Nuestra misión en The New York Times es buscar la verdad y ayudar a la gente a entender el mundo. Esto adopta muchas formas, desde las investigaciones acerca de abuso sexual que ayudaron a iniciar el movimiento internacional #YoTambién hasta reportajes de expertos que revelan cómo la tecnología está transformando todas las facetas de la vida moderna, además de comentarios relevantes y contundentes sobre la cultura, como cuando afirmamos que “el Aperol spritz no es una buena bebida”.
Sin embargo, en un momento en el que el aumento del nacionalismo está provocando que la gente solo se enfoque en su propio país, uno de los trabajos más importantes de The Times es destacar lo que hay allá afuera.
The Times tiene el privilegio de ser una de las pocas organizaciones noticiosas que cuenta con los recursos para dar cobertura a todas las complejidades del mundo. Eso implica la responsabilidad de ir hasta donde se encuentran las historias, sin importar el peligro ni las dificultades.
Todos los años, enviamos a nuestros reporteros a más de 160 países. Estamos en Irak y Afganistán, dando cobertura a la violencia y la inestabilidad provocadas por décadas de guerra. Estamos en Venezuela y Yemen, escribiendo reportajes sobre cómo la corrupción y los conflictos han provocado hambrunas masivas. Estamos en Birmania y en China, evadiendo los controles del gobierno para investigar la persecución sistemática de los rohinyás y los uigures.
Estas misiones conllevan riesgos importantes. En años recientes, mis colegas han sufrido lesiones provocadas por minas terrestres, autos bomba y accidentes en helicóptero. Los han golpeado pandillas, los han secuestrado terroristas y los han encarcelado gobiernos represores. Cuando los militantes atacaron el centro comercial de Nairobi, se podía distinguir a nuestro periodista entre la multitud porque era el único que corría hacia donde estaban disparando.
Después de haber dado cobertura a conflictos desde la guerra de Secesión, hemos aprendido mediante la experiencia cómo apoyar y proteger a nuestros periodistas en el campo de batalla. Todos los años, el presupuesto de la sala de redacción incluye financiamiento para chalecos antibalas, trajes de protección química y autos blindados. Establecemos planes detallados de seguridad para las misiones de alto riesgo, y nuestros periodistas se preparan de manera obsesiva.
C.J. Chivers, un exsoldado de la infantería de marina de Estados Unidos que pasó años en The Times como corresponsal de guerra, se entrenó para poder cargar a su fotógrafo con el fin de llevarlo hasta un lugar seguro en caso de que le dispararan o recibiera impactos de fragmentos de bomba.
A los que dirigimos The Times nos resulta difícil no preocuparnos, pues sabemos que hay colegas nuestros en lugares donde se libran guerras, se propagan enfermedades y se deteriora la situación. Pero desde hace mucho nos ha reconfortado saber que, además de toda nuestra preparación y nuestras propias salvaguardas, siempre ha habido otra red esencial de seguridad: el gobierno de Estados Unidos, el mayor defensor de la libertad de prensa en el mundo.
Sin embargo, a lo largo de los últimos años, algo ha cambiado drásticamente. En todo el mundo, se está realizando una campaña incansable contra los periodistas debido al papel fundamental que desempeñan para asegurar que existan sociedades libres e informadas. Para evitar que los periodistas expongan verdades incómodas y provoquen que las personas poderosas rindan cuentas, cada vez más gobiernos han llevado a cabo esfuerzos explícitos, y a veces violentos, con el fin de desacreditar su trabajo y silenciarlos mediante intimidaciones.
Es un ataque internacional contra los periodistas y el periodismo. Sin embargo, lo más importante es que también se trata de un ataque contra el derecho de la gente a saber, contra los valores democráticos esenciales, contra el concepto de la verdad. Quizá lo más inquietante es que las semillas de esta campaña se plantaron aquí mismo, en un país que desde hace mucho se ha enorgullecido de ser el defensor más tenaz de la libertad de expresión y de prensa.
Comencemos afirmando lo evidente: los medios no son perfectos. Cometemos errores. Tenemos puntos ciegos. A veces enloquecemos a la gente.
Sin embargo, la prensa libre es parte fundamental de una democracia sana y se podría argumentar que es la herramienta más importante que tenemos como ciudadanos. Empodera a la sociedad proporcionando la información necesaria para elegir a sus líderes y vigilándolos continuamente para que sean honestos. Atestigua nuestros momentos trágicos y triunfales, y proporciona la base compartida de hechos comunes e información que une a las comunidades. Les da voz a las personas que están en desventaja y va incansablemente tras la verdad para exponer los actos indebidos e impulsar el cambio.
