Cinco días después de que cincuenta musulmanes fueron asesinados en Nueva Zelanda durante un ataque atribuido a un supremacista blanco australiano, el primer ministro de Australia, Scott Morrison, develó un plan que dijo abordaría un desafío fundamental que enfrenta el país.
No obstante, no se trató de una propuesta para combatir a los grupos de odio y la islamofobia. Era un plan para reducir la inmigración.
El plan del gobierno, que había estado gestándose durante meses, es un posible punto de inflexión para un país que ha sido moldeado por los inmigrantes desde su época como colonia penal británica y que se había presentado en años recientes como un modelo de la manera en que la inmigración, si se maneja adecuadamente, puede reforzar a un país.
Ahora, en medio del rechazo global a la inmigración que ha transformado la política en Estados Unidos, el Reino Unido y gran parte de Europa, incluso Australia está cambiando de dirección, al alejarse de una política que dio la bienvenida a extranjeros calificados que ayudaron a impulsar décadas de crecimiento económico, y que convirtió en una sociedad multicultural a un país que alguna vez estuvo cerrado a los inmigrantes que no fueran blancos.
Morrison presentó la decisión como una reacción a la saturación en las ciudades más grandes del país, que ha provocado trayectos congestionados y costos más elevados en el sector de la vivienda. "Este plan se trata de proteger la calidad de vida de los australianos en todo nuestro país", comentó.
Ese tipo de inquietudes se generalizaron a medida que la oposición en el país al crecimiento demográfico fue creciendo rápidamente a lo largo del año pasado. Sin embargo, hay quienes se preocupan de que estas quejas sobre la "calidad de vida" hayan hecho más grande —o quizá han enmascarado— una ambivalencia más arraigada con respecto a una nueva ola de inmigración no europea, sobre todo por parte de ciudadanos provenientes de países musulmanes, africanos y asiáticos.
Ni el veloz ritmo del cambio ni sus beneficios pueden negarse. La población de Australia ha crecido casi un 40 por ciento, de dieciocho a veinticinco millones de habitantes, desde la década de los noventa, y los economistas argumentan que la cifra récord de veintisiete años sin recesiones en la nación habría sido imposible sin el aumento de la inmigración.
La mayoría de los 4,7 millones de extranjeros que han llegado desde 1980 han sido migrantes calificados, sobre todo desde 2004, cuando llegaron en promedio más de 350.000 estudiantes y trabajadores calificados cada año, según cifras del gobierno.
De acuerdo con el censo de 2016, más de uno de cada cuatro australianos nació en el extranjero, en comparación con el 13,7 por ciento de la población en Estados Unidos y el 14 por ciento en el Reino Unido. Además, ahora seis de las principales diez naciones de origen de los migrantes son asiáticas; China (509.558 personas) e India (455.385) son los países que encabezan la lista.
Muchos australianos dicen que es hora de que termine esa tendencia. En una encuesta reciente, más de dos tercios dijeron que su país ya no necesitaba más gente. Apenas en 2010, la mayoría de los australianos no estaba de acuerdo con esa afirmación.
Morrison y su Partido Liberal —que a menudo ha utilizado el sentimiento antiinmigrante para motivar a su base conservadora— claramente creen que la inmigración será el tema victorioso para ellos en la elección nacional del 18 de mayo.
El gobierno ha lentificado las aprobaciones de visas y planea recortar la inmigración de 160.000 a 30.000 personas al año, la reducción más grande que se ha visto desde principios de la década de los ochenta, según datos de archivo.
Los expertos que analizan los datos de encuestas y las cifras de censos han hallado que la frustración australiana respecto a la inmigración se centra en temas generales: el ritmo del crecimiento demográfico (del 1,6 por ciento en todo el país el año pasado, en comparación con el 0,7 por ciento de Estados Unidos) y las percepciones respecto de quién gana y quién pierde debido a este fenómeno.
Con un territorio tan grande como la parte continental de Estados Unidos y una décima parte de la población, Australia es uno de los países con menor densidad demográfica del mundo. También es uno de los más urbanizados y tiene una cultura de altas expectativas; incluso muchas personas que viven en ciudades tienen la expectativa de tener un jardín.
Sin embargo, Nicholas Biddle, un economista de la Universidad Nacional Australiana que supervisó una encuesta muy amplia acerca de la inmigración a finales del año pasado, halló que la gente que vive en los lugares donde ha habido más crecimiento demográfico no es la más propensa a exigir recortes a la inmigración.
Cuando Biddle hizo un mapa con los datos del censo, con las características de los que se oponían al crecimiento demográfico y la inmigración, por ejemplo, descubrió que ninguna de las zonas en el 20 por ciento superior de la oposición al crecimiento de la población y la inmigración se encontraba en Sídney o en Melbourne.
En cambio, con base en las encuestas a nivel nacional, el lugar donde era menos probable que los residentes se opusieran al crecimiento demográfico fue Surry Hills, un suburbio en el interior de Sídney donde se han disparado los precios de las viviendas y el tráfico puede ser sofocante.
Recientemente, durante la hora pico nocturna en la estación central, cientos de personas se formaban para subirse a los trenes mientras por los altavoces se les solicitaba a los usuarios que se extendieran a lo largo de la plataforma.
No obstante, incluso algunos de los viajeros más frustrados hicieron un llamado, no a favor de que haya menos personas, sino a favor de mejoras en la infraestructura, microciudades fuera del centro de Sídney o algunos cambios a la cultura de trabajo para limitar los trayectos durante la hora pico.
"No querría regresar a la Australia de las décadas de los treinta y los cuarenta", comentó Michael Monaghan, que llevaba su portafolio mientras esperaba un tren. "Tan solo es una cuestión de gestión".
Una afirmación muy distinta puede escucharse casi dos horas al norte de Sídney, en Central Coast, hogar de un cúmulo de suburbios rurales y ciudades pesqueras que conforman el principal porcentaje de la oposición al crecimiento y la inmigración.
Algunos residentes de la zona justifican su oposición preguntando si Australia tiene suficiente agua para abastecer a una población más grande, un elemento del debate sobre la inmigración que ha tenido el país desde la década de los ochenta, antes de que las plantas desalinizadoras se volvieran más comunes.
El ascenso de políticos de derecha como Fraser Anning, un senador que culpó a la inmigración musulmana por los ataques en Nueva Zelanda, y Pauline Hanson, que alguna vez usó un burka en el Parlamento para manifestarse en contra del islam, ha llevado el racismo al diálogo público.
"Estos últimos años hemos visto que los políticos afirman que la gente tiene derecho a ser intolerante", dijo Tim Soutphommasane, excomisionado de discriminación racial de Australia y profesor de la Universidad de Sídney. "Ha habido una normalización progresiva de las ideas políticas de la extrema derecha".
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