Søren Kierkegaard le pidió a Dios que le otorgara el poder de hacer que sucediera una sola cosa. En medio de todas las distracciones de la vida cotidiana, pidió tener el poder de vivir una vida enfocada —sin reservas— en un solo objetivo.
Todos hemos conocido a genios y a otros que han practicado una versión no religiosa de lo anterior. Han descubierto su talento y su especialidad. Se enfocan en ello de forma monomaniaca. Trabajan las diez mil horas (y más) que la verdadera excelencia requiere.
Acabo de leer You Must Change Your Life (Debes cambiar tu vida), la biografía conjunta sobre el escultor Auguste Rodin y su protegido, el poeta Rainer Maria Rilke, escrita por Rachel Corbett, y en efecto ambos fueron modelos de ese estereotipo.
Esta es la visión heroica del artista: renuncia a los placeres terrenales y hogareños, y se entrega por completo a su oficio. Solo a través de la dedicación absoluta puedes ver a profundidad y producir arte.
En su estudio, Rodin podía obsesionarse febrilmente, ajeno a todo aquello que le rodeaba. "Se sujetaba a su propio código y no podía usarse ningún otro estándar para medirlo", escribió Corbett. "Él contenía dentro de sí su propio universo, y Rilke decidió que eso era mucho más valioso que vivir en un mundo creado por otros".
Rilke compartía el mismo enfoque solitario. Rodeado del jolgorio bohemio de principios de siglo en París, Rilke se encontraba a solas escribiendo en su habitación. No bebía ni bailaba. Él celebraba el amor, pero desde una visión general, no como algo que uno le da a una persona o un lugar en específico.
Ambos produjeron obras maestras que millones de personas han atesorado, pero los lectores terminan de leer el libro de Corbett con la sensación de que ambos desperdiciaron su vida.
Ambos fueron atroces con sus esposas e hijos. Rodin se convirtió en un ser patéticamente extraño, dependiente y solitario. Rilke no regresó a casa cuando su padre agonizaba, y tampoco les permitió a su esposa e hija que estuvieran a su lado mientras moría. Ambos vivieron la mayor parte de su vida sin el cuidado de personas cercanas.
Sus vidas plantean la siguiente pregunta: ¿se necesita estar enfocado tan obsesivamente para ser grandioso? La respuesta tradicional y masculina es que sí, pero probablemente la respuesta correcta es que no.
En primer lugar, tal vez ser monomaniaco ni siquiera sea bueno para tu trabajo. Otro libro en mi lista de lecturas de verano fue Range (Variedad), de David Epstein. En él se argumenta de manera poderosa que los generalistas se desempeñan mejor que los especialistas.
Las personas que alcanzan la excelencia suelen tener un pie fuera del mundo en el que viven. "Comparados con otros científicos, los ganadores del Nobel tienen al menos veintidós veces más probabilidades de participar como bailarines, magos o actores aficionados o en otros tipos de artes escénicas", escribió Epstein.
Epstein muestra el mismo patrón en un ámbito tras otro: las personas que se especializan en una sola cosa tienen éxito más pronto, pero después retroceden hacia la mediocridad a medida que su mente se torna rígida.
Los niños que exploran varios instrumentos durante su infancia se convierten en músicos más diestros que aquellos que se concentran en uno solo. Las personas que pasan por múltiples profesiones en la juventud con el tiempo terminan teniendo una mayor ventaja porque pueden tomar los conocimientos de un campo para aplicarlos en otro.
Alguien de 50 años que emprenda en tecnología tiene el doble de probabilidades de fundar una compañía superestrella que alguien de 30 años, ya que quien tiene más edad posee un rango de experiencia más amplio. Una encuesta de las empresas emergentes de tecnología que crecen con más rapidez reveló que la edad promedio de los fundadores era de 45 años.
Para la mayoría de las personas, la creatividad es precisamente la habilidad de perseguir múltiples intereses al mismo tiempo, para después unirlos entre sí de formas novedosas. "Sin contrarios no hay progreso", escribió William Blake.
Además, vivir una vida grandiosa es más importante que producir una obra grandiosa. Una vida dedicada a una sola cosa es una vida trunca, mientras que una vida pluralista es abundante. Esta es una verdad que el feminismo le ha aportado a la cultura. Son muy pocas las mujeres que han vivido como mónadas. Por lo general, estas sintieron la necesidad de cambiar, hora tras hora, entre diferentes ámbitos y funciones: la casa, el trabajo, el mercado, el barrio.
Una mejor definición del éxito consiste en vivir en la tensión generada por múltiples compromisos y tratar de que estos se enriquezcan mutuamente. La forma de este éxito es un pentagrama, la estrella de cinco picos. Tienes cinco grandes pasiones en la vida —por ejemplo, la familia, tu vocación, las amistades, la comunidad y la fe— y vives flexiblemente dentro del campo gravitacional de cada una.
Te unes a comunidades que son distintas entre sí; obtienes sabiduría al adentrarte en grados diferentes de conciencia; encuentras la libertad entre las fronteras de tus comunidades.
El mes pasado, mientras leía estos libros, asistí a cuatro conferencias. Dos fueron muy progresistas, casi sin conservadores. Las otras dos fueron muy conservadoras, casi sin progresistas. Cada uno de esos mundos estaba tan herméticamente sellado que descubrí que no podía siquiera describirles uno de esos mundos a los integrantes del otro. Habría sido como intentar describirle una bicicleta a un pez.
Estaba leyendo acerca de la riqueza de una vida pluralista y de lo sofocante que es una vida monotemática, y me di cuenta de que ahora que estamos aprendiendo a predicar un evangelio de apertura y diversidad, la mayor parte del tiempo no lo vivimos así. En el ámbito de la vida pública, muchos viven como mónadas, dentro de los diminutos círculos de una especialidad, un código, sin grandeza.
David Brooks ha sido columnista en The New York Times desde 2003. Escribió El camino del carácter y, más recientemente, The Second Mountain.
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