: ‘Vaya, es una señal muy buena’”, dijo Missoni, de 62 años, en una entrevista telefónica. “En cuanto sonríes, tu cuerpo entero ya se está beneficiando de tu estado mental”.

Tanto las ciencias sociales como las médicas han relacionado desde hace mucho tiempo las situaciones de estrés con un repunte del pensamiento mágico. Aun así, existen claros efectos benéficos por descubrir en nuestra fascinación con los talismanes, los amuletos de la buena suerte, los rituales y ese cúmulo de actos supersticiosos a los que recurrimos en ocasiones para mantener a raya los caprichos del destino.

“El propósito principal de la superstición cotidiana es proporcionar una sensación de control en circunstancias que no controlamos”, afirmó Stuart Vyse, psicólogo y escritor.

El libro más reciente de Vyse, Superstition: A Very Short Introduction (Superstición: Una introducción muy breve), es un ejemplo de lo poco que le inquietan al destino las preocupaciones humanas diarias. El libro, que se publicó en marzo, llegó a las librerías justo a tiempo para que el coronavirus cerrara todos los comercios no esenciales.

“La naturaleza misma de esta epidemia es la incertidumbre de no saber si has entrado en contacto con el virus”, dijo Vyse. “Entonces, esta circunstancia es perfecta para aferrarte a algo que no puede tener una consecuencia real (porque no existe la magia real en el mundo), pero que sustenta una sensación psicológica de que has actuado, que has hecho algo pequeño para retomar el control”.

Por supuesto, el control es lo que nos hace falta en una época de normas gubernamentales ambiguas que evolucionan a diario, además de la pasividad obligada que conlleva la medida de refugiarse en un lugar.

Resulta que, aun después de que ya tejiste, zurciste, hiciste crucigramas, armaste rompecabezas, reordenaste tu cajón de calcetines y participaste en suficientes reuniones virtuales para hacerte añorar una época en la que estas personas incorpóreas tenían extremidades y torsos, la ansiedad logra hacerse presente. Como el mefítico vapor extraído de una epopeya de espadas y sandalias, la ansiedad se desliza por debajo de la puerta y llega hasta tu cabeza. Es entonces cuando las personas buscan su kombolói.

Cuando era niña y vivía en Roma, Francesca Amfitheatrof, directora artística de relojería y joyería de Louis Vuitton, estaba aterrada de meter la mano en la famosa Boca de la Verdad de la ciudad, una máscara monumental colocada en un muro afuera de la Basílica de Santa María en Cosmedín que data del siglo XI.

“Cuenta la leyenda que, si dices mentiras, te arrancará los dedos de una mordida”, dijo Amfitheatrof desde su casa en Connecticut, donde se encuentra durante la pandemia con su esposo y sus dos hijos.

Junto a su cama, Amfitheatrof, de 51 años, tiene un dije de la Bocca della Verità, como se le conoce a la máscara en italiano, parte de un collar que alguna vez le perteneció a una tía, una “verdadera hippie californiana de la década de 1970” quien después se mudó a Roma.

“Yo amaba a mi tía Stella y tengo este collar junto a mi cama porque siento que ella me protege”, dijo Amfitheatrof, agregando que considera que el talismán no es solamente una protección contra “el virus, sino también contra esta idea de que hay personas manipulando la verdad para obtener beneficios inaceptables”.

Para Siddharta Shukla, jefe de marca de Theory, el talismán para estos tiempos de peligro es un devocionario miniatura de plata dedicado al dios mono hindú Hánuman, un regalo de su madre.

“Lo hizo un orfebre de India y cabe en la palma de mi mano”, comentó Shukla, de 41 años. “Hánuman representa la fuerza, la perseverancia y la devoción, y ha sido un recordatorio constante de esas cualidades”, además de una manera de mantener cerca a su madre.

“Sí, tengo mi talismán personal”, escribió Tommaso Sacchi, subalcalde de cultura, moda y diseño en Florencia, Italia, en un correo electrónico reciente, un día después de que el papa Francisco diera misa en una plaza de San Pedro escalofriantemente vacía.

“Es un libro que me da el valor de vivir estos terribles momentos de combate al virus”, escribió Sacchi de 37 años, acerca de una edición de autor de una autobiografía escrita por un devoto de 22 años que combatió en las colinas del norte de Italia durante la Segunda Guerra Mundial. “Mi amuleto es el libro de este viejo”, dijo Sacchi, refiriéndose a su abuelo de 98 años, Edoardo Sacchi. “En esta época, le damos un valor renovado a nuestras raíces, a nuestros abuelos y abuelas, los elementos más frágiles de todo este terrible ataque”.

De cierta manera, el amuleto de Sacchi, tan arraigado en una improbable historia de supervivencia, es más racional que la mayoría. Aun así, no queda exento de la costumbre extendida de saltarse el piso trece en los elevadores y rascacielos, tocar madera o no pasar por debajo de las escaleras. Millones de nosotros, a pesar de saber que son irracionales, cumplimos a diario con extravagantes, pero reconfortantes, rituales.

“Cuando me marché de Nueva York para ir a Canadá a someterme a una cuarentena indefinida, hubo una sola cosa que me llevé conscientemente a manera de amuleto”, dijo Emily Bode, de 30 años, diseñadora de prendas para caballero, refiriéndose a un suéter de esquiar rojo con cierre que perteneció a su abuela. “Siempre me aseguro de llevarlo puesto en el avión o en mi bolsa. Me reconforta tener algo que no solo he amado durante quince años, sino que ha sido parte de la vida entera de mi madre y de mi abuela fallecida”.

La continuidad, a nivel mundial, pocas veces se ha sentido más frágil que durante la pandemia, según Jane Risen, profesora de Ciencias de la conducta en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago. “Nos gusta poder predecir y controlar nuestro entorno, e incluso tener una sensación ilusoria de predictibilidad es mejor que nada”, dijo. “Las personas buscan cualquier cosa para estabilizarse”.

Incluso un sencillísimo gesto simbólico como tocarse el corazón después de lavarse las manos, añadió, puede interpretarse como una forma de magia empática.

Eso es justo lo que necesitamos, dijo Stacy Rapp, de 46 años, bruja en jefe de Enchantments, una tienda de artículos de ciencias ocultas con décadas de antigüedad en Nueva York. “Todo mundo se queda ahí y se vuelve loco en sus casitas”, señaló.

Entonces, ¿por qué no encender una vela? Hacer eso es importante en muchas tradiciones religiosas como una ofrenda al universo o para conectar con un poder más grande, señaló Rapp.

“La magia de las velas es accesible para todos y es una forma de mantenerse tranquilo”, señaló. “Eso es importante porque, por ahora, nuestro mayor enemigo es el miedo”.

Existen claros efectos benéficos por descubrir en nuestra fascinación con los talismanes, amuletos de la buena suerte, rituales y ese cúmulo de actos supersticiosos a los que recurrimos en ocasiones para mantener a raya los caprichos del destino.

(c) The New York Times 2020

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