CIUDAD DE MÉXICO — Cuando el 18 de julio de 1979 se reunieron en la ciudad de León los miembros civiles y militares de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua —Sergio Ramírez, Moisés Hassán, Alfonso Robelo, Violeta Barrios de Chamorro y Daniel Ortega— las horas del régimen somocista, que se había prolongado en el poder por más de cuarenta años, estaban contadas. Un día antes, el dictador Anastasio Somoza Debayle había dejado la presidencia en manos de Francisco Urcuyo, líder del congreso, y había huido de su búnker y sala de tortura en Loma de Tiscapa, cargando hasta con los loros.
El 19 de julio las tropas sandinistas tomaron Managua y los miembros de la Junta, algunos que se habían exiliado en Costa Rica, llegaron a la capital. A diferencia de lo que todavía sostiene la historia oficial de la izquierda autoritaria latinoamericana, la dinastía de los Somoza —al igual que Fulgencio Batista en Cuba veinte años atrás— cayó como consecuencia de un gran movimiento nacional, que incluyó obreros, campesinos y estudiantes, la iglesia católica, clases medias, empresariado, comunidades indígenas y un favorable contexto internacional. La caída del somocismo no fue obra exclusiva de una guerrilla marxista-leninista de inspiración cubana.
Todas las revoluciones han visto traicionados sus consensos originarios, pero en el caso nicaragüense se hace más evidente por el hecho de haberse desarrollado en medio la crisis final del campo socialista y el arranque de las transiciones democráticas en América Latina. Al contrario de Cuba —donde el liderazgo máximo de Fidel Castro y sus comandantes de la Sierra Maestra era indiscutible—, el antisomocismo, a la hora del triunfo, era una alianza de valores e intereses sin una hegemonía clara. La fabricación de esa hegemonía, entendida como control indefinido del Estado nicaragüense, no fue obra del proceso revolucionario: fue un objetivo posterior.
En cuarenta años, Nicaragua pasó de una dictadura a otra, con una revolución auténtica por el medio. Se trata de dos autoritarismos de muy distinto signo: el de los Somoza era un régimen anticomunista, corrupto y despótico; el de Ortega es un régimen también corrupto y despótico, pero antiliberal. El somocismo pertenecía al linaje de las dictaduras de derecha de la Guerra Fría; el orteguismo no oculta su pertenencia a la familia de dictaduras de la izquierda latinoamericana del siglo XXI.
El liderazgo de la guerrilla sandinista había abandonado desde fines de los setenta sus posiciones más extremistas. La línea predominante era la llamada "tercerista", que proponía superar el enfoque insurreccional para poner el énfasis en la necesidad de una movilización civil, sobre todo después de enero de 1978, cuando fue asesinado Pedro Joaquín Chamorro, director del diario La Prensa y una de las mayores figuras opositoras de los Somoza. Para entonces, el antisomocismo había prendido a todos los niveles de la sociedad nicaragüense.
Aquella pluralidad inclinaba de manera natural el proyecto político sandinista hacia una forma de gobierno que introdujera demandas de soberanía nacional y justicia social: el rechazo al intervencionismo estadounidense, una reforma agraria, alfabetización y relaciones internacionales más diversificadas sin abandonar el objetivo básico de construir una nueva democracia en Centroamérica.
La Revolución sandinista adoptó desde sus comienzos los ideales de los derechos humanos, la economía social de mercado y el pluripartidismo, que quedaron fielmente plasmados en la Constitución de 1987. Para entonces, Ortega llevaba dos años de su primer mandato, y su predilección por el modelo cubano —amparado en un reclamo de defensa ante la hostilidad de Estados Unidos— era inocultable.
A pesar de que el marco constitucional indicaba otro camino, el liderazgo sandinista muy pronto comenzó a decantarse a favor de Daniel Ortega y la corriente más procubana. En medio de la política adversa del gobierno de Estados Unidos, entonces con el presidente Ronald Reagan en la Casa Blanca, y de la hostilidad de la Contra —los grupos financiados por el gobierno estadounidense para intentar vencer a la Revolución sandinista—, Ortega encabezó una evidente reorientación geopolítica a favor de Fidel Castro. A pesar de que las alianzas internacionales del sandinismo eran muchas e ideológicamente plurales en los años ochenta (México, Venezuela, España, Francia, Costa Rica…), la cúpula orteguista mostró desde entonces una acrítica subordinación a La Habana, que persiste hasta hoy.
En Nicaragua se produjo la primera modalidad de una izquierda que, preservando las normas democráticas, introdujo componentes autoritarios que provenían directamente del régimen cubano: represión, censura, demagogia, culto a la personalidad del máximo líder. Luego de la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela y, sobre todo, tras el fracaso del golpe de Estado en su contra en 2002, esa tendencia se generalizó en la izquierda bolivariana.
Antes que Chávez, Ortega experimentó con una variante de sistema político que, a la vez que tomaba distancias institucionales y jurídicas con el modelo cubano, cerraba filas con la isla caribeña en una proyección internacional contraria a las democracias occidentales. Durante sus dos primeros gobiernos, en los años ochenta, Daniel Ortega se convirtió en un colaborador directo de La Habana.
No fue azaroso que Daniel Ortega regresase al poder en 2007 sobre la cresta de la ola chavista. Nicaragua se sumó entonces a la corriente hegemónica de la izquierda autoritaria en América Latina y reprodujo las pautas del nuevo estilo de gobierno: rentismo, acoso de la sociedad civil, deslegitimación de la disidencia, reelección indefinida. Ese es el origen preciso de la crisis actual.
Si en sus tiempos de joven líder revolucionario, Ortega intentó reconducir por la vía totalitaria un movimiento originalmente democrático, en su época de veterano dictador se dedica a ceñir la democracia nicaragüense al molde de los autoritarismos del siglo XXI. De una lectura paralela de ambos tiempos se desprende que ha sido más exitoso en la segunda empresa que en la primera: fue la democracia, y no la Revolución, la que le ha permitido perpetuarse en el poder.
No podría ser más triste la historia contemporánea de Nicaragua. En su poema Caminos, Rubén Darío esbozaba las diversas posibilidades que se abren en la vida de un hombre: santidad, heroísmo, tiranía… La última, la peor, era la de "bien ser el tirano / que surge de repente, / con la idea en la mente / o la espada en la mano". Ese ha sido el destino de aquella revolución que entusiasmó al hemisferio con su promesa de soberanía y democracia.
Rafael Rojas es historiador y profesor del CIDE. Su libro más reciente es "La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría".
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