MADRID — Digamos que en el año 2010 yo había cumplido la primera parte de la mítica frase de Simone de Beauvoir, “el feminismo es una forma de vivir individualmente”, pero me faltaba mucho para hacer realidad la segunda: “y de luchar colectivamente”.
En la década del Ni Una Menos y el Me Too, el silencio se volvió cosa del pasado. Los recordaremos como los años en que se crearon por fin una serie de nuevos sentidos comunes: a las mujeres no se les acosa, no se les viola, no se les pega, no se les mata por ser mujeres, tampoco se legisla sobre sus cuerpos. Fue la década en que entre empujones pudimos hacernos escuchar. Gracias al trabajo de las que nos precedieron, en estos últimos diez años el feminismo se hizo hegemónico: hoy es revolución pero también fenómeno de masas. De las plazas llenas a los gabinetes nacionales con más ministras mujeres que hombres; del boom de las series protagonizadas por mujeres en Netflix al giro feminista de Star Wars, el feminismo es a la vez mainstream y agenda política ineludible.
Aún hay mucho por hacer, pero lo que alcanzamos estos diez años no es poco. ¿Cuándo nos volvimos feministas? Para muchas personas esta década fue decisiva. Yo no me nombraba como feminista en 2010, pero sí sabía muy bien lo que era el machismo. Había comido mucho polvo, ninguneo, precarización y buscaba sublevarme. En 2009 publiqué en mi blog una antología de los “mejores” insultos sexistas y racistas que me habían dedicado mis trolls peruanos. Los había desafiado. Ya había salido del clóset como bisexual. Era la que más dinero ganaba en casa, había matado al ángel del hogar que había en mí y mi marido se encargaba de las tareas domésticas. Tenía publicados dos libros y una columna de opinión donde dejaba claro que me sobraban agallas. Solía ser la única mujer en los eventos a los que iba invitada y lo achacaba a la meritocracia. La década anterior la había pasado explotada y autoexplotándome para alcanzar ese horizonte de posibilidades, pero entonces algo empezó a resquebrajarse.
Pudo ser cuando oí por primera vez de la Marcha de las Putas, en 2011, después de que ese policía canadiense dijera que cómo no nos van a violar si nos vestimos como putas y en América Latina decenas de mujeres salieran como putas a la calle para condenar la violencia sexual y a la vez reivindicar su deseo y su derecho a vestirse como quisieran.
O pudo ser un poco más tarde, durante la protesta contra la reforma de la ley del aborto en España, el país en el que vivo hace quince años. El derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo se reconoció en 2010, pero tres años después el partido de gobierno amenazaba con volver a penalizarlo.
En esos días yo solo podía pensar en el aborto que me hice cuando era casi una adolescente en ese consultorio clandestino en Perú —donde aún está penado con dos años de cárcel salvo que corra peligro la vida de la madre—, el médico me pedía que no gritara porque si me oían podíamos irnos presos los dos. Y no sabía qué me daba más miedo y dolor, si el aborto o la ley. Yo había nacido en un país en el que en los últimos cinco años la mortalidad materna alcanzó las 2000 mujeres muertas, la mayoría por abortos inseguros. Y en España las mujeres podían volver a esa situación. Pensé en mi hije, quien crecería en ese país. El 8 de marzo de 2014 en Madrid salí a marchar junto a miles de personas: llenamos la Gran Vía y la presión fue tal que el gobierno tuvo que dar marcha atrás.
Se me hizo entonces evidente la potencia transformadora de los movimientos ciudadanos y su poder para atajar los procesos reaccionarios. Descubrí la energía emocionante, popular, que me contagiaba la lucha de las mujeres y disidencias. Era lo más cerca que había estado de creer que si estábamos juntas podíamos cambiarlo todo.
Ese mismo día me enamoré perdidamente de una joven feminista que es ahora una de mis parejas. Le dije a la gente que quería que imaginaran que me había ido a una especie de guerra: me metí en asambleas, perseguí referentes, escribí sin parar sobre las violencias que nos atravesaban, denuncié, señalé, me hice odiosa. Cuando al año siguiente estalló el Ni Una Menos en América Latina, las huellas de la violencia machista vivida en todas sus formas volvieron y supimos que al nombrar el daño nos acercábamos más a la reparación.
