Las mujeres rarámuris y su vestimenta tradicional: una historia de resistencia

Victoria Blanco y fotografías por Malin Fezehai y y producción por Eve Lyons

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Actividades en Oasis (Malin Fezehai para The New York Times)
Actividades en Oasis (Malin Fezehai para The New York Times)

El sol desértico se empezaba a sentir a media mañana en Chihuahua, México, el miércoles antes de Pascua. Así se oía también el sonido de los tambores en la comunidad de Oasis. En el asentamiento, que forma parte de la colonia Martín López, viven unas quinientas personas rarámuris, a veces conocidas como tarahumaras, parte de un grupo indígena que ha sido desplazado por la sequía, la deforestación y el cultivo de drogas en la sierra Madre.

En la ciudad enfrentan aún otras dificultades, amplificadas por la forma en que los rarámuris destacan.

Las mujeres usan vestidos brillantes y a veces pasan tardes enteras cosiendo vestimentas tradicionales, sin importar las presiones de la población mayoritariamente mestiza de México para asimilarse a un estilo más "occidental". Para el pueblo rarámuri, la asimilación es una negación, pero hay una idea muy arraigada entre algunas personas en México de que el progreso depende de abandonar ciertas tradiciones de la historia indígena del país.

Yulissa Ramírez, de 18 años, quiere desafiar esa noción. Tiene planes de estudiar Enfermería cuando se gradúe de la preparatoria, lo que significaría un uniforme casi obligatorio de ropas blancas, pero espera que el programa le permita usar un vestido rarámuri típico, de color blanco. "La sangre corre rarámuri y no nos debemos avergonzar", dijo Yulissa.

Cela Ramírez, de 10 años, ayuda a vestirse a su hermana, Rosa Candelaria, de 3. Viven en la comunidad rarámuri Oasis, en Chihuahua, México (Malin Fezehai para The New York Times)
Cela Ramírez, de 10 años, ayuda a vestirse a su hermana, Rosa Candelaria, de 3. Viven en la comunidad rarámuri Oasis, en Chihuahua, México (Malin Fezehai para The New York Times)

La madre de Yulissa, María Refugio Ramírez, de 43 años, cose a mano todos sus vestidos, en línea con una tradición que data del siglo XVI cuando España invadió la sierra Madre. Durante los siglos siguientes, sacerdotes jesuitas instaron a las mujeres rarámuris a utilizar vestidos que cubrieran por completo sus cuerpos. Con el tiempo, ellas adoptaron las telas de algodón que llegaron con la colonia española para imprimirles sus propios diseños de triángulos y bordes coloridos. Hoy siguen haciendo a mano las vestimentas coloridas y florales, que destacan particularmente cuando las mujeres dejan su asentamiento financiado por el estado de Chihuahua y van hacia el paisaje urbano de edificios de concreto gris y centenares de personas con pantalones de mezclilla.

Su resistencia a ajustarse a estilos más "contemporáneos" a veces ha sido a costa del progreso económico, pero varias de las mujeres rarámuris buscan combatir esta noción. Ramírez, por ejemplo, cree que sus estudios de Enfermería ayudarán a mandar un mensaje de que el pueblo rarámuri es una parte vital del futuro de México y también de su presente.

Otras mujeres rarámuris han logrado monetizar sus habilidades. Por ejemplo, Esperanza Moreno, de 44 años, hace bordados en tortilleros, delantales y paños con imágenes de mujeres rarámuri en su vestimenta tradicional. Luego los vende a asociaciones sin fines de lucro que, a su vez, comercializan esos productos en tiendas y en supermercados Walmart de todo el país. Las mujeres también han empezado a vender las vestimentas tradicionales que cosen.

Catalina Gutiérrez Aguirre, de 16 años, con su bebé (Malin Fezehai para The New York Times)
Catalina Gutiérrez Aguirre, de 16 años, con su bebé (Malin Fezehai para The New York Times)

El Jueves Santo de este año, el 18 de abril, Moreno se tomó el día libre del taller afuera de Oasis en el que cose vestimentas modernas que incorporan diseños rarámuris. El trabajo le da un ingreso fijo a Moreno, cuyo esposo es contratista en un trabajo que lo hace viajar fuera de Chihuahua con regularidad. Algunos hombres rarámuris en posiciones similares han sido secuestrados; son subidos a vehículos que parecen los colectivos de los sitios de construcción pero los llevan a laborar en campos de marihuana y opio a veces durante toda al temporada, dejando a sus familias preocupadas por su seguridad y, a veces, sin una fuente de ingresos.

Moreno estaba sentada enfrente de su casa con su nieta de un año, Yasmín, quien dio algunos pasos tentativos antes de voltear sonriendo. Moreno empezó a coser los vestidos para Yasmín poco tiempo después de que nació. Dijo que es importante transmitir la tradición de esa confección a las nuevas generaciones. "Queremos ser vistos como rarámuris", dijo.

Su oficio artesanal y el trabajo que le llega al taller son una manera para que Moreno pueda proveer a su familia; con el ingreso pueden comprar comida y pagar los servicios, pero también costear el mantenimiento de las tradiciones rarámuris. Las telas y los suministros para coser un solo vestido tradicional pueden superar los 400 pesos, unos 21 dólares, más de lo que muchas familias ganan en un mes.

