Existe lo evidente y luego lo que debería ser evidente. Lo evidente es que la pandemia del coronavirus ha paralizado a la mayoría del mundo humano. Muchos países están en cuarentena. Hasta el momento, más de 1,7 millones de personas han sido infectadas, más de 100.000 han fallecido y miles de millones viven temiendo que el número de enfermos y muertos se incremente de forma exponencial. Las economías están en recesión, con todos los problemas que eso implica para el bienestar de la humanidad.
Lo que debería ser evidente, pero quizá no lo sea para muchas personas, es que nada de esto debería sorprendernos. El hecho de que se iba a generar otra pandemia era totalmente predecible, aunque el momento preciso de su surgimiento y su trayectoria no lo fueron. Hay además una sensación importante de que la pandemia fue producto de nuestra propia acción humana. Una pandemia puede lucir como un completo desastre natural, pero a menudo —tal vez casi siempre— no es así.
Los coronavirus surgieron en los animales y brincaron la barrera de las especies hacia los humanos, para luego propagarse con la transmisión entre humanos. Este es un fenómeno común. La mayoría —y algunos creen que todas— las enfermedades infecciosas son de este tipo (zoonóticas). Eso, por sí solo, no las coloca en el ámbito de la responsabilidad humana. Sin embargo, muchas enfermedades zoonóticas surgen debido a la manera en que los humanos tratamos a los animales. Los mercados de perecederos (donde se venden animales vivos) de China son un excelente ejemplo. Esos mercados son el origen probable no solo de la COVID-19, sino también del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) y de algunos brotes de gripe aviar, por ejemplo (otra posible fuente del coronavirus que causa la COVID-19 podría ser una de las tantas granjas mixtas de ganado y vida silvestre en China, pero los humanos también son responsables de ellas).
Los mercados de perecederos, que se ubican no solo en China sino también en algunos países de Asia oriental, tienen varias características que los hacen especialmente proclives a engendrar enfermedades zoonóticas infecciosas. Los animales vivos son alojados en condiciones extremas de hacinamiento hasta que son sacrificados en el mercado para quienes los compran. En estas condiciones, las infecciones se transmiten con facilidad entre animales. Como regularmente están trayendo nuevos animales al mercado, una enfermedad puede propagarse a través de una cadena de infección de un animal a otros que llegan mucho después. La proximidad con los humanos, aunada al flujo de sangre, excremento, así como otros fluidos y partes del cuerpo, facilita que los humanos se infecten. Una vez que la transmisión entre humanos ocurre, el resultado previsto es una epidemia, a menos que el problema se contenga rápidamente. El transporte aéreo global puede convertir una epidemia en pandemia en cuestión de semanas o meses, que fue exactamente lo que sucedió con este nuevo coronavirus.
Son estas mismas condiciones las que facilitan la aparición de nuevas enfermedades infecciosas y a la vez infligen terribles daños a los animales (ser encerrados en condiciones de hacinamiento para luego ser asesinados). En pocas palabras, la pandemia del coronavirus es el resultado de nuestro grave maltrato a los animales.
Aquellos que piensan que esto es un problema exclusivamente chino en vez de uno humano deberían recapacitar. Hay una gran cantidad de zoonosis que han surgido del maltrato a los animales por parte de los humanos. Por ejemplo, el origen más probable del VIH (virus de la inmunodeficiencia humana) es el VIS (virus de inmunodeficiencia en simios), y la manera más probable en la que cruzó la barrera entre especies fue a través del contacto sanguíneo de un primate no humano descuartizado para el consumo humano. De forma similar, la variante de la enfermedad Creutzfeldt-Jakob probablemente tuvo sus orígenes en su análogo bovino, la encefalopatía espongiforme bovina (EEB) o enfermedad de las vacas locas. El mecanismo de transmisión más probable fue a través del consumo humano de ganado infectado.
