CARACAS — El viernes, la capital de Venezuela y 20 de los 23 estados del país se quedaron sin electricidad. Es el tercer corte de electricidad importante que ha habido en Venezuela en marzo. Una vez más, el gobierno ha atribuido los cortes a un "ataque electromagnético" orquestado por Estados Unidos y a ataques terroristas de la oposición.
En el transcurso de los últimos seis años, los ciudadanos se han quedado cada vez más desamparados, pues el gobierno de Nicolás Maduro ha demostrado ser incapaz de proveer incluso los servicios más básicos, como los de alimentos, atención médica, electricidad y, muy pronto, agua. Si el primer apagón —el del 7 de marzo— dejó al descubierto la manera en que décadas de mala gestión han destruido la economía, la sociedad y la infraestructura del país, el segundo corte eléctrico reveló que hay muy pocas esperanzas de que el gobierno tenga la capacidad de encontrar soluciones para los numerosos problemas del país.
Durante años, los venezolanos se las han arreglado para sortear crisis simultáneas, sociales y económicas, pero los cortes eléctricos han empeorado todo. No es solo el hecho de que la vida se tornó más complicada de la noche a la mañana, sino también que la posibilidad de que las cosas mejoren algún día se volvió más lejana.
El primer apagón dejó a la gente sin servicios de telefonía e internet, los hospitales de todo el país colapsaron y un sinfín de zonas se quedaron sin agua. Ya que el Estado les ha fallado constantemente, las personas hicieron lo que han estado haciendo durante años: buscar sus propios remedios para los problemas públicos. La improvisación colectiva destacó lo vulnerable que se ha vuelto el país.
En las redes sociales se publicaron muchas imágenes de personas recolectando agua de ríos contaminados, lo cual presagia epidemias que el sistema de salud del país, de por sí frágil, no podrá contener. En Maracaibo, la segunda ciudad más grande del país, más de quinientas tiendas fueron saqueadas y destruidas. El miedo de que se produzca otro episodio de violencia está presente a toda hora.
A medida que se prolongaba el corte de electricidad, era más difícil comprar comida ya que los pagos con tarjeta no podían procesarse sin electricidad. En cuestión de horas, la gente empezó a usar dólares estadounidenses. En el sector de Maca, en El Llanito, varios mercados al aire libre colgaron letreros que anunciaban que aceptaban "lechugas", la palabra clave que usan los venezolanos para referirse a los dólares. De la noche a la mañana, la economía se había "dolarizado" informalmente.
Sin embargo, las múltiples crisis de Venezuela implican que la solución a un problema puede generar otro. Con la tasa tan elevada de delincuencia en el país, tener dólares puede hacer que te maten. Dentro de una tienda de alimentos una mujer me dijo, mientras se aferraba a su bolsa con actitud defensiva, que el efectivo que tenía se lo había regalado un pariente que la visitó en diciembre. Paula, una ama de casa de casi sesenta años, recalcó que "solo tenía un par de billetes de veinte dólares". Temía ser presa de los rufianes del vecindario. "Si el hambre no te mata, el crimen sí lo hará", dijo.
Si el apagón fue un golpe duro para la economía, ha tenido un impacto aún mayor en el sistema de salud. Los hospitales derruidos del país ya estaban sufriendo una escasez de medicamentos y piezas necesarias para la reparación de equipo médico. Decenas de pacientes murieron cuando los viejos generadores no lograron arrancar. Los doctores del Hospital Domingo Luciani en Caracas describieron la inútil labor de intentar mantener con vida a los pacientes por medio de respiradores bombeados a mano. Bebés recién nacidos murieron en incubadoras inservibles. El día que estuve ahí, la electricidad finalmente se había restablecido, pero todavía no tenían agua. Al lado de las camas de los pacientes había garrafones de agua de cinco litros que sus familiares les habían llevado. Otro ejemplo más de cómo la gente tiene que valerse por sí misma.
