El gobierno chino ha llenado las ciudades y las aldeas de batallones de vecinos entrometidos, voluntarios uniformados y representantes del Partido Comunista para llevar a cabo una de las campañas de control social más grandes de la historia.
El objetivo es mantener a cientos de millones de personas apartadas de toda la gente, excepto de sus familiares más cercanos.
En China, se está combatiendo el brote del coronavirus con una movilización a nivel local que nos recuerda a las cruzadas masivas del expresidente comunista Mao Zedong, mismas que no se habían visto en China desde hace décadas y que, en esencia, están encargando la prevención de primera línea de la epidemia a una versión potenciada de vigilancia vecinal.
Los complejos habitacionales en algunas ciudades han emitido el equivalente a pases de papel escolares para controlar la frecuencia con la que los residentes salen de sus casas. Los edificios de departamentos les han prohibido la entrada a sus propios inquilinos si vienen de otra ciudad. En las estaciones de tren, se impide que las personas entren a las ciudades si no pueden probar que trabajan o viven ahí. En las zonas rurales, han bloqueado las aldeas con vehículos, tiendas de campaña y otras barreras improvisadas.
Pese al arsenal de herramientas de vigilancia de alta tecnología que posee China, el control lo aplican, principalmente, cientos de miles de trabajadores y voluntarios, quienes toman la temperatura de los residentes, registran sus movimientos, supervisan las cuarentenas y —lo más importante— mantienen alejadas a las personas que llegan de fuera y que quizás porten el virus.
Según un análisis que realizó The New York Times de los anuncios del gobierno en las provincias y las ciudades principales, en las áreas residenciales hay cuarentenas de diversos grados de rigor —desde puestos de control en la entrada de los edificios hasta restricciones severas para salir a exteriores— que contienen al menos a 760 millones de personas en China, o más de la mitad de la población del país. Muchas de estas personas viven lejos de la ciudad de Wuhan, donde se informó sobre el virus por primera vez y que el gobierno puso en cuarentena el mes pasado.
En todo el país, los vecindarios y las localidades han emitido sus propias reglas acerca de las entradas y salidas de los residentes, lo que significa que la cantidad total de personas afectadas puede ser incluso mayor. Las políticas varían mucho, lo cual deja a algunos lugares en una situación de parálisis virtual mientras que otros enfrentan pocas restricciones.
El líder supremo de China, Xi Jinping, ha convocado a una “guerra del pueblo” sin cuartel para controlar el brote. Pero las restricciones han impedido que los trabajadores regresen a las fábricas y a las empresas, lo que ha perjudicado a la fuerte economía china. Además, ya que los funcionarios locales ejercen una autoridad tan directa sobre el desplazamiento de las personas, no es de sorprender que algunos hayan llevado el cumplimiento a algunos extremos.
Hace poco, a Li Jing, profesora adjunta de Sociología de 40 años de edad en la Universidad de Zhejiang, en la ciudad oriental de Hangzhou, casi le prohibieron que llevara a su esposo a un hospital luego de que a este se le atorara una espina de pescado en la garganta durante la cena. ¿Cuál era la razón? En su vecindario solo se permite que una persona por familia salga de la casa cada tercer día.
Los trabajos de prevención en China están siendo encabezados por sus innumerables comités vecinales, los cuales por lo general sirven de intermediarios entre los residentes y las autoridades locales. Están respaldados por el sistema de “gestión de redes” del gobierno, el cual divide al país en pequeñas secciones y asigna a algunas personas la vigilancia de cada sección, lo que garantiza un control estricto sobre una población extensa.
La provincia de Zhejiang, en la costa sureste de China, tiene una población de casi 60 millones de personas y ha reclutado a 330.000 “trabajadores de la red”. La provincia de Hubei, cuya capital es Wuhan, ha desplegado a 170.000. La provincia de Cantón, al sur, ha convocado a 177.000; la provincia de Sichuan, al interior del país, tiene 308.000 y la megalópolis de Chongqing tiene 118.000.
Las autoridades también están combinando un cuantioso personal con la tecnología móvil para rastrear a la gente que tal vez haya estado expuesta al virus. Los proveedores de telefonía celular controlados por el Estado facilitan que los suscriptores envíen mensajes de texto a una línea de asistencia que genera una lista de las provincias que han visitado en fechas recientes.
La semana pasada, en una estación de trenes de alta velocidad en Yiwu, una ciudad al este, trabajadores con trajes de protección les exigieron a los pasajeros que, antes de poder salir, enviaran los mensajes de texto que desplegaran la información acerca de su ubicación.
Una aplicación desarrollada por una empresa de aparatos electrónicos para el Ejército controlada por el Estado sirve para que los ciudadanos chinos ingresen su nombre y su número de identificación nacional y sepan si es probable que hayan estado en contacto con algún portador del virus en un avión, tren o autobús.
