El cuerpo yacía boca arriba, con los brazos extendidos y el rostro hacia el cielo. Lucía unos pantalones cortos negros y una camisa roja.
No hay manera de saber dónde murió el hombre, ni exactamente cuándo o de qué modo. Pero cuando el torbellino y las fuertes inundaciones del huracán Dorian que afectaron la zona comenzaron a ceder, a principios de la semana pasada, apareció el cuerpo tendido entre los escombros de un gran barrio de Marsh Harbour, en la capital de las islas Ábaco.
El 8 de septiembre, una semana después de que el huracán azotó el área, el cadáver seguía ahí, en el mismo sitio.
La extensión de los daños en este barrio y en el resto de las islas Ábaco es tan amplia, el trabajo de evaluarla es tan arduo y el gobierno bahameño está tan abrumado que es posible que no se tenga un registro completo de los muertos y desaparecidos hasta dentro de algunas semanas, tal vez incluso meses.
El recuento de víctimas mortales atribuidas al huracán seguía siendo de 44, pero aún no se tiene un estimado de cuántas personas siguen sin localizar. Las fuerzas de seguridad de las Bahamas siguen recibiendo reportes de personas desaparecidas y atrapadas, dijeron los funcionarios, y los equipos de investigación forense siguen inspeccionando los escombros.
No se pudo contactar a las autoridades para que explicaran por qué los cuerpos aún no han sido recogidos. Pero ese cadáver que apareció sobre los cimientos de una casa que, como el resto del vecindario, se había convertido en escombros, resulta un sombrío recordatorio de que aún faltan muchas muertes por contar.
"Oye, ha pasado una semana", dijo McAdrian Farrington. Perdió a su hijo y tocayo de cinco años cuando las aguas inundaron Murphy Town, al este de Marsh Harbour, después de que, por seguridad, llevó al niño al techo. "Los cuerpos se descomponen día a día".
El de su hijo no había sido localizado.
Los huracanes no discriminan los sitios que golpean, pero a menudo tienen un impacto desproporcionado en las personas más pobres, quienes tal vez viven en estructuras menos resistentes y en zonas con más probabilidad de inundación.
En las islas Ábaco, los vecindarios más afectados fueron los barrios que mayoritariamente habitan inmigrantes haitianos pobres, muchos de ellos indocumentados.
Y aunque el gobierno no ha difundido la identidad de las víctimas ni información sobre el lugar donde murieron, muchos abaconianos sospechan que la mayor concentración de fatalidades podrían encontrarse en los barrios marginales en expansión que se construyen de forma ilegal en Marsh Harbour y que se conocen con los nombres de Mudd y Pigeon Peas.
Miles de personas, la mayoría trabajadores haitianos y sus familias, vivían en esas dos comunidades contiguas, laberintos de hogares rudimentarios hechos casi siempre a base de madera contrachapada y listones de 2 por 4 pulgadas.
Aunque Bahamas tiene uno de los reglamentos de construcción más estrictos de la región, la mayoría de las estructuras en Mudd y Pigeon Peas, si no es que todas, no lo respetaban.
El huracán de la semana pasada arrasó los hogares del vecindario y convirtió la zona en un inmenso campo de escombros de maderas desportilladas, bloques de cemento pulverizados, metales retorcidos, pertenencias personales desperdigadas… y cadáveres.
Aún hay cuerpos debajo de los troncos caídos, todavía están donde las aguas de la inundación los depositaron. Y muchas personas que solían vivir aquí saben dónde están.
"¿Quieres verlos?", preguntó Herbert Luberal, de 47 años, quien durante varios años vivió en Pigeon Peas pero huyó cuando se aproximó la tormenta. Volvió el pasado fin de semana a buscar a un amigo.
Luberal se dirigió a las ruinas del barrio. Calzado con chancletas, escogió con cuidado su camino entre los montones de materiales de construcción que alguna vez fueron tejabanes, y por encima de los artefactos de las vidas construidas a duras penas en el margen de la sociedad bahameña: un pico, un esnórquel, comida para pollos, un pasaporte haitiano, una mochila de Winnie the Pooh.
Un olor putrefacto inundó el barrio: era el aroma de la muerte. Luberal recogió un rollo de papel higiénico, arrancó un pedazo y lo presionó contra su nariz y boca.
"Ahí", dijo, apuntando a un cuerpo doblado debajo de un muro colapsado. A cinco metros, el pie hinchado de otro cadáver sobresalía por debajo de un montón de madera que tenía encima la llanta de un auto.
Otros vecinos, Johnly Pierre, de 47 años y Ansernio Pierre, de 69, también pasaron por ahí y dijeron que sabían dónde había más restos. Se internaron en el laberinto de estructuras medio en pie y las pilas de escombros. Los cables de electricidad serpenteaban entre el cascajo. El barrio usaba electricidad robada de la red de la ciudad y se compartía de casa en casa.
Los hombres construyeron sus casas con los materiales que tenían a mano.
"Si lo construyes tú mismo, no queda fuerte", dijo el mayor de los Pierre. "Construyes una chiquita".
Uno de ellos señaló un estrecho pasaje entre dos hogares dañados: otro cadáver. No muy lejos de ahí se encontraba el cuerpo de una mujer, inmovilizado debajo de un trozo de metal y las ramas arrancadas de un árbol, junto a un revoltijo de cajas de embalaje astilladas.
Durante un recorrido de 45 minutos que solo cubrió una pequeña sección de Mudd y Pigeon Peas, The New York Times vio seis cuerpos.
"¿Esta zona de aquí?", dijo Pierre, de 47 años. "Muchos muertos".
Los hombres sospechaban que había más cadáveres que no habían sido descubiertos y el intenso olor a podrido sugería que tenían razón.
Pero ninguno había visto a los equipos del gobierno en la zona. "Ni siquiera revisan", dijo Luberal. "No les importa".
Las cuadrillas estatales que buscaban cadáveres estuvieron trabajando en Marsh Harbour durante la semana, aunque no queda claro cómo eligen las zonas donde trabajan y cuándo planeaban entrar a Mudd y Pigeon Peas.
Las solicitudes de entrevista a los comandantes de la Real Fuerza Policial de las Bahamas y la Fuerza Real de Defensa en Marsh Harbour no fueron respondidos o fueron declinados y el administrador jefe del gobierno de la región no pudo ser ubicado durante el domingo 8 de septiembre.
El 7 de septiembre, un equipo forense conformado por más de una docena de hombres y mujeres vestidos con monos blancos llegaron a una propiedad cercana a Pigeon Peas, al recibir un reporte de que había varios cuerpos atrapados en una iglesia colapsada.
Extrajeron tres cuerpos de los escombros, envueltos en bolsas plásticas y los colocaron en una camioneta.
Luego de que el vehículo se fue, llegó Michelle Guerrier. Era la sobrina de una de las víctimas y conocía a los demás. Guerrier lucía nerviosa y quería estar en el momento en que sacaran los cuerpos.
"Llegué tarde", dijo Guerrier, de 37 años, vecina de Pigeon Peas. "No los pude ver por última vez". Tres de las víctimas buscaron refugio en la iglesia durante el huracán, dijo.
Abatida, Guerrier dio vuelta en la esquina, se escabulló entre las ramas enredadas de un árbol caído y se dirigió hacia Pigeon Peas mientras caminaba con cuidado por su vecindario destruido.