A la gente le gusta decir que el coronavirus no respeta raza, clase social o nacionalidad. Afirman que la COVID-19 es irracional e infectará a todo el que pueda.
En teoría, es cierto. Pero en la práctica, en el mundo real, este virus se comporta como otros: retumba como un misil termodirigido hacia los más vulnerables en la sociedad. Esto sucede no porque los prefiera, sino porque están más expuestos y son más frágiles y enfermizos.
Cómo luce esa porción vulnerable de la sociedad varía dependiendo del país, pero en Estados Unidos, esa vulnerabilidad se vincula ampliamente con la raza y la pobreza.
Las primeras evidencias de las ciudades y los estados ya muestran que la población negra está desproporcionadamente afectada por el virus de manera devastadora. Según datos de ProPublica, en el condado de Milwaukee, Wisconsin, hasta el 3 de abril en la mañana, el 81 por ciento de los fallecidos eran afrodescendientes, los cuales solo conforman el 26 por ciento de ese condado.
En Chicago, WBEZ reportó el 5 de abril que “70 por ciento de las muertes por COVID-19 son de personas negras”, y señalaron, sobre el aledaño condado de Cook, que “si bien los residentes afrodescendientes conforman solo el 23 por ciento de la población del condado, representan el 58 por ciento de los fallecimientos por COVID-19”.
The Detroit News reportó la semana pasada, “al menos 40 por ciento de los fallecidos por el nuevo coronavirus en Michigan son, hasta el momento, afrodescendientes. Este es un porcentaje que excede por mucho la proporción de afroestadounidenses en la región y el estado de Detroit”.
Si este patrón se mantiene a través de otros estados y ciudades, este virus podría tener un impacto catastrófico en la comunidad negra de este país.
Y, sin embargo, todavía no vemos una gran cantidad de cobertura informativa o de respuesta gubernamental nacional que se centre en esas disparidades raciales. Muchos estados ni siquiera han publicado datos segmentados por raza en cuanto a casos y fallecimientos. El gobierno federal tampoco lo ha hecho.
En parte, por esta razón, nos quedamos con desinformación engañosa y letal. La percepción de que esta es una enfermedad del “jet set”, o de vacacionistas de primavera, o un “virus chino” como al presidente Donald Trump le gusta llamarla, debe dejarse de lado. La idea de que este virus mata por igual debe ser eliminada.
Además, debemos renunciar al insensible mensaje de que la mejor defensa que tenemos contra la enfermedad es algo que todos podemos controlar: simplemente quedarnos en casa y mantener distancia social.
Como bien señaló un reporte del Economic Policy Institute del mes pasado, “menos de uno de cada cinco trabajadores afrodescendientes y cerca de uno de cada seis trabajadores hispanos pueden trabajar desde casa”.
El reporte indica que, “solo 9,2 por ciento de los trabajadores en el cuartil más bajo de la escala salarial pueden trabajar desde casa, en comparación con el 61,5 por ciento de los trabajadores en el cuartil más alto”.
Si tu trabajo involucra tocar personas, o cuidar ancianos o niños; si cortas o estilizas sus cabellos, si limpias sus espacios o cocinas sus alimentos, si conduces sus autos o construyes sus casas, evidentemente no podrás hacer nada de eso desde el hogar.
Quedarse en casa es un privilegio. El distanciamiento social es un privilegio.
Las personas que no tienen esa opción deben tomar decisiones terribles: quedarse en casa y correr el riesgo de morir de hambre o ir a trabajar y arriesgarse a contagiarse.
Esto no está sucediendo nada más aquí. Le está pasando a los pobres alrededor del mundo, desde Nueva Delhi hasta Ciudad de México.
Si van a trabajar, deben usar por lo general el transporte público abarrotado, porque los trabajadores de bajos ingresos no necesariamente pueden costearse tener un auto o pedir un taxi.
Así es la vida de los trabajadores pobres, o de aquellos que están ligeramente por encima de la pobreza, pero que no por eso dejan de tener dificultades. Toda nuestra discusión alrededor de este virus está manchada de elitismo económico. En los comentarios en las redes sociales de imágenes de autobuses repletos o de multitudes de repartidores afuera de los restaurantes, la gente regaña a las personas de color por no quedarse en casa, pero muchos de los que hacen esa crítica están en hogares cómodos con suficiente dinero y alimentos.
La gente no puede empatizar con lo que realmente significa ser pobre en este país, con vivir en un espacio demasiado pequeño con demasiadas personas, con no tener suficiente dinero para abastecerse de comida por un largo tiempo o no tener ningún lugar donde guardarla si lo hicieran. Las personas no saben cómo es vivir en una especie de desierto alimenticio donde los vegetales y las frutas frescas no están disponibles y la comida chatarra deficiente en nutrientes es barata y existe en abundancia.
La gente no duda en criticar a aquellos que llenan los restaurantes locales de comida rápida para alimentarse. No todos pueden permitirse ordenar por GrubHub o FreshDirect.
Además, en un país donde a demasiadas personas negras se les ha hecho sentir que sus vidas están en constante peligro, la existencia de otra amenaza no produce tanto pánico. La capacidad de entrar en pánico se convierte en un privilegio para aquellos que rara vez tienen que sentirlo.
Desde el fondo de mi corazón les pido a todos los que puedan que se queden en casa, pero también soy lo suficientemente consciente como para saber que no todos pueden o podrán, y eso no significa que tengan un desprecio patológico por el bien común.
Si te estás refugiando en una torre de marfil, o incluso en una cómoda calle cerrada o en un apartamento elegante y bien equipado, y tu mayor preocupación es el aburrimiento o las sobras de comida, por favor, deja de regañar a aquellos que están luchando por sobrevivir.
(c) The New York Times 2020