Tras bajar del avión en Puerto Escondido, en la costa del Pacífico en Oaxaca, llené mis pulmones del aire denso y tropical. Después de pasar tres días en las alturas de la capital de México, inhalar el olor penetrante del mar y la vegetación húmeda fue como resucitar. Me subí a un taxi “autorizado” y me dirigí hacia el noroeste desde el aeropuerto, pasando por cultivos de papaya y colinas bajas llenas de rocas. El paisaje era verde brillante y amarillo pálido con toques de buganvilias fucsias y lantanas del color del fuego, mientras que en California, donde vivo, esa planta ornamental se encuentra en macetas, aquí crece hasta alcanzar el tamaño de un manzano.
Hubo retrasos: un joven a caballo que forcejeaba con un buey blanco y un grupo de trabajadores de carreteras que, con machetes, libraban una guerra sin fin contra la jungla invasora. Finalmente, salimos de la autopista y entramos a una estrecha carretera de terracería flanqueada por una cerca de ramas y alambre de púas, además del pasto alto que rodeaba las ventanas, como si hubiéramos entrado a un autolavado polvoriento. Con cada vehículo que pasaba en dirección contraria, el taxista jugaba el juego de la gallina más lento del mundo.
Mi plan era pasar los próximos cinco días paseando de una playa a otra a lo largo de la Costa Chica, que se extiende desde el estado vecino de Guerrero hasta aproximadamente la mitad de la costa oaxaqueña. Mi familia ha visitado la Costa Chica, que es famosa por su surf extremo, desde antes de mi nacimiento. A menudo me he preguntado si las olas asesinas que en un principio atrajeron a mi papá y a mis tíos —pero que vuelven el agua demasiado traicionera como para visitar la playa de manera casual— han salvado a esta zona del desarrollo desenfrenado al estilo de Cancún, que ha sido el destino de muchos de los parajes costeros más hermosos de México.En cambio, la Costa Chica se ha desarrollado de manera lenta y orgánica a lo largo de las décadas. Su economía, basada desde hace mucho en la agricultura y la pesca de subsistencia, ahora incluye una modesta industria turística. Es relativamente difícil llegar a esta zona (no hay vuelos internacionales directos), pero eso —como todas las peculiaridades del área— termina siendo una fortaleza en vez de una debilidad. Los fuereños que terminan en este tramo de la costa del Pacífico están aquí por un motivo. Más allá de sus ciudades bohemias de surf, la cultura en evolución de la costa incluye arte y arquitectura de clase mundial en Casa Wabi, un espacio de artistas modernistas y un recinto de exposiciones diseñado por el arquitecto ganador del premio Pritzker Tadao Ando, entre otros; una comunidad gay pequeña pero notable en la ciudad de Zipolite; y los seguidores del New Age y los yoguis de Mazunte.
Llegando a Casa Tiny
Para cuando pasamos por Casa Wabi, fundada por Bosco Sodi, uno de los artistas contemporáneos más celebrados de México, tenía mucha hambre. Entre Wabi y Hotel Escondido, el glamuroso hotel boutique de 325 dólares la noche que está al lado, supuse que habría algún lugar, cualquiera, donde comer cerca de ahí. Una choza de mariscos estilo palapa frente al mar, una simple tienda… algo. Al parecer estaba equivocada.
La carretera llegó a un punto arenoso sin salida y el conductor señaló un portón de madera integrado a un muro de bosque seco tropical. Ahí, pero no a la vista, se encontraba mi alojamiento de esa noche, una cabaña pequeña con la que había soñado despierta desde casi un año antes, cuando escribí un perfil sobre la arquitecta que la diseñó Aranza de Ariño, que vive en Ciudad de México. Fue el primer gran proyecto de Ariño (que en ese entonces acababa de graduarse); las fotografías de la estructura sencilla, que está disponible en Airbnb, se habían quedado grabadas en mi mente.
Solo éramos yo y la cabaña inspirada en Henry David Thoreau (había libros de “Walden” en varios idiomas en una repisa). Admiré el contraste de texturas creado por el concreto liso y los pisos empedrados, la canasta de productos indispensables rústicos (incienso repelente, una bocina portátil, una baraja de cartas, velas y cerillos), los utensilios voluminosos de barro y la estufa oxidada con dos hornillas. Una mesa larga de concreto era el punto focal de la cabaña; sobre ella había un tazón decorativo de manzanas, pepinos, naranjas verdes y algunos plátanos moteados. Abrí el frigobar. Estaba vacío. Eso confirmó mi temor: tendría que comer fruta durante las siguientes 24 horas.
