Hace un siglo, nació el Medio Oriente moderno

Por Ted Widmer

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Trazadas con líneas rojas y azules, Francia y el Reino Unido se dividieron la región que hoy conocemos como Medio Oriente en el Acuerdo secreto Sykes-Picot de 1916.
Trazadas con líneas rojas y azules, Francia y el Reino Unido se dividieron la región que hoy conocemos como Medio Oriente en el Acuerdo secreto Sykes-Picot de 1916.

A finales de 1919, la gente en todo el mundo celebraba las festividades, agradecida por el restablecimiento de la paz en la tierra tras las convulsiones de la Gran Guerra. “La paz en la tierra” era un concepto relativo porque los enfrentamientos en Rusia no habían terminado. Sin embargo, en su mayoría, los soldados habían regresado a casa, y sus familias esperaban con entusiasmo el comienzo de una nueva década, libre de conflictos.

En París, se formaban filas kilométricas afuera de los restaurantes, pues los franceses celebraban las fiestas con euforia gastronómica. En Berlín, Viena y Budapest el espíritu navideño no era tan efusivo, debido a la escasez de alimentos y la inflación, pero la gente abarrotaba las cafeterías y se esforzaba por revivir las antiguas tradiciones decembrinas. En Washington, no había nieve, pero Woodrow Wilson emitió una ráfaga de declaraciones, entre ellas una en la víspera de Navidad con la que cesó el control federal sobre las vías ferroviarias, una medida que se había impuesto en tiempos de guerra y ya no era necesaria.

Sin embargo, pese a la alegría de las fiestas, se sentía una inquietud general a medida que se acercaba el fin del año 1919, sin la certidumbre que muchos esperaban que fuera parte del desenlace de la guerra. Un tratado muy elaborado se firmó en Versalles el 28 de junio, lo cual puso fin a las hostilidades entre las potencias principales, pero creó una horda de nuevos problemas. Los alemanes se pusieron furiosos cuando se dieron cuenta de la magnitud de las reparaciones que se les habían impuesto. Actores políticos nuevos y peligrosos no tardaron en aprovecharse del deseo de la sociedad por encontrar chivos expiatorios conforme el clima político se tornaba más sombrío.

Durante esta temporada navideña, los pensamientos de Wilson seguramente eran contradictorios. Como hijo de un pastor presbiteriano del sur, tenía muchos motivos para regocijarse ante la llegada de la Navidad, incluido el hecho de que a veces lo comparaban con Jesús por sus sermones sobre la nueva era venidera. De joven escribió un ensayo sobre “el Ejército de Cristo”, y quizá llegó a sentir que estaba al mando de esa organización, con todos sus planes para mejorar a la humanidad. No obstante, a medida que avanzaba el año, las comparaciones con Jesús empezaron a volverse sarcásticas, pues el perfeccionismo de Wilson irritaba a sus aliados.

Un año antes, Wilson había recorrido el mundo a zancadas como un gigante. Estaba en París en la víspera de Navidad de 1918, disfrutando de la última noche de su primera visita a Francia, donde se le dio una bienvenida tumultuosa como la personificación de las esperanzas del pueblo. Un año más tarde, su imagen se había depreciado de manera considerable a causa del tratado deficiente, la negativa del Senado de aprobar la Sociedad de las Naciones y la embolia que lo incapacitó en octubre, mientras defendía su iniciativa ante el pueblo estadounidense.

Jamás perdió su religiosidad, y quizá fue por eso que se sintió reconfortado con la llegada de otra Navidad. Sin embargo, el año le había pasado una grave factura. Dijo: “Si no fuera cristiano, creo que me volvería loco, pero mi fe en Dios me ayuda a creer que él está elaborando sus propios planes más allá de las perversidades y los errores humanos”.

Se reveló la abundancia de esos errores conforme los líderes mundiales reflexionaban sobre las oportunidades desaprovechadas durante la gran reorganización de 1919. Tres enormes imperios —el ruso, el alemán y el austrohúngaro— habían visto su final en los últimos dos años, lo que arrasó con siglos de privilegios dinásticos, pero dejó un enorme vacío a su paso.