Un joven cirujano, que prefirió conservar su anonimato por miedo a las represalias, me dijo que la falta de agua también estaba empeorando la escasez de instrumentos quirúrgicos. "Los desechamos porque, en estas condiciones, no podemos esterilizarlos".
Por impactante que sea ver cómo los hospitales prestan servicios sin agua, en la mayoría de los vecindarios esto se ha vuelto común. A las cuatro de la madrugada, a las afueras de Petare, en el barrio bajo de San Blas, mujeres hacen fila en una calle sinuosa para recolectar agua de un arroyo. La espera está cargada de rabia. Leticia Vargas, quien estaba a una persona de llegar al arroyo tras una espera de tres horas, describió cómo es vivir con lo mínimo indispensable. "Pasamos de ser pobres a vivir en la miseria", confesó la mujer de 50 años. Su camiseta está hecha jirones, y sus ojos hundidos en un rostro demacrado reflejan una vida tan difícil que la hacen ver diez años mayor.
La desesperación de Leticia estaba acompañada de una sensación de desesperanza. "Solo hacen promesas, pero nunca arreglan nada", dijo en referencia al gobierno. Zuri Zambrano, que también estaba formada, intervino: "Solo nos han dicho mentiras". Lo dijo a un volumen tan alto que el hombre hasta el frente de la fila la alcanzó a escuchar.
Ese hombre era Jeison Carvajal, líder del consejo comunitario a favor del gobierno. Su trabajo ese día consistía en limitar el tiempo de cada persona en el surtidor. De pie, junto a un cilindro ancho de metal galvanizado, de donde brota el agua, Jeison me contó que el plan original era agregar varios surtidores para reducir el tiempo de espera. Luego de veinte años en el poder y una ganancia imprevista de casi un billón de dólares por la bonanza petrolera, lo máximo que el gobierno les pudo ofrecer a los habitantes de San Blas fue una solución improvisada, y ni eso pudo cumplir.
Cuando les pregunté a Leticia y a sus amigas si alguna vez han considerado manifestarse, se encogieron de hombros ante la sugerencia. "Si lo hacemos, el ejército nos va a matar", dijo Leticia. Zuri añadió que, pese a su enojo, la "cacería" de comida, agua y medicinas no le dejaba tiempo libre. "Además, nada va a cambiar", dijo. Las atroces condiciones de vida y el miedo a la represión a veces pueden desmovilizar a una sociedad, como en el caso de San Blas. En otros, como el de Maracaibo, pueden impulsarla.
A diferencia de Caracas, Maracaibo experimentó cortes eléctricos diarios durante la mayor parte de 2018. Lo que alguna vez fue el núcleo de una próspera industria petrolera ahora se ha convertido en el epicentro de una operación de contrabando de gasolina hacia Colombia y un cruce fronterizo para los millones que se van del país. La economía local está tan mal que la mercancía a menudo se intercambia en trueques, no se vende.
Tras el apagón del 7 de marzo, tres días de disturbios sacudieron la ciudad. Los informes noticiosos transmitidos desde la zona parecían sacados de la película Mad Max: multitudes armadas tomaban las calles destruyendo y robando todo, desde tiendas hasta centros comerciales, incluso cables de cobre. La ciudad fue canibalizada.
Hasta ahora, Caracas se ha salvado de los horrores que han destrozado a Maracaibo. No obstante, un gobierno que está en quiebra, deslegitimado y sancionado puede hacer muy poco por su pueblo. Si los apagones se vuelven cotidianos, quizá no tengamos tanta suerte la próxima vez. Temo que la violencia y los saqueos se expandan como el fuego por la capital de la nación y más allá. Esa podría ser otra estocada mortal para Venezuela.
Virginia López Glass es periodista. Ha cubierto Venezuela y América Latina para los medios internacionales y fue corresponsal sénior de Al Jazeera English.
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