Después de que Will se mudó de la ciudad, en diciembre pasado, las mañanas se volvieron lo más difícil de nuestra relación. Él acostumbraba dormir con una mano cruzada sobre su pecho, como una anciana que toca su collar de perlas, y extrañaba los diez minutos antes de que se despertara cuando me la pasaba viéndolo, preguntándome cómo podía estar cómodo en esa posición.
Las mañanas eran difíciles también cuando él sí estaba a mi lado, porque era durante aquellos hermosos minutos mientras lo contemplaba que los parquímetros de afuera se estaban reactivando; me despertaban de mis ensoñaciones y me obligaban a enfrentarme a la pregunta: ¿cuánto vale esta mañana con Will?
En Washington D. C., donde aún vivo (y Will ya no), el precio de estacionarse en la calle varía mucho por hora y cuadra. Cerca de su departamento en el centro de la ciudad, el aparcado era especialmente terrible. Si tenía suerte y encontraba un espacio cercano, costaba 3,50 dólares la hora hasta las cuatro de la tarde; 1,50 dólares la hora hasta las diez de la noche, y luego gratis hasta las siete de la mañana, cuando las tarifas por hora subían a 5,50 dólares.
Esas tarifas me parecían indignantes a mí, una joven de 23 años que trabajaba como asistente de investigación. Pero no se me ocurría ninguna alternativa viable. Necesitaba el auto porque tenía que conducir a mi empleo en Alexandria, Virginia; era poco práctico usar el transporte público para ir a ver a Will. Y su casa estaba de camino a la mía, así que por eso yo siempre era la que iba y no al revés.
¿La buena noticia? Hay una aplicación (obviamente) para este problema que se llama ParkMobile y te permite ponerle más crédito al parquímetro desde tu teléfono. La descubrí desde mis primeros días con Will, antes de que ya diéramos por sentado que me quedaría a dormir.
Al inicio adoraba ParkMobile; me sentía tan astuta al pagar el parquímetro sin tener que dejar su cama. Pero al poco tiempo me di cuenta de que lo que estaba haciendo era calcular la utilidad marginal de mi tiempo con él, lo cual se sentía muy poco romántico.
En Economía, la utilidad marginal es la felicidad que te da una unidad adicional de algún bien. En mi caso, la unidad añadida era estar una hora más con Will. En teoría, la utilidad marginal disminuye con cada unidad que se añade: entre más tienes de algo, menos felicidad te da cada unidad y menos vale. Quería que mi inversión de amor estuviera exenta de este principio, porque así no funcionan las relaciones… o al menos eso quería pensar.
Si bien el costo marginal de esa hora estaba determinado por los parquímetros, la felicidad que obtenía en ese tiempo variaba. Por ejemplo, si Will seguía dormido mientras yo ya estaba despierta, para mí no valía la pena pagar 5,50 dólares la hora. Admitir esto me hacía sentir desalmada, sobre todo al saber que pronto él se iría a vivir a otra parte y nuestra relación iba a acabar.
Ahora que lo pienso, todo el tiempo que conocí a Will, él siempre estaba a punto de irse. Dos años antes habíamos salido por poco tiempo cuando él estaba a punto de graduarse de la universidad e irse, pero a mí me quedaba un año más de estudios. Esta vez, ya ambos graduados, él estaba en Washington haciendo una pasantía de un semestre, al final de la cual debía irse al otro lado del país; una vez más nuestro tiempo de pareja tenía una fecha de expiración. En ambos casos, más que sentir que cada quien tomaba su rumbo, se sentía como que él me abandonaba.
En lugar de ver esto como una mala señal, me pregunté si de alguna manera esto hacía que nuestra relación fuera más importante, como si estuviera destinada. Quizá nuestro amorío era un romance desbordante que se extendía a lo largo de muchos años y continentes: frecuentemente quedábamos alejados, pero siempre había una reconexión. Un amor así no tenía precio.
El verano después de que él se graduó, renté un auto y conduje de Nueva York a la casa de su familia en Vermont para verlo una noche. No fue tan alocado como suena; fui con una amiga que iba a Burlington un fin de semana. Pero sí sentí que era una locura cuando ella me dejó en el estacionamiento vacío de una escuela donde él me esperaba. En ese momento, estaba tan emocionada por todas las posibilidades que podrían surgir, tan distraída en pensar si lo que sentía podía convertirse en amor, que hubiera pagado lo que fuera por que estuviéramos juntos veinticuatro horas.
Dos años más tarde, cuando nos vimos otra vez en Washington, era una tarde bochornosa de domingo. Le había dicho exactamente dónde debía pararse en la plataforma del metro de manera que, cuando mi tren llegara a esa parada, las puertas se abrieran justo donde estaba yo.