La lucha de las madres de desaparecidos en las dictaduras del Cono Sur en los años setenta y ochenta; las campañas que denunciaban los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez fueron inspiración para tomar las plazas. Empezaron las argentinas en 2015, siguieron las mexicanas y durante 2016 el grito se expandió por todo el continente. Clamor, declaración de intenciones y plegaria, Ni Una Menos significó el comienzo del fin del silencio y la impunidad de la violencia contra nosotras. Los medios por primera vez dedicaron sus portadas a esa lacra. Llevamos a las marchas a nuestras hijas e hijos con carteles en los que pedíamos para elles un mundo nuevo. Era la mitad de la década y para entonces ya me sentía una feminista radical.
Además de luchar colectivamente, despertar al feminismo también significaba comprender cómo había funcionado la opresión sobre las mujeres. Y para eso había que empezar visibilizando la violencia sexual que habíamos callado.
Cuando surgió, en 2017, se dijo que el #MeToo era un asunto de estrellas de Hollywood. Aunque ayudaran a amplificarlo, no fue solo eso. El hito fue el relato. Miles de mujeres —de todas partes— comenzamos a cuestionar la masculinidad hegemónica que había normalizado el acoso y el abuso. El movimiento señalaba sobre todo a los hombres en el poder. Mientras ellas analizaban sus biografías, les pedían a los hombres hacer lo mismo. La respuesta fue en muchos casos de aceptación y cambio, pero, en otros, de negación e incapacidad de aceptar su propia violencia. El cambio cultural, sin embargo, ya estaba en marcha.
La lucha frontal por la despenalización del aborto empujado por la Marea Verde también ha marcado esta década con la imagen de miles de pibas reclamando en 2018 frente al congreso argentino el aborto legal, seguro y gratuito. La lucha por el derecho a decidir de las mujeres y a que se vea de una vez por todas la interrupción del embarazo como un tema de salud pública, se ha encontrado con la oposición cada vez más recalcitrante de los fundamentalistas religiosos, que han emprendido una nueva cruzada desde las instituciones en países como Bolivia, El Salvador o Brasil, para conseguir sus fines. Aunque el lobby conservador logró frenar por pocos votos la reforma en Argentina, en 2020 las chicas del pañuelo verde podrían estar muy cerca de conseguirlo.
El feminismo es ante todo una lucha de luchas. Por eso incluye también la critica anticapitalista, porque otra de las opresiones sufridas por las mujeres a lo largo de la historia ha sido la económica. Patriarcado y capitalismo tienen la misma raíz y siguen nutriéndose de la explotación de las mujeres, de su cuerpo, de su sexualidad, reproducción y de los cuidados gratuitos que realizan. Las últimas celebraciones del 8 de marzo han sido en esta década huelgas globales masivas para denunciar ese trabajo feminizado, invisible y no remunerado que sostiene la economía mundial —“si paramos se para el mundo”—, frente a lo cual el feminismo aspira a otro modelo económico que reconozca estos esfuerzos, ponga la vida en el centro y cuide a las que no pueden parar.
Entrar a la próxima década moviendo masas en todo el mundo supone escuchar lo que tienen que decir las diversidades LGTBAI+, que han estado desde el inicio en esta lucha común, condenar la transfobia y apostar por la inclusividad y el antirracismo.
Para responder las preguntas por lo que vendrá, hay que mirar así mismo a los feminismos de los márgenes, los no blancos, los no occidentales, los del sur global, indígenas y afrodescendientes, ecologistas, activos en la defensa de la tierra y del medioambiente para hacer realidad el soñado proyecto comunitario feminista. En ese bloque, el de la defensa inquebrantable de todas las y los parias de la tierra, quiero marchar la década que viene al lado de mi hije.
La gran marcha de estos últimos diez años culmina con el acompasado movimiento de “Un violador en tu camino”, la performance del colectivo chileno Lastesis, que va de menos a más, que empieza con treinta en una calle y se convierte en una danza de millones de mujeres en imperfecta sincronía por el mundo gritando que no solo eres tú, también es el sistema que viola, explota y mata; y la convicción, en tiempos violentos, de que, aunque lo dudáramos mil veces, la culpa no era de ninguna de nosotras.
Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí. Y es feminista.
*Copyright: 2020 The New York Times Company