También se encuentra bajo una gran presión creciente. Durante las dos décadas transcurridas desde que comencé a trabajar en The Providence Journal, escribiendo sobre la vida cotidiana en la pequeña ciudad de Narragansett, la prensa ha enfrentado una serie de desafíos existenciales en cadena.
Colapsó el modelo de negocios basado en anuncios publicitarios que sostenía al periodismo, lo cual provocó la pérdida de más de la mitad de los empleos de periodismo del país. Google y Facebook se convirtieron en los distribuidores de noticias e información más poderosos en la historia de la humanidad y, mientras tanto, desataron accidentalmente una ráfaga histórica de desinformación. Además, un torrente en aumento de iniciativas legales —desde el enjuiciamiento de informantes hasta las demandas por difamación— se propone debilitar salvaguardas que desde hace mucho han protegido a los periodistas y sus fuentes.
En todo el mundo, la amenaza que enfrentan los periodistas es mucho más visceral. Para los periodistas, el año pasado fue el más peligroso que se ha registrado, ya que decenas fueron asesinados, cientos encarcelados y miles acosados y amenazados. Entre ellos estuvieron Jamal Khashoggi, quien fue asesinado y desmembrado por asesinos sauditas, y Maksim Borodin, un periodista ruso que murió después de caer del balcón de su apartamento tras revelar los operativos encubiertos del Kremlin en Siria.
Este arduo trabajo periodístico ha conllevado riesgos desde hace tiempo, sobre todo en países que no cuentan con salvaguardas democráticas. Sin embargo, lo que es distinto hoy en día son las represiones brutales que se aceptan con pasividad y quizá incluso son fomentadas de manera tácita por el presidente de Estados Unidos.
Los líderes de este país han entendido desde hace mucho que la prensa es una de las mejores exportaciones de Estados Unidos. Claro, se quejaban de nuestra cobertura y se enfurecían por los secretos que revelábamos. Pero aun si cambiaban las políticas internas y externas, seguía en vigor el compromiso básico con la protección de los periodistas y sus derechos.
Cuando cuatro de nuestros periodistas fueron golpeados y detenidos como rehenes por las fuerzas militares libias, el Departamento de Estado desempeñó un papel crítico para conseguir su liberación. Intervenciones como esta a menudo estuvieron acompañadas de un recordatorio contundente dirigido al gobierno ofensor de que Estados Unidos defiende a sus periodistas.
No obstante, el gobierno actual ha dejado de lado el papel histórico de nuestro país como defensor de la prensa libre. Ante esta nueva postura, otros países ahora atacan a los periodistas dada la sensación creciente de impunidad.
Este no solo es un problema para los reporteros, sino para todos, porque así es como los líderes autoritarios sepultan información esencial, ocultan la corrupción e incluso justifican el genocidio. Como lo advirtió alguna vez el senador John McCain: “Si observamos la historia, lo primero que hacen los dictadores es reprimir a la prensa”.
Para que se den una idea de cómo vivimos ese retroceso en nuestro trabajo diario, permítanme contarles una historia que jamás he relatado en público. Hace dos años, recibimos una llamada de un funcionario del gobierno de Estados Unidos que nos advirtió sobre el arresto inminente de un reportero de The New York Times que vive en Egipto llamado Declan Walsh. Aunque la noticia era alarmante, la llamada en realidad era bastante común. A lo largo de los años, hemos recibido un sinfín de alertas de diplomáticos, líderes militares y funcionarios de seguridad nacional estadounidenses.
Sin embargo, esa llamada dio un giro sorprendente y angustiante. Nos enteramos de que el funcionario estaba comunicando la situación sin que lo supiera el gobierno de Trump y sin su permiso. Según lo creía el funcionario, en vez de tratar de detener al gobierno egipcio o de auxiliar al reportero, el gobierno de Trump planeaba no hacer nada al respecto y dejar que se llevara a cabo el arresto. El funcionario temía que lo castigaran tan solo por habernos avisado sobre el asunto.
Puesto que no podíamos contar con nuestro propio gobierno para evitar el arresto o para que nos ayudara a liberar a Declan en caso de que lo encarcelaran, recurrimos a su país de origen, Irlanda, en busca de apoyo. En cuestión de una hora, diplomáticos irlandeses fueron a su casa y lo escoltaron de manera segura hasta el aeropuerto antes de que las fuerzas egipcias pudieran detenerlo.
No queremos imaginar qué habría pasado si ese valiente funcionario no hubiera arriesgado su carrera para avisarnos sobre esa amenaza.