Lo vi con emoción mientras eso sucedía, asombrada de que él estuviera en el lugar correcto y de vuelta en mi vida. Paseamos por la ciudad durante cinco horas, entre las dudas de cómo retomaríamos nuestra historia después de tanto tiempo.
Más tarde me dijo que ese mismo día supo que volveríamos a estar juntos, o al menos que eso era lo que él quería. A mí me tomó más tiempo, pero una vez que lo supe, fue fácil que lo nuestro se convirtiera en una relación. Nuestra conexión no se sentía épica o cinematográfica, pero el que se estuviera acercando una nueva fecha de término le daba una narrativa romántica.
Nunca lo llamé mi novio, pero de cualquier modo estábamos acumulando esos tiernos momentos Kodak, aquellos que evocan nostalgia incluso mientras están pasando. En un paseo ventoso a Harpers Ferry, nos dimos cuenta de que sentíamos que éramos pareja a tal grado que le pedimos a un desconocido que nos tomara una foto. Se nos olvidó vestirnos para una fiesta de Halloween, pero de cualquier modo nos preguntaron si íbamos disfrazados en pareja como personajes de la serie Portlandia. Pasamos el Día de Acción de Gracias con su familia en Vermont, donde jugamos futbol abrigados con su ropa para esquiar vieja y nos quedamos dormidos junto a la estufa de leña.
Todos estos momentos le dieron peso a la tristeza que sentiría cuando él se fuera, pero nunca me detuve a pensar si ese júbilo valía lo que costaba.
Aun así, la cantidad que estaba dispuesta a gastar tenía un límite, en parte porque Will parecía valorar nuestra relación menos que yo. Le daba prioridad a su educación y carrera; pronto se iría al otro lado del país a estudiar Derecho, luego iba a trabajar en Boston y al final estaría de vuelta en Vermont para sentar cabeza. Se mostraba tan seguro de todos estos pasos que no me atreví a cuestionarlo. Parecía evidente que no había lugar para mí en sus planes y no sentía la necesidad de hacerme un espacio.
Así que este no era el romance eterno e invaluable que yo esperaba. Como todo, se veía limitado por los costos. Para Will, yo no valía el costo de un cambio de planes o la distracción de una relación a distancia. Me decía a mí misma que eso era comprensible. Pero la gran pregunta estaba ahí: ¿exactamente cuánto dinero estaba dispuesta a pagar por estar una mañana en su departamento?
Pensé que sería útil tratarlo como un ejercicio de economía, uno que podía resolver basándome en una colección de variables. Con diligencia noté que pagar 5,50 dólares no parecía mucho si eso quería decir que podíamos quedarnos despiertos hasta tarde y beber más vino la noche anterior, pero sí sentía que era bastante cuando Will se pasaba la noche obsesionado con las opciones de cursos que tomaría, todos con nombres muy corporativos.
De cualquier manera, lo que más influía era la relación inversa entre el número de días que nos quedaban y el valor de esos momentos matutinos, que cada vez eran más valiosos. Desde que podía contar las mañanas que nos quedaban con dos manos, y luego solo con una, me concentré en la aritmética y pospuse sopesar las preguntas más difíciles, entre ellas, si en verdad estaba enamorada.
Después de todo, el amor es una inversión: de tiempo, de emoción y sí, de dinero. Nuestras inversiones no estaban a la par. Al saber eso, casi todas las mañanas le escondí mis actividades en ParkMobile, como para protegerlo de una dura realidad económica. En realidad, no soportaba que él supiera cuánto estaba dispuesta a pagar por nuestro tiempo juntos y arriesgarme a que lo comparara con su propia valoración. A medida que se acercaba su fecha de partida, sentía su emoción por regresar a la escuela, directo a los planes tan estructurados que tenía. No quería que ParkMobile confirmara lo que yo sabía, así que lo dejaba dormir.
Will se fue un domingo, cuando el aparcado es gratis todo el día. Lloviznaba y la mañana era triste, tal como supuse que lo sería. Estábamos en la cama fingiendo que dormíamos, con su mano en el pecho, como siempre, y otra vez me pregunté cómo podía estar tan cómodo de esa manera.
Como ya nos quedaba poco tiempo, dije un par de cosas que no me había atrevido a decir antes: maneras en las que me había sentido vulnerable y el tipo de cosas que admites cuando estás a punto de despedirte. Después le regresé su camisa de franela y nos levantamos para llevar sus valijas al vestíbulo.
Will ya se iba y, aunque no fuéramos a tener una relación futura, esos últimos minutos me parecían invaluables, que no tenían precio. Pero de todos modos le agradecí a ParkMobile haberme dado esa mañana gratis.
Liza Rodler es asistente de investigación en un despacho de políticas públicas en Washington, D. C.
c.2019 New York Times News Service