Fue un magma de indignación y furia lo que llevó a la renuncia del gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló. Y fue también una exigencia de mayor participación ciudadana.
El caldo de cultivo del descontento se compuso de distintos elementos: la mala gobernanza que, en 2015, llevó al país a la bancarrota; la respuesta inepta e insuficiente a los destrozos del huracán María de 2017; arrestos de funcionarios del gobierno por corrupción; la rabia por un chat en el que Rosselló y su círculo íntimo —que incluía a cabilderos— planificaban políticas públicas, hacían bromas sobre los cadáveres del huracán María, planificaban acciones contra sus opositores, insultaban a mujeres y se mofaban de políticos fallecidos, homosexuales, periodistas. Se trataba, pues, de las pruebas contundentes de la inepcia de un gobernador, a quien nunca se le ocurrió pensar en el bien del país.
La enorme movilización ciudadana y sus reivindicaciones indican que el deseo popular no solo era forzar la renuncia de un gobernador, sino reformar todo un régimen político. Para realizar ese cambio en un futuro cercano, no basta, desgraciadamente, con la indignación de un pueblo. Surgirán grandes impedimentos y tomará años de paciencia y atención ciudadanas. Es un paso urgente y necesario que debemos continuar atendiendo con la misma vehemencia con la que se salió a la calle.
Las dificultades mismas yacen en una particularidad del movimiento, que la renuncia lograda del gobernador no significa la reestructuración del modo de gobierno. En el caso de Puerto Rico se trata de la simple salida de un funcionario electo que deja intacto a un gobierno, legisladores, cabilderos, asesores y un régimen sólidamente apuntalado por un sistema colonial establecido, desde la invasión de 1898, por Estados Unidos.
Desde que se confirmó la renuncia de Rosselló, comenzó oficialmente una lucha por la gobernación en 2020, cuando se organizarán nuevas elecciones. Las sagaces directivas de los grandes partidos de Puerto Rico intentan aguar los pedidos aireados y determinar el desenlace. El Partido Nuevo Progresista (PNP) hace creer que los reclamos se limitan a la renuncia de Rosselló, salpicados con aspiraciones a mayor honestidad política, como si el propio partido no formara parte de la misma telaraña corrupta que ha caracterizado a sus gobiernos. En realidad, el PNP solo puede ofrecer variantes de Rosselló, conectados a los subsidios, a intereses económicos particulares. Por su parte, en la oposición, el Partido Popular Democrático (PPD) reacciona más indignado que nadie, aunque muchos de sus políticos replican los mismos malos vicios, subvenciones y nepotismo, como se confirmó con las acusaciones del FBI contra uno de los donantes de la campaña del exgobernador Alejandro García Padilla.
De las manifestaciones que sacudieron Puerto Rico debe surgir una nueva relación de los ciudadanos con el gobierno. Y para ello es necesario atajar esas prácticas nocivas que han caracterizado a los dos grandes partidos políticos. El modo de hacerlo es exigir como ciudadanos transformaciones profundas. Quizás las más importantes son tres: el surgimiento de nuevas propuestas y figuras políticas; la exigencia de más controles y mayor transparencia política y económica, y el debate sobre el estatus colonial del país.
Movimientos como el que acaba de ocurrir en Puerto Rico son importantes porque renuevan la democracia participativa y abren vías al ingreso de la sociedad civil. Es esperanzador pensar que algunos manifestantes pronto entrarán, de algún modo u otro, en la política. En un sistema en buena medida bipartidista, la renovación o eliminación de los partidos tradicionales es imprescindible. Deben surgir candidatos nuevos, ideas originales, ganas renovadas de pensar la política y el país de otro modo. Los jóvenes que no viven comprados por el sistema o añorando que los compre —como se dice en Puerto Rico, "velando la güira"— y que desconocen la corrupción podrán lograrlo con mayor facilidad y franqueza.
El artista Residente reclamó una auditoría de la deuda, que permitirá suprimir partes, conocer actos ilegítimos durante su creación y asignar responsabilidades. Es un pedido razonable, que ampliaría la transparencia y el entendimiento de los puertorriqueños sobre la crisis. El obstáculo mayor radica en que muchos de los políticos influyentes de hoy participaron de alguna manera en el lento y predecible aumento de nuestra astronómica deuda de 70.000 millones de dólares. En cuanto a la corrupción, es necesario establecer controles más estrictos y originales. La presencia e influencia permanente de cabilderos es uno de los grandes problemas del sistema puertorriqueño. Es todavía posible legislar para limitar sus márgenes poco democráticos de proceder. También se debe ejercer, siguiendo el ejemplo de algunos países latinoamericanos y escandinavos, un mayor control del financiamiento de las campañas políticas y fortalecer su aplicación para tener mayor registro del dinero en la política.
Finalmente, existe el elefante blanco colonial: la Junta de Supervisión Fiscal, nombrada por el congreso estadounidense con el fin único de pagar a los acreedores, un panel de procónsules imperiales no electos que elabora y aprueba el presupuesto nacional y, también, el gobierno del país.
Ante el relativo vacío de poder originado por la renuncia, la Junta ocupará mayor espacio. Incluso ya hay voces en Estados Unidos, como indican un par de editoriales recientes de The Washington Post, que piden la ampliación de los poderes directos de Washington. El Puerto Rico multitudinario que salió a las calles en estas semanas no pidió nunca el fortalecimiento del régimen colonial; los manifestantes corearon claramente: "Ricky renuncia y llévate a la Junta". Mayores poderes para la Junta solo aumentarán el nudo colonial de Estados Unidos, algo que descartaría los requerimientos de democracia, control y participación ciudadana que tan linda e inequívocamente se expresaron en estos días en mi país.
El asunto esencial de Puerto Rico es uno de soberanía. Estados Unidos no integra países, pueblos o naciones. Solo anexiona territorios prácticamente despoblados o desarticulados, como Alaska o Hawái, regiones apartadas e inhabitadas de países contiguos con el objetivo de repoblarlos, de fundirlos para siempre en su idioma, su historia y su destino. Debatir si eso es lo que queremos los puertorriqueños es un paso vital en este nuevo Puerto Rico: se trata de una conversación impostergable. Las manifestaciones apuntan hacia un hartazgo a esta condición de dependencia.
Ese Puerto Rico que forzó la renuncia del gobernador y orgullosamente ondeó su bandera monoestrellada durante estas semanas deberá determinar si nuestro país cabe dentro de la estadounidense. Las transformaciones profundas pueden nacer del descontento, pero sobretodo de la esperanza y el deseo inaplazable por un futuro mejor. Y ahí estaremos los puertorriqueños para presionar e impulsar los cambios que tanta urgencia necesitan.
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