En 2007 Gabriela Alemán fue escogida por el Hay Festival como uno de los 39 autores menores de 39 años más importantes de América Latina. Diez años más tarde una segunda escritora ecuatoriana, Mónica Ojeda, fue también incluida en la prestigiosa selección.
Ese mismo 2017 Alemán —mientras su Poso Wells se traducía al inglés— publicó Humo, una novela sobre la historia de Paraguay y sobre las migraciones latinoamericanas que tuvo una gran repercusión en todo el continente.
Y, con la publicación de Mandíbula al año siguiente —destacada por varios medios de renombre entre las mejores novelas de 2018— Ojeda se convirtió en una de las jóvenes autoras en lengua española con más proyección internacional, con contratos de traducción al griego (Skarafima), al inglés (Coffee House) y al francés (Gallimard).
No son las únicas escritoras de Ecuador cuyas obras se publican, se leen y se recomiendan más allá de las fronteras de su país. Pelea de gallos, el primer libro de cuentos de María Fernanda Ampuero, publicado en España por Páginas de Espuma, ha sido muy bien recibido por la crítica y por el público a ambas orillas del Atlántico. Y el sello Candaya, tras publicar el libro de relatos La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe, va a doblar la apuesta por la ficción ecuatoriana con el lanzamiento, antes de final de año, de la novela Siberia, de Daniela Alcívar Bellolio.
A esos nombres se le añade, en el ámbito de la no ficción, el de Sabrina Duque, que acaba de publicar VolcáNica. Crónicas desde un país en erupción, el proyecto con que ganó la beca Michael Jacobs de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Aunque la violencia y el género sean dos temas comunes en todas ellas, yo diría que esa literatura que cruza fronteras habla, precisamente, de personajes que viajan, que viven en otros países o que habitan identidades extranjeras.
Los relatos de Alemán son sumamente inquietos, tanto en términos de subgénero (realismo, ciencia-ficción, terror, western: nada alienígena le es ajeno) como de geografía (en "El extraño viaje", por ejemplo, conecta Nueva York, Quito y Valparaíso a través de la adaptación radiofónica de La guerra de los mundos); Nefando, de Ojeda, transcurre en Barcelona y en pantallas de videojuegos; los cuentos de Ampuero sintonizan con la frecuencia del paisaje físico y moral de toda América Latina; los de Rodríguez Pappe, nos transportan a Lima o a Las Vegas; Siberia se mueve entre Guayaquil, Quito y Buenos Aires; y Luque, que vive en Managua (y antes lo hizo en Lisboa y Brasilia), construye su libro a partir de decenas de historias de migrantes nicaragüenses y de viajeros de todo el mundo por ese país convulso.
Aunque autores como Javier Vascónez y Leonardo Valencia (parte de la selección de 2007 de Bogotá39, quien ahora publica La escalera de Bramante en Seix Barral) también hayan publicado en España y otros países iberoamericanos, lo que están logrando las nuevas narradoras ecuatorianas no tiene precedentes. La fuerza y la calidad de sus propuestas se han visto acompañadas por un contexto de recepción finalmente favorable. Con ellas la literatura ecuatoriana entra en el mapa internacional.
Tal vez haya que remontarse a los años setenta para encontrar un momento similar: Jorge Enrique Adoum ganó en 1973, con su novela Entre Marx y una mujer desnuda, el premio Xavier Villaurrutia; y en 1979 apareció en Seix Barral de Barcelona su poemario No son todos los que están. Tal vez sea lo más cerca que estuvo la literatura ecuatoriana de entrar en la órbita del post-Boom.
En la del Boom quizá fue la mexicana Elena Garro la escritora con más opciones de ingreso, pero Los recuerdos del porvenir fue rechazada en 1962 por Carlos Barral (y el Biblioteca Breve original no lo ganó ninguna mujer).
Los tiempos por suerte han cambiado y las escritoras comienzan a tener las mismas opciones que los escritores para ser leídas y publicadas y premiadas y canonizadas. El movimiento #MeToo ha sido la octava parte, la más visible, del iceberg feminista que está hundiendo al Titanic del machismo. También del literario.
Tanto Ojeda como Ampuero, de hecho, han denunciado abusos o maltrato. Como el resto de las escritoras más destacadas de su generación, acompañan su obra de alta calidad con un activismo necesario para acelerar la expansión de la perspectiva de género. Para que las escritoras y los escritores tengan las mismas opciones de ser leídos y premiadas.
En el siglo XXI se ha vuelto posible algo que en el XX hubiera parecido ficción: que las caras más visibles, que las obras más importantes y reconocidas de una literatura nacional —presente y pasada— sean de escritoras. Es el caso de la canadiense, con Alice Munro o Margaret Atwood como máximos exponentes; o de la surcoreana, representada en las librerías de todo el mundo por Han Kang.
Ecuador está entrando con sus escritoras en esa tendencia, que también es latinoamericana. Karina Sainz Borgo es la primera autora de la historia de la literatura venezolana que va a ser traducida a veintidós idiomas, con su primera novela, La hija de la española. Y en estos momentos Ida Vitale y Elena Poniatowska, premios Cervantes, son las máximas figuras —respectivamente— de la literatura de Uruguay y de México.
Todo eso invita a reescribir, para acabar, el cuentito de Augusto Monterroso, que nunca sabremos si se refería secretamente a un dictador, a un escritor pesado o al machismo literario: cuando nos despertamos el dinosaurio seguía allí, pero ya se estaba yendo.
* Copyright: 2019 The New York Times News Service