Francia ha pasado más o menos los últimos dos años esperando vivir su caso al estilo de Harvey Weinstein: un gran juicio, la caída de alguien poderoso, un país visceralmente indignado.
La conversación en torno al movimiento #MeToo en Francia ha sido innegablemente intensa. Sin embargo, cuando las francesas han alzado la voz en contra de directores de cine (Luc Besson, Roman Polanski) e intelectuales (Tariq Ramadan), siempre han tenido que soportar la costumbre de culpar a las víctimas. Eso después lleva a opiniones encontradas, acusaciones interrumpidas y meditaciones sobre el arte francés de la seducción.
Sin embargo, parece que algo ha ocurrido con el caso que involucra al aclamado escritor Gabriel Matzneff, cuyo gusto por las adolescentes francesas y los jovencitos asiáticos no es ningún secreto —escribió en detalle al respecto durante años— pero, hasta este mes, finalmente está enfrentando cargos por promover el abuso sexual infantil. Los cargos llegan poco después del lanzamiento de un libro de Vanessa Springora, directora de una editorial con sede en París, cuyo libro de memorias sobre su relación abusiva con Matzneff por fin parece haber acabado con su indemnidad.
Lo que vuelve tan poderosa a esta historia es la diferencia de edades de los protagonistas: Springora se involucró sexualmente con Matzneff a mediados de la década de 1980, cuando ella tenía 14 años y él, 50. Lo que hace de este caso algo tan particular también es el hecho de que el recuento de la víctima no se puede cuestionar; su abusador ya ha confesado todo con orgullo. Sin embargo, en sus memorias, Springora ha hecho más: ha develado la vida interna de una de las niñas “Menores de 16 años”, como se titulaba uno de los libros de Matzneff, uno de esos personajes que, hasta ahora, habitaba en su mundo simplemente como alguien dócil a quien hacerle cosas. Con esa decisión, ella ha construido un puente entre dos revoluciones morales.
Un día, espero, veremos en retrospectiva estos meses y sabremos que marcaron el final de un largo estado de confusión en torno a la adolescente francesa, la jeune fille, aquella criatura liberada, atrevida y letrada. Mi madre, que tenía 18 años durante la revolución de mayo de 1968, me dijo que un hombre que pasaba por la calle le preguntó si quería acostarse con él. No, le respondió ella, no quería. “¡Maldita burguesa!”, le gritó el hombre.
Uno puede imaginarse las dificultades que debieron enfrentar las chicas atrapadas entre la dicha de estar liberadas sexualmente y el requerimiento de vivir así. Además, el requisito de no ser demasiado liberadas estaba siempre latente. En esa época, una mujer podía votar y heredar propiedades hasta los 21 años, pero podía casarse a los 15: las cosas en efecto eran confusas. A diferencia del inglés, la lengua francesa no marca la edad con una referencia a la adolescencia (“teen”): se tienen doce años, después trece, catorce, quince...
La historia de Matzneff ha traído de regreso recuerdos del argumento a favor de la pedofilia que proponía una pequeña élite intelectual que especuló sobre la transgresión sexual hasta un nivel demente en 1968. La mayor parte de Francia no fue tan lejos. Sin embargo, la figura de la “jeune fille” fue epítome de una confusión en torno a un nuevo orden sexual que aún no estaba en orden. Entre las etapas evidentes de la infancia y la adultez surgió un nuevo ser. ¿Cómo sería ella? ¿Qué se permitía en realidad?
Vanessa Springora se volvió adulta en ese periodo. Me imagino que, como yo, debió crecer viendo películas en VHS de Maurice Pialat, Éric Rohmer, Claude Miller, Benoît Jacquot, directores fascinados con las chicas adolescentes que trataban de entenderlas, mediante esfuerzos que a veces resultaban generosos y delicados, y a veces perturbadores. Sus personajes femeninos eran inteligentes, profundos y precoces, y sus tormentos eran válidos. Los padres con frecuencia no estaban presentes; los hombres, más o menos alentadores, nunca estaban lejos de ellas. Estas no eran películas motivadoras para adolescentes, sino filmes para adultos en los que se presentaba a las niñas de una manera que quizá dio forma a quienes las veíamos.