Casa Tiny era tan minimalista como lo prometía, un escape mágico de las cosas (servicio de celular, internet, distracciones) que, de pronto, me alarmó no tener.
La parte más calurosa del día se acercaba, un mal momento para dar un paseo. Pero tenía hambre y necesitaba saber en qué me había metido. Tomé un atajo al océano por un sendero deteriorado a través de un campo de cactus. La playa era larga y silvestre. En un extremo había un muro de roca esculpida como si fuera un monumento de la naturaleza en honor a sí misma; del otro, la arena parecía extenderse hasta el horizonte. Ardiente, se metía a mis sandalias y me castigaba los pies.
Finalmente, llegué a Hotel Escondido, sudorosa, sedienta y abrumada por el frenesí a mi alrededor. El hotel, que había sido reservado para una boda, estaba cerrado al público. Me dijeron que el evento sería uno de los “más grandes que han tenido”. Sin embargo, reconociendo que estaba en aprietos, el gerente del hotel me invitó a pasar. Encontré un espacio fresco debajo de un ventilador, ordené una piña colada y algo de comida para llevar.
Mientras preparaban mi ceviche de marlín con guacamole y chapulines, salí a echar mi primer vistazo a Casa Wabi, al lado de ahí. Me había perdido de la única apertura al público del día. Pero con un guiño, el personal de Hotel Escondido me animó a ir de cualquier manera.
En un hueco de la cerca del complejo, entré tímidamente. Después de haber leído sobre el diseño de Wabi, esperaba encontrarme con un museo, una galería, una institución vistosa. Pero, en cambio, me encontré con un taller de cerámica al aire libre rodeado de follaje denso, mesas de exterior, proyectos a medio terminar y un horno grande. Pasé por un laberinto de zarzas talladas con senderos sinuosos de mi tamaño. Por aquí y por allá, se elevaban estructuras por encima del mar de maleza: una elegante torre de ladrillo a medio construir, un pabellón abstracto de barro, y un edificio rectangular negro y largo que parecía un museo modernista. Sin embargo, cuando me acerqué, noté los estantes que iban del piso al techo y las aves blancas. Era un gallinero. En ese momento entendí que esa era Casa Wabi. Todo eso. No era una sola estructura, sino una idea de cómo puede y debe funcionar el arte en el mundo.
Siguiente parada: ciudad de surf
Aunque el enclave de Casa Wabi es una mezcla sorprendente de cualidades cosmopolitas y casuales, mi siguiente parada, Brisas de Zicatela, es una ciudad de surf bohemia y agitada. Después de un viaje de 40 minutos, me dejaron en La Punta —como le dicen los lugareños a esta zona, justo al sur de Puerto Escondido—, donde está el Hostal Frutas y Verduras, un alojamiento para mochileros pintado con colores brillantes donde había reservado una habitación modesta con un baño compartido por 500 pesos (alrededor de 27 dólares) la noche.
Después de mi tiempo a solas en Casa Tiny, el entorno de La Punta fue un choque cultural. Una multitud internacional de personas hermosas usaban el uniforme no oficial de la playa: las mujeres llevaban pantaloncillos de mezclilla ultracortos y rastas rubias, y los jóvenes musculosos de pies descalzos tenían chongos y los brazos llenos de tatuajes.
Todos parecían estar acompañados —de un amigo, un amante o un futuro amante— y la música retumbaba de manera constante, como si hubiera llegado a una fiesta sin fin. Anhelé estar de regreso en Casa Tiny.
A lo largo de los siguientes dos días, descansé bajo una sombrilla de palma en la playa fiestera mientras veía a la gente. Bebí un coctel de mezcal en un bar playero, sentada en columpios en lugar de bancos, donde mis pies tocaban la arena,. Comí en un restaurante con techo de palapa a cargo de una encantadora pareja de argentinos, mientras los veía cargar bebés, y beber vino y mate al socializar con amigos. Vi a los practicantes de surf sin tabla, que eran arrastrados por las olas que rompían en la orilla, pero no me atreví a hacerlo yo. No ahí. En cambio, caminaba y observaba, y después caminaba y observaba un poco más.
