BOGOTÁ – El cuerpo de Dimar Torres, un exmiliciano de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), fue hallado el 22 de abril por sus vecinos en una vereda del departamento Norte de Santander, ubicado en la frontera con Venezuela. Tenía la cabeza destrozada y cuatro impactos de bala.
Torres, de 39 años, perteneció al frente 33 de la guerrilla hoy desmovilizada, y siempre vivió en Campo Alegre, un caserío habitado por agricultores. El día de su muerte volvía en moto desde un pueblo cercano donde había comprado tres machetes para trabajar en el campo.
En una primera versión oficial, el ministro de Defensa colombiano, Guillermo Botero, informó que el exguerrillero había muerto durante un forcejeo con un cabo del ejército, al que supuestamente intentaba desarmar. Más tarde, durante una visita de la Comisión de Paz del Senado al lugar de los hechos, el general del ejército Diego Villegas admitió que lo habían ejecutado y pidió perdón. El propio Villegas es investigado por una ejecución extrajudicial ocurrida en 2008.
El ministro Botero dijo que el general no consultó con él esta declaración, y se vio obligado a confirmar la nueva versión, aunque matizó la responsabilidad del militar implicado. "Si hubo un homicidio, ha tenido que haber alguna motivación", dijo el funcionario sobre el caso.
Esta frase del ministro causó la indignación de políticos y ciudadanos en redes sociales. Parlamentarios de oposición ahora promueven una moción de censura contra Botero en el Congreso, mientras otros piden su renuncia al cargo.
Desde la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las antiguas Farc, en noviembre de 2016 en Bogotá, 129 excombatientes de esa guerrilla han sido asesinados en distintas regiones, según la Agencia para la Reincorporación y la Normalización. En menos de la mitad de los casos la Fiscalía ha imputado cargos o ha capturado a algún responsable directo.
El 24 de abril, en un comunicado, la Misión de Verificación de la ONU manifestó su preocupación por la implementación de las garantías de seguridad y por el asesinato de excombatientes desde la firma del acuerdo de paz.
Diez días antes de la muerte de Dimar Torres, en Montelara, un caserío en La Guajira, al norte del país, una pareja de excombatientes dormía con su hijo Samuel David, de siete meses, cuando varios hombres armados irrumpieron en la vivienda y abrieron fuego. Los tres recibieron disparos. Carlos González y Sandra Pushaina, los padres de Samuel David, resultaron heridos y lograron salvarse, pero el niño murió desangrado mientras era trasladado al hospital.
González y Pushaina viven en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación "Simón Trinidad", uno de los campamentos establecidos por el acuerdo de paz donde los exguerrilleros se concentraron después de entregar las armas. La seguridad de esas instalaciones está en manos del ejército.
La Agencia para la Reincorporación y la Normalización, encargada de fortalecer la reintegración de excombatientes a la vida civil, encuestó a 10.415 de más de 13.014 registrados, y afirma que el 76 por ciento es optimista sobre su futuro. Pero el sondeo también reveló que el 44,4 por ciento de los exguerrilleros registrados estima que su vinculación al proceso los pone en riesgo.
Los excombatientes, campesinos con escasa educación en su mayoría, reciben capacitaciones y algunos apoyos para iniciar proyectos productivos como parte del acuerdo con el gobierno. Sin embargo, ante los asesinatos de sus compañeros, la desconfianza empieza a crecer.
Existen antecedentes que estimulan este escepticismo. En 1985, como parte de las negociaciones de paz con el expresidente Belisario Betancur, surgió la Unión Patriótica, un partido político integrado por miembros de las Farc y otros activistas que buscaban el fin del conflicto armado. Casi al mismo tiempo paramilitares y fuerzas gubernamentales empezaron una campaña contra militantes del nuevo partido, cuyas víctimas se estiman en más de cuatro mil asesinados.