Por otro lado, estaba el Imperio otomano, tambaleante tras una serie de catástrofes, pero de pie. Desde sus palacios en Constantinopla, los sultanes alguna vez dominaron grandes franjas de tierras que se extendían en todas direcciones desde Asia Menor. En tierras aún más lejanas, disponían de la lealtad de cientos de millones de musulmanes de todo el mundo como los califas del islam.

Sin embargo, en años recientes, los sultanes estaban teniendo dificultades para controlar a sus propios administradores. Los otomanos habían respaldado al bando perdedor de la guerra, y después aterrorizaron al mundo con una campaña genocida en contra del pueblo armenio. También estaban perdiendo credibilidad de otras maneras. En los años que transcurrieron antes de la guerra, las potencias europeas engulleron más de un millón de kilómetros cuadrados de territorio otrora otomano. Después, durante la guerra, una rebelión árabe, avivada por los británicos, les quitó gran parte de lo que ahora llamamos Medio Oriente.

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Poco antes de Navidad, los ingleses y los franceses negociaban el futuro de lo que restaba del territorio. A principios de ese año, habían asentido obedientemente mientras Wilson explicaba su idea de una nueva diplomacia que respetaría a todos los países pequeños y afirmaría el derecho de todos los pueblos a algo llamado “autodeterminación”. Habría menos colonias, aunque se permitiría la existencia de algunos “mandatos”, en los que las potencias occidentales actuarían como guardianes benevolentes para los pueblos que “no estuvieran listos” para la autodeterminación. La palabra sonaba tan idealista que Wilson incluso consideró instaurar un mandato estadounidense en Armenia, los Dardanelos y el Bósforo.

No obstante, su visión idealista sufrió varios reveses. Uno sucedió el 20 de marzo de 1919, cuando Wilson se enteró de que sus aliados franceses e ingleses habían acordado en secreto repartirse el imperio otomano en cuanto terminara la guerra, y que seguían conspirando en conjunto y uno en contra del otro. Eso era muy parecido a la antigua diplomacia. En un convenio de 1916, el Acuerdo Sykes-Picot, o Acuerdo de Asia Menor, prometieron que cada bando obtendría la parte de la región que deseara, sin tomar en cuenta en absoluto el derecho a la autodeterminación de la zona que se dividirían.

Para los británicos, la parte deseada era Palestina y una región que llamaban “Mesopotamia”, que incluía las provincias otomanas de Bagdad, Mosul y Basora. Para los franceses, era una tajada generosa del este del Mediterráneo, alrededor de la ciudad de Beirut, y un tramo interno que se extendía hasta Damasco, Alepo y más allá.

Ninguna de estas zonas era un país natural. Los otomanos consideraban a Mosul como una región distinta de Bagdad, pero los británicos codiciaban el petróleo que había empezado a surgir a chorros de la tierra. A la postre, este conjunto enrevesado de provincias recibió un nuevo nombre, Irak, cuando los británicos lograron que uno de sus aliados árabes ocupara el trono del territorio. En árabe, esa palabra significa “enraizado”, pero el nuevo país distaba mucho de estarlo. Los franceses no protestaron, a cambio de una parte del petróleo, así como de una garantía por parte de los británicos de que podrían llevar a cabo sus propios planes en Líbano y Siria.

Wilson respondió expresando piadosamente su creencia en “el consentimiento de los gobernados” y su esperanza de que los deseos de los nativos de los territorios fueran tomados en cuenta mientras las potencias europeas se preparaban para repartirse la región de Medio Oriente. También propuso que se creara una comisión con ese propósito, a fin de investigar con transparencia qué tipo de gobierno querían los lugareños.

Los británicos y los franceses de inmediato descartaron su anticuada idea, pero Wilson no quitó el dedo del renglón y designó a dos comisionados, Henry Churchill King, el expresidente de Oberlin College, y Charles R. Crane, descendiente de una familia que hizo una fortuna a partir de piezas de fontanería. De inmediato, pusieron manos a la obra y recorrieron la región; pasaron 42 días en los territorios que después se conocerían como Líbano, Israel, Cisjordania, Jordania y Siria. El 28 de agosto, entregaron un informe que confirmaba el presentimiento de Wilson de que nadie en la región quería que las potencias europeas llegaran a colonizarlos. Quizá esa haya sido la primera vez que alguien les preguntó a los árabes nativos qué querían.