Es demasiado pronto para saber si la estrategia de China ha controlado el brote. Como hay informes acerca de muchísimas infecciones nuevas todos los días, el gobierno tiene motivos justificados para reducir al mínimo el contacto entre personas y los viajes a nivel nacional. Pero los expertos afirmaron que en las epidemias, las medidas autoritarias pueden ser contraproducentes y provocar que las personas infectadas se oculten, lo que dificultaría más controlar el brote.
“La salud pública se basa en la confianza de la población”, señaló Alexandra Phelan, especialista en legislación médica internacional en la Universidad de Georgetown. “Estas cuarentenas a nivel comunitario y el carácter arbitrario con el que se están imponiendo y vinculando con la policía y otros funcionarios prácticamente las está convirtiendo en medidas punitivas: una estrategia coercitiva más que de salud pública”.
En Zhejiang, una de las provincias más desarrolladas de China y sede de Alibaba y otras empresas de tecnología, la gente ha escrito en las redes sociales que le han negado la entrada a sus propios departamentos en Hangzhou, la capital de esta provincia. Afirmaban que al regresar a la ciudad, les decían que si no mostraban documentos de sus arrendadores o empleadores, se quedarían en la calle.
Las cuarentenas no son necesariamente opresoras. A muchas personas en China les ha gustado quedarse encerradas, pedir provisiones por internet y, si pueden hacerlo, trabajar desde casa. Algunos funcionarios vecinales les dan un trato humano.
Bob Huang, un estadounidense nacido en China que vive en Zhejiang, al norte, comentó que los voluntarios de su complejo habitacional habían ayudado a perseguir a un hombre que se quedó afuera toda la noche para beber, en desacato a las reglas relacionadas con la frecuencia con la que la gente puede salir. Sin embargo, también le entregaron comida de McDonald’s a una familia en cuarentena.
Huang, de 50 años, ha podido burlar las restricciones al usar un pase especial del administrador de la propiedad, y ha estado yendo en su auto a entregar cubrebocas a sus amigos. En algunos complejos de edificios, no le permiten entrar. En otros, le toman sus datos.
En una aldea cercana optaron por un método menos ortodoxo.
“Siempre comienzan a hacer preguntas en el dialecto local, y si puedes contestar en ese dialecto, te dejan pasar”, comentó Huang. Como él no hablaba ese dialecto, tuvo que esperar, pero los pobladores fueron amables. Le dieron una silla plegable, le ofrecieron un cigarrillo y no le pidieron su identificación.
En algunas partes de China, se han aplicado otras políticas, a menudo estrictas, para frenar la epidemia.
En Hangzhou, han prohibido que las farmacias vendan analgésicos para obligar a las personas con síntomas a acudir a los hospitales para recibir tratamiento. En la ciudad oriental de Nankín, se solicita que todas las personas que aborden un taxi muestren su identificación y dejen sus datos de contacto. En la provincia de Yunnan, quieren que todos los lugares públicos tengan códigos QR que la gente debe escanear con su teléfono celular cada vez que entra o sale.
En muchos lugares han prohibido que se reúnan grupos grandes de personas. Este mes, la policía de la provincia de Hunan destrozó una sala donde se jugaba mahjong, pues encontraron a más de 20 personas jugando en el espacio.
Puesto que, en gran medida, son los gobiernos locales los que deciden esas políticas de manera individual, China se ha convertido en un extenso entramado de feudos.
“Puede ser bastante caótico”, señaló Zhou Xun, historiadora de la China moderna en la Universidad de Essex, Inglaterra. “Un plan que en papel es perfecto, con frecuencia se convierte en soluciones improvisadas a nivel local”.
Parece que los funcionarios reconocen que algunas autoridades locales han ido demasiado lejos. Este mes, Chen Guangsheng, subsecretario general del gobierno de la provincia de Zhejiang, calificó de “inadecuado” el hecho de que en algunos lugares hayan empleado “prácticas burdas y rudimentarias”, como no dejar salir a las personas de su casa para cumplir con las cuarentenas.
El sábado, los funcionarios del país exhortaron a los pueblos y a las aldeas a quitar las barricadas innecesarias y garantizar el traslado fluido de alimentos y suministros.
De todas maneras, a muchas personas en China les preocupa que se relaje el control del virus demasiado pronto.
A Zhang Shu, de 27 años, le inquieta que sus padres y vecinos se estén volviendo displicentes con respecto al virus, aun cuando trabajadores pasan en vehículos con altavoces alrededor de su aldea, cerca de Wenzhou, diciéndole a la gente que permanezca en casa.
“Las personas comunes y corrientes poco a poco están empezando a sentir que la situación ya no es tan terrible”, dijo. “Ya quieren moverse”.
En una estación de trenes de alta velocidad, trabajadores y voluntarios interrogan a los pasajeros y revisan sus teléfonos (no les permitían entrar a quienes no tuvieran un domicilio permanente en la ciudad), en Yiwu, China, en febrero de 2020.
Copyright: 2019 New York Times News Service
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