A pesar de mi aversión a los recorridos turísticos, me inscribía un viaje vespertino a la laguna bioluminiscente de Manialtepec. Por 350 pesos (alrededor de 17 dólares), junto con cinco viajeros más, me llevaron en auto a la laguna, donde nos presentaron a nuestro capitán y a su tripulación, un padre y su hijo, en edad de ir a la primaria. Empujaron la pequeña panga a través de una maraña de sogas enredadas para llevarla al muelle estrecho. El agua era cristalina, y el aire, casi a las ocho de la noche, era cálido e inmóvil. Me sentía relajada por el mezcal que tomé después de la cena y por la emoción de una aventura sin complicaciones.
Me habían advertido que la Luna, a un día de estar llena, podía eliminar la bioluminiscencia. Sin embargo, cuando el capitán nos dijo que metiéramos las manos al agua a un costado del bote, se pintaron estelas luminosas en medio del agua cálida, negra y quieta mientras miles de pequeños organismos acuáticos se defendían con luz. Cuando nos detuvimos, me quité el vestido y me zambullí. Con el movimiento de mis brazos y mis piernas, el agua se tornaba azul y gris conforme cobraba vida.
En Zipolite: ‘Bienvenidos a los que se portan mal’
Al día siguiente, compartí un taxi con unos mochileros alemanes que se bajaron en la pequeña ciudad jipi de Mazunte antes de dejarme continuar a Casa Sol Zipolite, un hotel boutique de los fundadores de Red Tree House, en Ciudad de México, uno de mis lugares favoritos durante la época en la que no tenía hijos. Durante años había sido fanática de la pareja responsable del hotel, Craig y Jorge, así que, cuando ellos compraron un excomplejo nudista en este tramo remoto de la costa oaxaqueña, sentí curiosidad.
Zipolite se conoce por su playa abiertamente nudista, una de las pocas en México, y la semana en que llegué fue un momento particularmente entretenido para una primera visita. Una convención de parejas “swinger” —la mayoría estadounidenses mayores— había llegado al pequeño pueblo. El hotel de al lado tenía un letrero al frente que decía: “Bienvenidos a los que se portan mal”, una frase que se convirtió en una broma recurrente entre los chicos de Casa Sol.
Todas las noches, Ernesto, la mano derecha de Craig y Jorge, y el alma de Casa Sol, organiza una hora feliz para los invitados, quienes se reúnen para disfrutar de las margaritas y la conversación. Durante mi estancia, el lugar —que a menudo está reservado desde un año antes— estaba extraordinariamente silencioso. Solo estábamos yo y dos parejas. Después de unos tragos, me uní a una de ellas, Renée y Matt, de Vancouver. Ellos, que tenían más o menos mi edad, se ofrecieron a orientarme desde la elevación oscura de la ladera donde se encontraba Casa Sol.
Hice lo que me aconsejó Ernesto y me subí a un taxi que me llevó hasta La Pizzería en Mazunte. La zona alrededor de Zipolite está llena de restaurantes italianos, así que, con la filosofía de “si no puedes contra ellos, úneteles”, encontré una mesa disponible al exterior al lado de un horno de pizza ardiente y debajo de una serie de luces. El sitio parecía estar a cargo casi en su totalidad por menores de edad, incluyendo a una adolescente al frente de la cocina, quien amasaba la masa con una botella vacía de cerveza Corona y horneaba pizzas hermosamente doradas al estilo Napolitano. Un chico que no parecía tener más de 14 años era el único mesero de la pizzería y atendía las mesas como un profesional experimentado.
En la mesa larga de al lado, había un grupo que, según imaginé, era de estudiantes extranjeros de intercambio que estaban de vacaciones. Entablé una conversación con una joven londinense. Estaba ahí para solucionar un trauma, dijo. Seguramente era huésped de uno de los varios centros espirituales y de sanación en la zona. Mencionó que habría una “tocada” en un bar a la vuelta de la esquina, y me invitó a ir. Yo ya había bebido suficiente vino como para aceptar.
©2020 The New York Times Company