Sin embargo, en el campo de acción, los eventos transcurrían con velocidad y la antigua diplomacia se rehusaba a morir. A lo largo de la primavera y el verano, los franceses y los británicos siguieron dividiéndose el Medio Oriente como si estuvieran de compras en un bazar de especias.

En su serie de propuestas, conocidas como los Catorce Puntos, Wilson intentó asegurarles a los pueblos de la región que tendrían la libertad de buscar un “desarrollo autónomo”. No obstante ese concepto era confuso debido a que los vencedores de la guerra les hacían promesas contrarias a los griegos, los italianos, los armenios, los cristianos libaneses, los árabes, los kurdos y a un grupo de sionistas que cada vez se expresaba más, la mayoría de Europa oriental. Mientras reclamaban sus pedazos del Imperio otomano, estas poblaciones dispares recordaban gran parte de la historia. Las cruzadas, Constantino y el Imperio romano, las guerras médicas de los griegos contra el Imperio persa, el Cautiverio de Babilonia; todo podría citarse en un instante para justificar un reclamo histórico de una parcela atractiva de tierra. Eso no sonaba a nueva diplomacia en absoluto.

Woodrow Wilson fue el presidente de Estados Unidos de 1913 a 1921.
Woodrow Wilson fue el presidente de Estados Unidos de 1913 a 1921.

Wilson pudo haber hecho más para combatir esta apropiación de tierras, pero tenía sus propios problemas. Tras su regreso a Estados Unidos, tuvo que aprender una dura lección sobre la autodeterminación cuando el Senado destrozó su visión en noviembre. En cierto modo, compartió su derrota con los pueblos de Medio Oriente, quienes aún buscaban a un defensor.

No obstante, en las tierras otomanas se empezó a formar una versión peculiar de autodeterminación, sin el permiso de Wilson ni de los líderes aliados ni de los mismos otomanos. Mientras el sultán Mehmed VI les concedía una petición tras otra a los Aliados, un soldado turco furioso empezó a tomar cartas en el asunto. Mustafá Kemal Pasha ya había demostrado una gran aptitud militar durante la guerra, en particular en la batalla de Galípoli, que ganaron los turcos.

En el transcurso de 1919, Kemal (que después sería conocido como Atatürk) viajó por toda Anatolia para organizar la resistencia turca en contra del desmembramiento de su país. Se volvió cada vez más evidente que estaba creando un nuevo país —Turquía— que ya no sería gobernado por los sultanes.

Los vencedores de la guerra también descubrieron, de otras maneras, que volver a dibujar las líneas en el mapa no era tan fácil como pensaban. En algunos lugares, como Palestina e Israel, ha perdurado un estado de violencia casi constante entre pueblos que desean ejercer su derecho de autodeterminación al mismo tiempo y en el mismo espacio. En otros lugares, también vemos hasta qué grado seguimos viviendo con las decisiones tomadas durante las negociaciones de 1919. Rusia sigue furioso respecto de sus límites y sus vecinos, y se está acercando peligrosamente a las antiguas fronteras otomanas. Ciertos confines de Medio Oriente parecen estar cambiando de nuevo, más recientemente, la frontera sur de Turquía. Los “califas” autodesignados todavía aparecen y desaparecen, lo cual sugiere que aún hay un vacío de liderazgo desde que el último sultán ocupó ese cargo. En retrospectiva, los nuevos mapas de 1919 fueron una especie de palimpsesto.

A pesar de todo aquello, hace un siglo, mientras caía la noche en la víspera de Navidad, la tranquilidad reinaba al menos en un lugar. Belén era un pueblo pequeño ubicado en la que solía ser la provincia otomana de Palestina, pero su futuro era incierto puesto que se acercaban los ejércitos de distintas potencias y los cartógrafos seguían rediseñando los mapas en París. Aun así, había sobrevivido durante mucho tiempo mostrando el nivel adecuado de respeto a la antigua diplomacia, incluso mientras se aproximaba la nueva. El capítulo dos del Evangelio según San Lucas dice que Jesús nació ahí debido a un censo ordenado por el Imperio romano que exigía a los jefes de familia que regresaran a sus aldeas natales. Como administradores diligentes, los romanos creían que “todo el mundo debía estar registrado”. Tal como lo descubrió Woodrow Wilson, eso es más difícil de lo que parece.

©2019 The New York Times Company

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