Mi esposo, que es estadounidense, se siente escandalizado por la película de Rohmer “Pauline à la plage” (“Pauline en la playa”), en la que un pequeño grupo de adultos jóvenes comparte asuntos del corazón con una chica de 15 años. Su indignación casi me ofende, pues me gustaría pensar que de adolescente yo era como Pauline, más conocedora de sus propios deseos que los adultos que la rodeaban. ¿Lo era?
No haré que vea “Noce Blanche” (“Boda blanca”), en la que una Vanessa Paradis de 16 años tiene una aventura con su profesor de Filosofía de mediana edad, o “Beau Père”, que cuenta la historia de un romance entre una chica de 14 años y su padrastro casi como si fuera una comedia, o “Un moment d’égarement” (“Un momento salvaje”) —originalmente filmada en 1977, y después recreada en 2015— en la que una adolescente duerme con el mejor amigo de su padre. “Los tiempos han cambiado: los hombres ya no traicionan a sus amigos con sus esposas, sino con sus hijas”, dijo el crítico de Le Monde cuando se estrenó la película original.
¿Pero qué querían esas hijas en la vida real? El director de “Noce Blanche”, que fue un gran éxito en Francia, terminaría por ser acusado de acosar sexualmente a dos actrices. Pero de eso nos enteraríamos más tarde.
Es fácil imaginar cómo la historia de Vanessa Springora y Gabriel Matzneff pudo haberse convertido en una película típicamente francesa de los ochenta: la adolescente parisina letrada y el escritor escandaloso, una relación peligrosa en el vecindario artístico de St.-Germain-des-Prés. Habría habido un papel de reparto ambiguo para la madre, un poco confundida y un poco celosa. El filme habría terminado con su rompimiento.
En secreto, quizá habríamos envidiado a esa chica, que había vivido una aventura tan prohibida. Una escritora que conozco y que tiene la misma edad que Springora y creció en St.-Germain-des-Prés, me dijo: “Tuve la suerte de jamás conocer a Matzneff, porque me fascinaba totalmente”.
En su libro, Springora no niega que su relación fue consensuada. Pero, aun así, no hay duda en la mente del lector de que ella es una víctima. Tras la publicación de su libro, el filósofo Alain Finkielkraut ha repetido, con la misma pasión que mostró cuando defendió a Polanski, que “una adolescente y una niña no son la misma cosa” y que era una época distinta. Lo que demuestra el libro de Springora es que quizá eso es cierto, pero de ninguna manera es un argumento. Como alguna vez lo dijo Nabokov, “más allá de la mirada maniaca de Humbert, no existen las ninfas”.
La gran contribución de Springora es exponer la devastación de una relación que quizá fue deseada. Le devuelve la responsabilidad al adulto con una oración sencilla: “No es mi atracción la que debió ser cuestionada, sino la suya”. Algo ha cambiado en el reino de la “jeune fille”.
Algunas semanas antes del lanzamiento del libro, la actriz Adèle Haenel impactó a la sociedad francesa con una entrevista definitoria con la revista en línea Mediapart, en la que describió el abuso que sufrió de los 12 a los 15 años por parte del director de 36 años Christophe Ruggia, quien pensaba que estaban “enamorados”.
Uno puede imaginarse lo sorprendido que debe sentirse el vanidoso Matzneff al darse cuenta de cómo lo recuerdan, de saber que las jovencitas no desaparecen cuando crecen. Maduran; se convierten en mujeres capaces de hablar en nombre de las chicas jóvenes que alguna vez fueron, que quedaron atrapadas en los sueños de alguien más.
(C) The New York Times.-
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