En el futuro, debemos esperar sin lugar a dudas que nuestro maltrato hacia los animales cause estragos en nuestra propia especie. Además de futuras pandemias, enfrentamos el riesgo muy real de cultivar una resistencia a los antibióticos. El factor que más contribuye a esto es el uso de antibióticos en la industria de la agricultura animal, por parte de los promotores de crecimiento (para llevar a los animales al peso ideal de sacrificio tan rápido como sea posible) y para frenar la propagación de infecciones entre los animales criados en las crueles condiciones intensivas de las granjas industriales.
Es completamente posible que el futuro de los humanos incluya un regreso a la era previa a los antibióticos, en la que montones de personas fallecían de infecciones que han sido tratadas de manera eficaz desde el descubrimiento de la penicilina y otros de los primeros agentes antibacterianos. De ser así, tal vez resulte que la era de los antibióticos fue solo un breve paréntesis entre dos periodos mucho más extensos en la historia de la humanidad, en los cuales sucumbimos en masa a las infecciones bacterianas. Ese panorama, que es incluso peor que la crisis actual, no es menos real. Como especie, sabemos de este problema, pero aún no hemos hecho lo que debe hacerse para evitarlo (o al menos reducir las posibilidades de que suceda).
Lo que este y muchos otros ejemplos revelan es que lastimar a los animales puede conducir a un daño considerable para los humanos. Esta es una razón egoísta —además de las razones morales más contundentes— para que los humanos traten mejor a los animales. El problema es que incluso el interés personal es un motivador imperfecto. Para todo lo que nos ufanamos en llamarnos “Homo sapiens”, el “humano sabio”, demostramos tener muy poca sabiduría, incluso del tipo prudencial.
Esto no busca negar los numerosos logros intelectuales de la humanidad. Sin embargo, esos logros están combinados con muchas carencias cognitivas y morales, incluyendo la excesiva seguridad en nuestra habilidad para resolver problemas. En general, los humanos responden a las pandemias en vez de actuar para prevenirlas. Intentamos prevenir su propagación luego de que emergen y desarrollar tratamientos para los infectados. La crisis actual demuestra lo absurdo de este método. Lo más cerca que estamos de prevenir una epidemia es el esfuerzo de desarrollar vacunas. Pero incluso este tipo de prevención es una clase de reacción. Las vacunas se desarrollan en respuesta a un virus que ya ha surgido. Como bien muestra esta experiencia con el coronavirus, puede haber una demora significativa entre ese surgimiento y el desarrollo de una vacuna segura y efectiva. Durante ese tiempo, tanto el virus como los intentos para prevenir su propagación pueden generar mucho daño.
La prevención real requiere tomar medidas desde el principio para minimizar las posibilidades de que el virus u otros agentes infecciosos surjan. Una de esas medidas cruciales sería una valoración más inteligente —y más compasiva— de nuestro trato hacia los animales no humanos, y acciones concurrentes.
Algunos podrían decir que es insensible poner en evidencia la responsabilidad humana de la pandemia actual mientras sigue en curso. ¿Es realmente inapropiado restregar nuestras caras colectivas en este desastre que nosotros mismos causamos? Esas inquietudes están fuera de lugar. No escuchamos las advertencias previas sobre los riesgos de nuestro comportamiento, realizadas en momentos con menos pánico. Claro que es muy posible que incluso cuando estamos momentáneamente “conscientes” ahora, olvidemos pronto las lecciones. Hay muchos precedentes que lo demuestran. Es por eso que, dada la importancia de lo que está en riesgo, es mejor incurrir en un poco de presunta insensibilidad que dejar pasar una oportunidad de fomentar un cambio positivo. La posibilidad de evitar mucho sufrimiento y millones de vidas están en juego.
David Benatar es profesor de Filosofía y director del Centro de Bioética de la Universidad de Ciudad del Cabo. Su libro más reciente es “The Human Predicament: A Candid Guide to Life’s Biggest Questions”.
(c) The New York Times 2020