Hay esfuerzos dentro de la comunidad para ayudar a las mujeres rarámuris a asegurar un ingreso sostenible y a la vez mantener viva su tradición de costura. En 2015, Paula Holguín, de 46 años, empezó a capacitar a treinta mujeres rarámuris a usar máquinas de coser en un taller espacioso dentro de Oasis con el respaldo del gobierno estatal de Chihuahua. El gobierno había terminado de construir el espacio poco tiempo antes como parte de un proyecto para que esas mujeres tengan cómo conseguir los ingresos al hacer vestimentas por comisión.

Los hombres rarámuris suelen dejar atrás sus camisas, telas y sandalias tradicionales cuando van a la ciudad en busca de trabajos en la construcción, pero es poco común que las mujeres rarámuri intercambien sus vestidos por los uniformes que requieren ciertos empleadores. "Solo uso vestidos rarámuris", aseguró Holguín, quien al igual que miles de mujeres pretende mantener viva la tradición de vestimenta y también las maneras de pensar la naturaleza y el cuidado el uno del otro de los rarámuris.

Integrantes de la comunidad de Oasis se reúnen cerca de un arroyo para refrescarse (Malin Fezehai para The New York Times)
Integrantes de la comunidad de Oasis se reúnen cerca de un arroyo para refrescarse (Malin Fezehai para The New York Times)

Las mujeres intentan complementar los ingresos de los hombres con la venta de artesanías y pidiéndoles a las personas en la calle korima —una palabra que significa reciprocidad— en las esquinas más concurridas en Chihuahua. Pero de ese modo consiguen poco dinero y se exponen a ellas y a sus hijos al tráfico vehicular, a ser insultadas y hasta amenazadas.

Holguín ahora dirige su propio taller de costura donde espera atraer a suficientes clientes para que cada costurera rarámuri pueda ganarse la vida en un espacio laboral seguro en el que tampoco tiene que sacrificar su vestimenta típica ni el tiempo que puede pasar con sus hijos.

Holguín antes iba con sus hijas a vender artesanías, dulces o a pedir korima en las calles de Chihuahua. "A veces me trataban mal", contó. "No todos son buena gente". Holguín también es una corredora entusiasta, como muchas personas rarámuris, y en su cocina tiene en exhibición una decena de medallas que ha ganado en maratones por la sierra (que corre con su vestimenta tradicional). Está convencida de que las mujeres rarámuris merecen estar orgullosas de su herencia, lo cual la llevó a pedirle al gobierno su apoyo para el taller y a impulsar a las mujeres a unirse al emprendimiento.

Sin embargo, conseguir clientes ha sido un gran desafío. Un proyecto grande, como el pedido que hizo un hospital cercano para dos mil sábanas, ocupa a las mujeres durante meses. Luego le siguen periodos con poco o nada de trabajo. Con los ingresos reducidos, las mujeres a veces regresan a las calles. "Si hay trabajo aquí, no van a la calle. Muchas veces van a la calle a vender si no hay trabajo", dijo Holguín.

Paula Holguin, de 43 años, busca empoderar a las mujeres rarámuri con trabajos de costura (Malin Fezehai para The New York Times)
Paula Holguin, de 43 años, busca empoderar a las mujeres rarámuri con trabajos de costura (Malin Fezehai para The New York Times)

Aún así ella se mantiene esperanzada de que el taller pueda proveerles a esas mujeres la oportunidad de ser vistas como costureras con una variedad de habilidades. Viaja con frecuencia a Ciudad de México para hablar en foros públicos sobre el taller y su importancia para la cultura rarámuri.

En 2018, cuando el entonces presidente electo Andrés Manuel López Obrador visitó Chihuahua para reunirse con funcionarios estatales, Holguín y un grupo pequeño de mujeres rarámuris y de funcionarios lo recibieron con consignas como: "AMLO, apoya a las costureras rarámuri". López Obrador, quien prometió impulsar los derechos indígenas como parte de su agenda, ignoró la multitud de reporteros para hablar con Holguín y otras mujeres ráramuris sobre su trabaajo como costureras. Pero Holguín afirma que los funcionarios de alto nivel al final no ofrecieron el respaldo que ella esperaba. "Nadie nos ayudó, ni el presidente ni el gobernador. Nada más con los clientes" del taller, indicó. Le da crédito a las mujeres tarahumaras y a los funcionarios locales que han apoyado sus planes. "Juntos hemos levantado el taller".

Frente a la violencia que han padecido las comunidades indígenas, la asimilación parecería ser el camino al progreso económico, a estar protegidos y a salvo. Pero para estas mujeres confeccionar y portar sus vestimentas tradicionales no es algo que pueda negociarse. Hasta las mujeres rarámuris que crecieron con una influencia más fuerte de la cultura urbana de Chihuahua, que integran elementos como joyería metálica o collares de plástico, siguen usando los vestidos tradicionales en su vida diaria y en ocasiones especiales. Son una marca de identidad y también de protesta.

"Así nacimos y así nos vistieron nuestros papás y mamás", enfatizó Holguín. "No se pierden las costumbres".

Copyright: c.2019 New York Times News Service

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