Dieciocho meses después, David Kirkpatrick, otro de nuestros periodistas, llegó a Egipto y fue detenido y deportado, al parecer como represalia por haber revelado información que le resultaba vergonzosa al gobierno egipcio. Cuando nos manifestamos en contra de esta decisión, un funcionario de alto nivel de la Embajada de Estados Unidos en El Cairo expresó abiertamente la cosmovisión cínica detrás de la tolerancia del gobierno de Trump a ese tipo de represiones. “¿Qué esperaban que ocurriera?”, comentó. “Su reportaje afectó la imagen del gobierno”.
Desde que asumió el cargo, el presidente Trump ha publicado tuits sobre “noticias falsas” casi 600 veces. Sus blancos más frecuentes son organizaciones noticiosas independientes que están muy comprometidas con informar de manera justa y precisa. Para ser totalmente claros, se vale criticar a The Times y a las demás organizaciones noticiosas. El periodismo es una actividad humana, y a veces cometemos errores. Sin embargo, también tratamos de reconocer nuestros desatinos para corregirlos y recuperar el camino todos los días hacia los estándares periodísticos más altos.
No obstante, cuando el presidente denuncia las “noticias falsas”, no se refiere a los errores de la prensa. Está tratando de deslegitimar las verdaderas noticias desestimando reportajes justos y objetivos como fabricaciones motivadas.
De esta forma, cuando The Times reveló las prácticas financieras fraudulentas de su familia, cuando The Wall Street Journal expuso que le pagó a una estrella porno para que no hablara, cuando The Washington Post informó sobre la manera en que su fundación personal se beneficia del gobierno, pudo evadir su responsabilidad tan solo etiquetando la información como “noticias falsas”.
Aunque se ha confirmado la veracidad de todos esos artículos —y de un sinfín más que ha tachado de falsos—, hay pruebas de que sus ataques están surtiendo el efecto deseado: una encuesta reciente halló que el 82 por ciento de los republicanos ahora confía más en el presidente Trump que en los medios. Uno de los simpatizantes del presidente fue sentenciado por haber enviado explosivos a CNN, organización a la que el presidente acusa con más frecuencia de publicar “noticias falsas”.
Sin embargo, al atacar a los medios estadounidenses, el presidente Trump ha hecho más que socavar la fe de sus propios ciudadanos en las organizaciones noticiosas que intentan hacer que rinda cuentas. En la práctica, les ha dado permiso a los líderes extranjeros de hacer lo mismo con los periodistas de sus países e incluso les ha proporcionado el vocabulario con el cual hacerlo.
Ávidamente han adoptado este enfoque. Mis colegas y yo hace poco investigamos la propagación de la frase “noticias falsas”, y lo que hallamos es muy alarmante: en los últimos años, más de 50 primeros ministros, presidentes y otros líderes de gobierno en los cinco continentes han utilizado ese término para justificar distintos niveles de actividades en contra de la prensa.
El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, han utilizado la frase y han impuesto multas gigantescas para forzar la venta de organizaciones noticiosas independientes a medios leales al gobierno. También la han usado el presidente Nicolás Maduro en Venezuela y el presidente Rodrigo Duterte en Filipinas, quienes han atacado a la prensa mientras encabezan represiones sangrientas.
En Birmania, la frase se usa para negar la existencia de todo un pueblo que es violentado sistemáticamente para obligarlo a salir del país. “Los rohinyás no existen”, le dijo un líder de Birmania a The Times. “Son noticias falsas”.
La frase también se ha utilizado para encarcelar a periodistas en Camerún, reprimir artículos sobre corrupción en Malawi, justificar el apagón de las redes sociales en Chad y para evitar que operen organizaciones noticiosas extranjeras en Burundi. La han usado los líderes de nuestros aliados de siempre, como México e Israel. La han aprovechado nuestros rivales de toda la vida, como Irán, Rusia y China.
La han pronunciado líderes liberales, como el primer ministro irlandés, Leo Varadkar. La han usado líderes de derecha, como el presidente brasileño Jair Bolsonaro. Al lado del presidente Bolsonaro en el Jardín de las Rosas, el presidente Trump dijo: “Estoy muy orgulloso de escuchar que el presidente use el término ‘noticias falsas’”.
