Ahora, oremos por la ciencia. Oremos por el empirismo, la epidemiología y las inmunizaciones. Recemos por la revisión por pares y los ensayos controlados de doble ciego. Por las vacunas antigripales, la inmunidad colectiva y lavarse las manos. Recemos por la razón, el rigor y la experiencia. Oremos por el principio de precaución. Recemos por los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por su sigla en inglés) y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés). Oremos por la OMS.
También recemos no solo por la ciencia, sino también por los científicos, así como sus colegas en la aplicación de la ciencia: los incansables trabajadores sanitarios, los primeros intervinientes que denuncian riesgos, los servidores públicos desaliñados y honestos cuyas advertencias tan ignoradas se darán a conocer hasta que la serie documental de 12 capítulos sobre el desastre del coronavirus se estrene en Netflix. Hay que desearles suerte en las luchas que tienen por delante. Sus armas, las armas de la ciencia, son todo lo que nos queda… quizá sean las únicas armas verdaderas que nuestra especie ha coordinado para combatir la perdición invasora.
Quizá suene paradójico implorar por la aprobación divina de la labor científica, pero esta es una época espinosa para la ciencia y los científicos, y necesitan toda la ayuda posible. A medida que el coronavirus se propaga, quedan al descubierto las costuras desgastadas de nuestro mundo sobrecargado. En sociedades tan distintas como China y Estados Unidos, esas costuras empiezan a parecerse entre sí. No poder controlar el brote ni comprender el alcance y la extensión de la amenaza se debe a una falta de reconocimiento de la ciencia básica y una inversión insuficiente en ella.
Claro que esta no es ninguna novedad; décadas de descuido ambiental global pintan un panorama sombrío de la capacidad de respuesta que se tiene en la época moderna ante los presagios científicos.
Sin embargo, este nuevo coronavirus ilustra el problema de una manera más grave. Si no nos mata, al menos debería sacarnos de la ilusión de que podemos seguir ignorando la ciencia y a los científicos que nos advierten de los peligros que amenazan nuestro modo de vida a largo plazo. Los textos religiosos dicen que las sociedades se enfrentan a la destrucción cuando olvidan a Dios. El coronavirus, al igual que aquel otro desastre que se cierne relacionado con el clima, nos demuestra lo que enfrentamos cuando decidimos cegarnos ante la ciencia.
Esto es lo que pasa cuando se ignora y silencia a los médicos en el frente de batalla que nos advierten sobre un desastre inminente, como lo hicieron las autoridades en China en los primeros días del brote: una posible catástrofe epidemiológica y económica de escala mundial.
Esto es lo que pasa cuando se desmiembra la infraestructura de respuesta andipandémica de Estados Unidos, tal como lo ha venido haciendo Donald Trump a lo largo de los últimos años: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades que estropean la defensa más básica contra la enfermedad: las pruebas para detectarla.
Desearía que estos fueran errores extraordinarios que se pudieran atribuir al comunismo autoritario chino o a la incompetencia trumpiana de siempre. Sin embargo, señalan una disfunción global subyacente, una que va más allá de los partidos políticos y las formas de gobierno.
La ciencia siempre ha enfrentado amenazas. Su propósito es sacar la verdad a la luz, y siempre han existido aquellos que buscan enterrar los hechos peligrosos que los científicos descubren. No obstante, ahora el riesgo es mayor. Nuestra capacidad de combatir las amenazas más graves que asedian a la humanidad dependerá de cómo los gobiernos y los ciudadanos entiendan e interpreten los hallazgos y las advertencias de la ciencia.
Lo que hemos visto hasta ahora como respuesta global al virus es alarmante. Nuestra falta de atención a la ciencia a veces se atribuye a la supuesta “ineptitud científica” de los estadounidenses, pero la verdad es más complicada que eso. Si es cierto que muchos estadounidenses no saben mucho de ciencia, se debe a que, en toda la sociedad estadounidense, la ciencia es menospreciada, ignorada, reprimida y poco financiada.
En las redes sociales y en demasiados rincones de los medios dominantes, los conocimientos científicos se esconden tras una neblina de propaganda, desinformación y anuncios publicitarios para estafas de aceites esenciales y ese alimento misterioso que todos los gastroenterólogos en Estados Unidos te ruegan que tires a la basura. Desde la industria alimentaria hasta la farmacéutica, así como la del gas y del petróleo, el sector empresarial estadounidense siempre oculta la ciencia detrás de una bruma de pseudociencia bien financiada. La industria de las armas eclipsó a todas las demás: hasta hace poco, debido a una legislación respaldada por la Asociación Nacional del Rifle, el gobierno federal estaba incapacitado para siquiera financiar investigaciones científicas acerca de la violencia con armas.
Nuestra incapacidad colectiva para comunicarnos con respecto a la ciencia ha pervertido severamente nuestra política. Como la ciencia se ha mezclado a un grado tan profundo con dogmas partidistas, la noción que tiene la gente sobre los conocimientos científicos está dominada por un reflejo tribal. En la actualidad, muchas personas parecen determinar su confianza en los científicos con base en las posturas políticas que estos pregonen, lo cual es retrógrado y extraño.
El resultado es una sociedad vergonzosamente ignorante respecto del mundo que nos rodea. El vicepresidente piensa que fumar no es causa de muerte, que los condones son una protección “muy deficiente” contra las enfermedades, y que la mejor manera de frenar un brote de VIH es a través de la oración. El presidente dice que el calentamiento global es un engaño y que las labores de conservación están haciendo que la vida estadounidense sea demasiado inconveniente.
No solo son los políticos. Son cada vez menos los estadounidenses que dicen que las vacunas son importantes, y las conspiraciones antivacunas no conocen de divisiones partidistas, pues tienen seguidores hippies del norte de California y otros tantos en rincones del Partido Republicano.
De ahí mi llamado a la intervención divina. La ciencia y los científicos están ante una oposición aplastante. Además de una enfermedad que se propaga silenciosamente y un planeta que arde, deben hacer frente a los adinerados, los devotos, los autoritarios y a Mike Pence.
Si no vamos a apoyarlos ni escucharlos, lo mínimo que podemos hacer es rezar por ellos.
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