SÃO PAULO — Distanciamiento social, lavarse las manos continuamente, capacidad de hacer pruebas masivas de diagnóstico y aislamiento de los infectados: las recomendaciones para detener el avance del coronavirus son relativamente simples. Pero no para las 13 millones de personas que viven en favelas de Brasil: con una alta densidad demográfica, con servicios básicos —como agua y luz— deficientes y, muchas veces, sin ningún sistema de alcantarillado.
“Aquí en la favela llega agua dos veces por semana. Economizamos agua no solo por conciencia, sino también por supervivencia. Lavarse las manos todo el tiempo no es una posibilidad”, escribió el activista Raull Santiago, quien vive en el complejo Alemão en Río de Janeiro. El Ministerio de Salud prevé que esta semana se dé el primer auge grande de infectados, pero hasta ahora, no hay un plan de combate especial para los barrios menos favorecidos de Brasil.
En las favelas de mi país hay un vacío del poder estatal que ha sido ocupado por los paramilitares o narcotraficantes. En las miles de construcciones pequeñas viven cinco o hasta diez personas, la mayoría con trabajados informales, que no pueden darse el lujo de quedarse en casa sin correr el riesgo de no comer y en donde no hay posibilidad de hacer distanciamiento social.
Desde que Jair Bolsonaro llegó a la presidencia de Brasil, en enero de 2019, ese vacío se ha profundizado: su gobierno ha favorecido políticas de austeridad que han recortado los beneficios sociales y profundizando la desigualdad. Pero mientras los expertos aseguran que la COVID-19 golpeará desproporcionadamente a los más pobres, Bolsonaro no solo no diseña estrategias para enfrentar esta emergencia en las favelas, ni siquiera admite que el país esté pasando por una crisis de salud pública.
El 29 de marzo, el presidente no hizo caso a las recomendaciones del Ministerio de Salud y salió a las calles de Brasilia. Y la semana pasada, Bolsonaro criticó las medidas de confinamiento decretadas por algunos gobernadores e insistió que “Brasil no puede parar”.
En el centro de São Paulo, donde vivo, y en varias ciudades del país, la respuesta a estas declaraciones ha sido un ruidoso y prolongado cacerolazo, que se ha vuelto una rutina en nuestras noches de cuarentena. Pero en muchas favelas, el discurso incentivó a que la gente volviera a salir. (En otras favelas, la displicencia del gobierno federal, sin embargo, tuvo una resistencia inesperada: bandas del crimen organizado —que asolan a sus habitantes e incrementen la violencia cotidiana—, decretaron un toque de queda por las noches para enfrentar a la COVID-19).
La pandemia llegó en un momento en que el gobierno brasileño intentaba incentivar el crecimiento económico con políticas de austeridad. Después de un año en la presidencia, Bolsonaro ha reducido Bolsa Familia, el programa social insignia de distribución de los ingresos. Y el Instituto Nacional de Seguridad Social, responsable de autorizar el pago de pensiones, tiene un retraso de más de casi dos millones de personas.
Tras la reforma laboral de 2017, Brasil llegó a un récord histórico del 41 por ciento de empleos informales. En las favelas, la situación es aún más precaria: solo el 19 por ciento tiene un trabajo documentado que le garantiza, por ejemplo, un seguro de desempleo. Y desde el inicio de la pandemia, el 70 por ciento de las familias que viven en favelas han sufrido una caída en sus ingresos. La gran mayoría —el 86 por ciento— vive mes con mes y dicen que no lograrán comprar comida si les falta trabajo un día.
Pero, paradójicamente, aunque el presidente insiste en que la economía brasileña no puede detenerse, el equipo económico de su gobierno no parece reparar en ese sector vulnerable de la economía. Como hasta ahora, Bolsonaro está más preocupado por las grandes empresas que por los trabajadores, formales o informales. El 22 de marzo anunció un plan para ayudar a las empresas donde se incluía la posibilidad de que los empleadores suspendieran el pago de sueldos de los trabajadores por cuatro meses. Bolsonaro se vio forzado a revocar la medida horas después, tras una reacción furiosa de los ciudadanos.
Algunos seguidores del presidente organizaron caravanas para exigir que no se frenaran las actividades económicas (aunque no se arriesgaron bajar de sus automóviles). Y un puñado de empresarios apoyaron a Bolsonaro. “¿Qué significa la muerte del 10 al 15 por ciento de la población mayor en comparación con el daño a la economía?”, se preguntó Roberto Justus, uno de los hombres más ricos del país. Junior Durski, dueño de una red de restaurantes, publicó un video en el que dice que Brasil no puede parar porque “cinco o siete mil personas van a morir”.
Pero esta emergencia de salud pública y de crisis económica que afectará con más dureza a las favelas, exige un cambio de urgente de enfoque. Incluso economistas liberales han defendido la necesidad del aumento del gasto público para salvar vidas. También ha habido empresarios que han optado por sus trabajadores. La empresaria Luiza Trajano cerró todas sus tiendas de electrónicos sin despedir a sus empleados, duplicó el subsidio de guarderías para las mujeres que no pueden trabajar desde sus casas y donó 2 millones de dólares para combatir la epidemia.
Ayer, el congreso aprobó la implementación de un plan de apoyos de 600 reales (120 dólares), tres veces más de lo que el gobierno quería inicialmente, durante tres meses para los trabajadores sin ingresos fijos. Pero no será suficiente. Es urgente que el gobierno de Bolsonaro atienda lo que pide la Central Única de las Favelas: distribuir agua, jabón, alcohol esterilizante y comida a los habitantes de las favelas, suspender el pago de las cuentas de agua y luz y asignar lugares para que los grupos especialmente vulnerables hagan cuarentena y no estén expuestos en casas abarrotadas.
El gobierno debe poner las vidas por encima de la economía. La epidemia solo ha evidenciado la tragedia y abandono que han vivido las favelas por décadas. Si el gobierno los ignora en este momento de emergencia solo probará que la falta de atención es deliberada. Ahora, más que nunca, este abandono debe resolverse.
Carol Pires es periodista brasileña.
(c) The New York Times 2020