Nuestros corresponsales extranjeros han vivido de primera mano cómo la acusación de dar “noticias falsas” se ha usado como un arma. El año pasado, Hannah Beech, que da cobertura al sureste de Asia, asistió a un discurso que ofreció Hun Sen, el primer ministro de Camboya. En medio de sus comentarios, Hun Sen pronunció una sola frase en inglés: “The New York Times”. Dijo que The Times estaba tan sesgado que el presidente Trump le había dado el premio a las ‘noticias falsas’, y nos amenazó diciendo que, si nuestro artículo no apoyaba su versión de la verdad, habría consecuencias.
Hannah sintió la hostilidad creciente de la multitud de miles de personas mientras el primer ministro la buscaba entre la gente para advertirle: “El pueblo camboyano recordará sus rostros”.
Le he planteado estas preocupaciones al presidente Trump. Le he dicho que estos esfuerzos por atacar y reprimir el periodismo independiente es lo que Estados Unidos ahora inspira en el extranjero. Aunque escuchó amablemente y expresó preocupación, ha seguido aumentando la intensidad de su retórica en contra de la prensa, la cual ha alcanzado nuevos niveles mientras lleva a cabo su campaña para obtener la reelección.
El presidente Trump ya no se conforma con deslegitimar los reportajes veraces calificándolos como “noticias falsas”. Ahora ha adoptado la costumbre de satanizar a los reporteros, llamándolos “el verdadero enemigo del pueblo” e incluso acusándolos de traición. Con estas frases, no solo ha inspirado a gobernantes autócratas en todo el mundo, sino también copiado sus ataques.
La frase “enemigos del pueblo” tiene una historia particularmente brutal. Se usó para justificar las ejecuciones masivas durante la Revolución francesa y el Tercer Reich. También la usaron Lenin y Stalin para justificar el asesinato sistemático de disidentes soviéticos.
La acusación de traición quizá sea la más seria que puede hacer un comandante en jefe. Al amenazar con procesar a los periodistas por delitos inventados en contra de su país, el presidente Trump les da a los líderes represores una autorización implícita para hacer lo mismo.
En Estados Unidos, la Constitución, el Estado de derecho y los medios noticiosos, todavía fuertes, fungen como organismos de control. Sin embargo, en otros países, los líderes extranjeros pueden silenciar a los periodistas con una eficacia alarmante.
Nick Casey, un reportero de The Times que en repetidas ocasiones fue amenazado y terminó por ser vetado de Venezuela por realizar reportajes incisivos acerca del régimen brutal de Maduro, enfatizó lo graves que pueden ser las consecuencias para los periodistas locales. “Si esto es lo que son capaces de hacerme los gobiernos a mí como reportero de The Times, ¿qué no serán capaces de hacerles a sus propios ciudadanos?”, preguntó. “Cosas mucho peores, y he sido testigo de ellas”.
En tanto nos preocupamos de los peligros que enfrentan nuestros propios reporteros, esos riesgos generalmente resultan nimios si se comparan con lo que enfrentan los valientes periodistas locales de todo el mundo. Buscan la verdad e informan sobre lo que encuentran, sabiendo que ellos y sus seres queridos pueden ser objeto de multas, arrestos, golpizas, torturas, violaciones y asesinatos. Esos reporteros son los soldados de primera línea en la batalla a favor de la libertad de prensa y pagan el precio más alto por la retórica en contra de la prensa del presidente Trump.
Los casos de intimidación y violencia de los que he hablado hoy son tan solo algunos de los que sabemos. Todos los días se están viviendo historias similares en todo el mundo, muchas de las cuales jamás saldrán a la luz ni se registrarán. En muchos lugares, hay un miedo tan grande a las represalias que se ha desatado un efecto paralizante: los artículos no se publican; los secretos permanecen ocultos; los actos indebidos siguen encubiertos.
Este es un momento peligroso para el periodismo, para la libertad de expresión y para la sociedad informada. Pero los momentos y los lugares en que es más difícil y arriesgado ser periodista son los momentos y los lugares que más necesitan del periodismo.
Un recorrido por la historia de nuestra nación nos recuerda que el papel de la prensa libre ha sido uno de los pocos rubros de consenso perdurable que han trascendido a los partidos y las ideologías durante generaciones. Thomas Jefferson escribió que “la única seguridad que tenemos es la prensa libre”. John F. Kennedy dijo que la prensa libre era “invaluable” porque “sin debate, sin críticas, ningún gobierno ni ningún país puede progresar, y ninguna república puede sobrevivir”. Ronald Reagan fue incluso más allá, pues dijo: “No hay ingrediente más esencial que una prensa libre, sólida e independiente para nuestro éxito continuo en lo que describían los Padres Fundadores como nuestro ‘experimento noble’ de autogobierno”.
