El “distanciamiento social” quizá suene como una fase emocional de la adolescencia temprana (ciertamente lo fue para mí), pero en realidad, es un término de salud pública que describe nuestra mejor defensa contra el coronavirus.
De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés), este patógeno se puede propagar “entre personas que estén en contacto directo (a menos de 2 metros)”. Ese contacto directo ha transportado el virus por todo el planeta, el cual ha matado a 4000 personas hasta el momento y contagiado a más de 110.000 (según lo que sabemos). Hasta que una vacuna —o siquiera un tratamiento eficaz— se pueda desarrollar, la mejor manera de protegernos es frenar la transmisión de la enfermedad. Pero, ¿cómo hacemos eso?
Las prohibiciones de viaje están demostrando ser tardías e insuficientes. Es muy fácil confundir los síntomas del coronavirus con los de un simple resfriado o gripe. Para empeorar las cosas, como el virus puede incubarse durante catorce días, los portadores pueden propagarlo antes de darse cuenta de que están enfermos.
Ya hemos visto esto en el estado de Washington, donde funcionarios de salud creen que algunas personas estuvieron propagando la infección durante seis semanas. Este largo periodo asintomático de incubación también hace que los controles en los aeropuertos sean ineficaces. ¿De qué sirve tomarle la temperatura a un pasajero si será de 37 grados Celsius aunque sea portador del virus?
Del mismo modo, los equipos de protección como mascarillas y guantes solo funcionan si se usan correctamente. Se supone que las mascarillas deben ser utilizadas por personas enfermas, o por aquellos que los cuidan directamente. Pero cuando personas no contagiadas usan esas mascarillas en áreas públicas, calurosas y sudorosas, serán más propensas a tocarse la cara, lo que también es el talón de Aquiles de los guantes de goma.
No nos sirve de nada cubrirnos las manos, si esas manos siguen tocando superficies infectadas antes de tocar nuestros ojos, nariz y boca. Esas manos, con o sin guantes, tienen que ser esterilizadas para prevenir la transmisión. Es por eso que lavarse las manos es una defensa importante aunque ciertamente no es la única.
La mejor manera de prevenir la propagación del virus en las comunidades, es dispersar a las comunidades. Eso significa mantener alejadas a las personas. No más apretones de mano, fotos grupales ni “abrazos gratis” de esos “cosplayers” en las convenciones de cómics. De hecho, podría significar no más convenciones de cómics por un tiempo, y no más ferias comerciales, conciertos ni cualquier otro evento que convoque una gran concurrencia. Esta “alteración de la vida cotidiana” conlleva un enorme riesgo financiero, un riesgo del cual estoy dolorosamente consciente.
He basado mi carrera en la promoción de puerta en puerta, he amasado una audiencia a través de apretones de manos, abrazos y fotos grupales. Tengo una novela que se va a publicar en las próximas semanas, y una gira de promoción es fundamental para su éxito, así como lo ha sido para todos mis libros. Ahora, esa gira quizá se cancele. Ya he tenido que retirarme de dos eventos. Mi libro “Devolución” trata sobre Pie Grande, y ahora no podré ni siquiera promoverlo en el Noroeste del Pacífico.
Sin embargo, ¿cuál es la alternativa? ¿Traer a casa una infección que contagiaría a mi padre de 93 años? ¿Reunir en un salón a una multitud para que se contagien unos a otros? Como un escritor que vive un libro a la vez, soy la última persona que debería estar practicando el distanciamiento social. Pero como un escritor que basa sus libros en investigaciones reales, sé lo que la historia puede enseñarnos acerca de la propagación de virus en las comunidades.
En 1918, en Filadelfia, los funcionarios de salud ignoraron los llamados al distanciamiento social y permitieron que se llevara a cabo un desfile para celebrar la victoria de la Primera Guerra Mundial. En menos de tres días, todas las camillas de los hospitales en la ciudad estaban ocupadas. En una semana, alrededor de 45.000 personas estaban contagiadas. En seis semanas, 12.000 personas habían fallecido. La perspectiva de repetir ese tipo de homicidio masivo es aterrador, especialmente cuando consideras que la gripe de 1918 tenía una tasa de letalidad de alrededor del 2,5 por ciento, comparado con el 3,4 por ciento de la tasa de letalidad del coronavirus, estimada por la Organización Mundial de la Salud.
Podemos aprender mucho de las tragedias históricas, pero también de sus triunfos. La plaga que aterrorizó a mi generación, el sida, fue subyugada por el mismo tipo de educación pública, flexibilidad cultural y avances médicos que necesitamos hoy. En los años ochenta, cuando la conciencia sobre el sida pasó de la negación al pánico, nuestra salvación no vino de un laboratorio, sino de un folleto. Ese pedazo de papel: “Entendiendo el sida”, fue enviado por correo postal a casi todos los hogares estadounidenses en 1988. Gracias a ese folleto, y una estrategia educativa nacional sobre el sexo seguro, mi generación aprendió que nada, incluyendo el amor, era gratis.
En aquel momento nos adaptamos. Nos podemos adaptar ahora. Y debemos hacerlo. Así como en las guerras, todos tenemos un papel que desempeñar. Si todos contribuimos a reducir la propagación del virus en las comunidades, podremos darle el tiempo suficiente a la ciencia y a la industria para que desarrollen una vacuna.
¿Eso significa esconderse en un refugio con latas de frijoles, vendas y balas? No, por supuesto que no. Entrar en pánico no es estar preparado. Nuestros planes deben ser guiados por expertos calificados como los de los CDC. También tenemos que estar alerta ante la presencia del tipo de estigmatización que se vivió durante los primeros días del sida.
Incluso antes de que el virus empezará a aparecer en todo Estados Unidos, ya habíamos visto ejemplos repugnantes de lo que el miedo puede hacerle al espíritu humano. En el sur de California, una solicitud buscó clausurar un distrito escolar cuya población es de mayoría asiático-estadounidense incluso cuando no había ninguna evidencia de que algún niño estuviera contagiado. En Nueva York, una mujer asiática que llevaba puesta una mascarilla fue atacada por un hombre que la llamó “enferma”. Este tipo de prejuicios motivados por el pánico no tienen cabida en nuestra lucha contra el coronavirus.
Con suerte, si todos hacemos nuestra parte, pronto podremos retomar nuestras vidas y asistir a eventos divertidos como firmas de libros, donde estaré saludándote a 2 metros de distancia.
* Max Brooks, autor de “Guerra mundial Z” y “Devolución”, es profesor emérito del Instituto de Guerra Moderna en la Academia Militar de Estados Unidos (West Point).
(C) The New York Times.-
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