Cuando el virus atacó, los dictadores contratacaron como mejor lo saben hacer.
Para el presidente de Egipto, Abdulfatah el Sisi, eso significó desplegar en las calles de El Cairo a tropas especializadas en estrategias de guerra química, vestidos con trajes protectores y armados con desinfectantes, en una demostración teatral de poderío militar que fue proyectada en las redes sociales.
Vladimir Putin, presidente de Rusia, se puso el traje de plástico, color amarillo canario, para una visita a pacientes de coronavirus en un hospital de Moscú. Después, envió a Italia quince aviones militares con suministros médicos y decorados con el eslogan “De Rusia con amor”.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, conocido por encarcelar periodistas, encerró a algunos reporteros que criticaron sus primeros esfuerzos para contrarrestar el virus; después, envió un mensaje de voz al teléfono de cada ciudadano mayor de 50 años, en el que recalcó que todo estaba bajo control.
En Turkmenistán, uno de los países más represores del mundo, donde ni una sola infección ha sido oficialmente declarada, el presidente vitalicio Gurbanguly Berdymukhamedov promovió su libro sobre plantas medicinales como una posible solución a la pandemia.
En respuesta a la pandemia de coronavirus, los autócratas del mundo recurren a sus métodos infalibles, al emplear una mezcla de propaganda, represión y ostentosas demostraciones de fuerza para proyectar un aura de control total en medio de una situación inherentemente caótica.
De manera inmediata, la crisis ofrece a los autócratas una oportunidad de burlarse de los rivales o consagrar sus ya vastos poderes con poco riesgo de censura por parte de un mundo exterior distraído, en el cual la lucha para contener la pandemia ha obligado incluso a las democracias liberales a tomar medidas estrictas, como sistemas invasivos de vigilancia a celulares.
“El coronavirus es el nuevo terrorismo”, dijo Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, que teme que una gran expansión de poderes draconianos podría convertirse en el legado duradero del virus. “Es el pretexto más reciente para las violaciones a los derechos y temo que persistirán mucho después de que la crisis termine”.
Sin embargo, el virus también genera peligros potenciales para los dictadores. Países como Rusia y Egipto están al frente de la curva del virus, lo que significa que lo peor probablemente ocurrirá en algunas semanas.
Si son impactados por una crisis tan fuerte como la que arrasa a Europa y Estados Unidos, sus herramientas habituales podrían mostrar sus limitaciones.
El virus no puede ser arrestado, censurado o prohibido. El costo económico de una pandemia generará presión a las redes de patrocinios que sostienen a muchas autocracias. Los líderes que se presentan como salvadores están expuestos a ser culpados si la cifra de muertos se eleva.
Aunque pocos analistas predicen disturbios inmediatos, especialmente a medida que la ansiedad pública crece, una pandemia devastadora podría sacudir la fe en esos líderes cuya autoridad radica en un sistema de creencias firmes, en un dominio indiscutible.
“Podría ocurrir cualquiera de las dos”, dijo Steven A. Cook, un asociado sénior para Medio Oriente y el norte de África en el Consejo de Relaciones Exteriores. “En algunos sitios, podrías tener que soportar una dictadura estricta y más repugnante. En otros, todo podría venirse abajo".
En algunos países, la crisis ha dado una buena reputación a una forma de gobernar firme e invasiva. Los Emiratos Árabes Unidos, una monarquía autocrática que le debe su riqueza al petróleo, posee una de las tasas más altas en el mundo de pruebas para detectar el coronavirus. Una aplicación móvil usada por Singapur para monitorear a ciudadanos infectados está siendo considerada por varios países de Occidente para su implementación.
Las democracias más antiguas están analizando estrategias anteriormente reservadas para los tiranos —extensos poderes policiacos, prohibición a las reuniones públicas, elecciones suspendidas, cierre de tribunales, vigilancia invasiva y fronteras cerradas—.
En países donde la situación es intranquila, el virus ha debilitado el poder de la disidencia. Las revueltas populares en Líbano, Irak, Argelia y Chile se lentificaron o frenaron hasta detenerse en las semanas recientes y, dados los riesgos asociados con las reuniones públicas, es poco probable que se recuperen pronto.
La posibilidad de una recesión global inducida por el virus que, según el Fondo Monetario Internacional, ya nos acecha, ha causado que algunos analistas especulen con que el Medio Oriente podría experimentar una nueva ola de levantamientos similares a la Primavera Árabe.
Otros dicen que es poco probable, por lo menos a corto plazo. Es más probable que los ciudadanos preocupados por su vida respalden medidas draconianas, incluso al precio de comprometer sus libertades.
“No veremos las repercusiones políticas hasta después de que la crisis sanitaria comience a disminuir”, dijo Michele Dunne del Fondo Carnegie para la Paz Internacional.
En todo caso, la crisis está creando nuevos gobernantes autoritarios. La semana pasada, el Parlamento de Hungría otorgó poderes más amplios al líder populista de extrema derecha Viktor Orbán, lo que le permite gobernar por decreto indefinidamente para que pueda combatir al coronavirus.
Al igual que con líderes autoritarios ya establecidos, la preocupación es que Orbán será reacio a devolver sus nuevos poderes cuando la crisis haya pasado —una preocupación similar a la de Filipinas, donde el líder autoritario de derecha Rodrigo Duterte ha declarado un “estado de calamidad” por seis meses—.
Aun así, en momentos en lo que todo pasa de manera tan rápida, pocas cosas son predecibles. Según Dunne, en Egipto, las poco comunes protestas contra El Sisi en septiembre fueron detonadas por acusaciones de que su familia vivía de manera lujosa.
Cualquier percepción en los próximos meses de que El Sisi o los militares favorecen a su círculo cercano al lidiar con el coronavirus, dijo ella, “podría tener repercusiones”.
Andrew Higgins colaboró con este reportaje desde Moscú; Carlotta Gall, desde Estambul, y Patrick Kingsley, desde Berlín.
(c) The New York Times 2020