A pesar de esta tradición de presidentes estadounidenses que defendían la prensa libre, no creo que el presidente Trump tenga ninguna intención de cambiar de actitud ni de poner un alto a sus ataques contra los periodistas. Si hay algo que nos enseña la historia reciente, es que el presidente quizá señalará mis comentarios de hoy y afirmará que The Times pretende llevar a cabo una venganza personal en su contra. Para ser claro, no estoy cuestionando la imprudencia del presidente debido a su partido, a su ideología ni a sus críticas a The Times.
Estoy sonando la alarma porque sus palabras son peligrosas y tienen consecuencias de verdad en todo el mundo. Sin embargo, aunque el presidente ignore esta alerta y siga por el mismo camino, hay medidas importantes que podemos tomar el resto de nosotros con el fin de proteger la prensa libre y apoyar a quienes dedican sus vidas a buscar la verdad en todo el planeta.
Todo comienza entendiendo lo que está en juego. La Primera Enmienda ha servido como estándar de oro en todo el mundo para la libertad de expresión y de prensa durante dos siglos. Ha sido una de las claves para un florecimiento sin precedentes de la libertad y la prosperidad en este país y, mediante su ejemplo, en todo el planeta. No podemos permitir que se establezca un nuevo marco global similar al modelo represor adoptado en China, Rusia y otros países.
Ante la presión cada vez más grande, esto significa que las organizaciones noticiosas deben aferrarse a los valores del gran periodismo —la imparcialidad, la veracidad, la independencia— y abrirse para que la sociedad pueda entender mejor su trabajo y su papel en la sociedad. Debemos seguir informando sobre los sucesos relevantes, sin importar si son tendencia en Twitter. No podemos permitir que nos convenzan mediante halagos o aplausos de convertirnos en la oposición o el respaldo de nadie. Debemos ser leales con los hechos, no con ningún partido ni ningún líder, y debemos seguir la verdad hasta donde llegue, sin temor ni favoritismos.
No obstante, la responsabilidad de defender la prensa libre va más allá de las organizaciones noticiosas. Las comunidades académicas, empresariales y de organizaciones sin fines de lucro, que dependen del flujo libre y confiable de noticias e información, tienen la responsabilidad de oponerse a esta campaña también. Eso es particularmente cierto cuando hablamos de gigantes tecnológicos como Facebook, Twitter, Google y Apple. Su historial de oponerse a los gobiernos extranjeros es irregular en el mejor de los casos; a menudo han ignorado la desinformación y a veces han permitido la eliminación del periodismo auténtico.
Sin embargo, en vista de que incursionan cada vez más en la creación, la distribución y los encargos periodísticos, también tienen la responsabilidad de empezar a defender el periodismo.
Nuestros líderes políticos también deben participar. Quienes fueron electos para defender nuestra Constitución traicionan sus ideales cuando socavan la prensa libre a favor de ganancias políticas a corto plazo. Los líderes de ambos partidos deben apoyar el periodismo independiente y combatir las iniciativas en contra de la prensa en el país y en el extranjero.
Aquí en Estados Unidos eso implica rechazar esfuerzos como las demandas e investigaciones frívolas que van tras las filtraciones gubernamentales con el fin de sofocar los reportajes agresivos. Y en todo el mundo eso significa oponerse al sinfín de iniciativas que tienen como objetivo atacar, intimidar y deslegitimar a los periodistas.
Finalmente, ningunos de estos esfuerzos hará una diferencia a menos que alcemos la voz. Debemos empezar a estar atentos a la procedencia de las noticias que leemos o escuchamos y a cómo se crean. Hay que encontrar organizaciones noticiosas en las que confiemos e impulsar el trabajo arduo y costoso de los reportajes originales adquiriendo una suscripción. Tenemos que apoyar a organizaciones como el Comité para la Protección de los Periodistas y Reporteros sin Fronteras, que defienden a los periodistas en riesgo de todo el mundo. Más que nada, debemos apartarle un espacio al periodismo en nuestra vida cotidiana y aprovechar la información que obtenemos para marcar la diferencia.
El verdadero poder de una prensa libre es una ciudadanía informada y comprometida. Creo en el periodismo independiente y quiero que prospere. Creo en este país y en sus valores, y quiero que los honremos y los ofrezcamos como modelo para un mundo más libre y justo.
Estados Unidos ha hecho más que cualquier otro país por popularizar la idea de la libre expresión y defender los derechos de la prensa libre. Ha llegado el momento de volver a luchar por esos ideales.
(A.G. Sulzberger es el editor de The New York Times).
(Este artículo de opinión se ofreció originalmente como una charla en la Universidad Brown el lunes).
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