Más de treinta años después, el costo de sumarse a la paz en Colombia sigue siendo muy alto para algunos. Dimar Torres recibió cuatro disparos, según confirmó el fiscal general después de conocer las pruebas forenses, e imputó cargos contra el cabo Daniel Gómez por el delito de homicidio. El militar, quien confesó que llevaba quince días haciéndole seguimiento al exguerrillero, ya fue procesado y permanecerá recluido en un batallón militar mientras avanza la investigación.
Los vecinos de Campo Alegre sostuvieron la versión del asesinato desde antes de que se conociera la investigación. José del Carmen Abril, miembro de la Asociación Campesina del Catatumbo, cuenta que ese día a las 5:20 de la tarde se escucharon detonaciones en el campamento militar que está junto al pueblo. Un muchacho de 14 años alertó a la comunidad y dijo que vio cuando varios soldados detuvieron a Dimar Torres en un retén sobre la carretera.
"Un grupo de unas 80 personas fue hasta el campamento que tiene el ejército ahí cerquita a preguntar qué había pasado con Dimar", dice Abril. Los militares respondieron que no sabían nada, y que era común disparar en esa zona del Catatumbo, donde las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación y disidencias de las antiguas Farc se disputan el control del territorio y el negocio del narcotráfico.
Según la oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, esta es la segunda zona de Colombia con más cultivos de coca.
Los campesinos aseguran que esa tarde los soldados, unos 25 hombres armados, dispararon varias veces al aire para disuadir al grupo, que al final logró entrar. "Encontramos una fosa recién abierta donde lo iban a enterrar. Después encontramos el cuerpo de Dimar desnudo", cuenta uno de los testigos, quien pidió no revelar su nombre por temor a represalias.
Después de que los soldados se retiraron, los campesinos de Campo Alegre vigilaron el cadáver de Dimar Torres durante 24 horas, hasta que la Fiscalía General de la Nación hizo el levantamiento oficial y trasladó el cuerpo en un helicóptero para realizar la necropsia en Cúcuta, a unos 250 kilómetros del homicidio.
Días después de la muerte de Torres circularon por las redes sociales fotografías de su cuerpo y videos grabados por los vecinos de Campo Alegre. En uno de ellos, un soldado intenta detener a la turba que busca al exmiliciano; un campesino llora y la cámara muestra la moto de Torres tirada sobre el pasto junto a su cadáver.
A raíz del asesinato de Dimar Torres, el Alto Consejero para el Posconflicto, Emilio Archila, descartó que exista un vínculo entre los asesinatos de excombatientes.
Pero Carlos Antonio Lozada, uno de los líderes de la antigua guerrilla y ahora senador del partido Farc, considera que las muertes son sistemáticas. "Hay un patrón que obedece a la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad a quienes hemos dejado las armas", dijo. "Es preocupante lo que está ocurriendo. Se va perdiendo credibilidad en la voluntad del gobierno para implementar el acuerdo de paz".
Muchos excombatientes han abandonado los campamentos donde se concentraron después de entregar las armas, y se han esparcido en distintas zonas por su cuenta. Esto ha vuelto más difícil su protección. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) publicó un informe en el que reseña la intensificación de la violencia en lugares como el Catatumbo, donde fue asesinado Dimar Torres.
Juan Carlos Garzón, investigador de la FIP, considera que el reto para el Estado es mayúsculo. "Se trata de construir institucionalidad a partir de un proceso colectivo", dice. Un esfuerzo "que entre otras cosas incluye la reconciliación".
En las zonas del país donde se ha instalado la guerra durante décadas, el poder ha cambiado de manos de forma sucesiva. Norte de Santander fue dominado por los paramilitares, por las antiguas Farc y ahora por el ELN. El desafío allí, según Garzón, es lograr que prevalezca el Estado y no los grupos ilegales. "Con la comunidad y con las autoridades locales hay que construir mecanismos de prevención y protección", dice.
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