La solución de Venezuela pasa por Cuba

Por Julio Borges

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Nicolás Maduro junto a Raúl Castro (EFE)
Nicolás Maduro junto a Raúl Castro (EFE)

Era enero de 2018 y un grupo de legisladores de oposición llevábamos adelante en República Dominicana el último intento de negociación para detener el caos que día a día se profundiza en Venezuela. Ahí el jefe de la delegación de Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez, dijo varias veces que ellos aspiraban a que el mundo tratara a Venezuela como a Cuba. La inesperada confesión de Rodríguez puso al desnudo la pretensión del régimen: ser una dictadura aceptada, como ocurrió con la que encabezó Fidel Castro por más de cincuenta años y que recientemente arribó a su sexta década.

Pero Cuba no es solo un modelo. Venezuela es un país secuestrado porque las decisiones importantes de gobierno se toman en La Habana y no en Caracas. Los tentáculos del régimen castrista tienen extensiones en varias de las instituciones gubernamentales venezolanas: desde la oficina de extranjería hasta los servicios de salud. Las fuerzas armadas están infiltradas por ciudadanos cubanos que ocupan puntos estratégicos de la estructura militar. La invasión es tal, que en octubre de 2018 el secretario general de la Organización de los Estados Americanos, Luis Almagro, presentó un informe ante la Organización de las Naciones Unidas donde describe que existen cerca de 22.000 cubanos infiltrados en el Estado venezolano, especialmente en los organismos de inteligencia. Esta misma semana se conocieron escalofriantes detalles de la participación de Cuba en el entrenamiento de torturadores venezolanos.

Mientras tanto es importante recordar algo que se puede perder de vista: hasta hace solo dos años la oposición buscó una solución interna a nuestra crisis. Hoy los miembros de la oposición sabemos que ninguna salida que propongamos al dictador será viable mientras Venezuela no recupere su libertad de Cuba.

Para entender por qué es necesario repasar la historia reciente. En las elecciones parlamentarias de 2015, los distintos partidos de la oposición ganamos la mayoría en la Asamblea Nacional y el régimen decidió que era necesario frenar la acción del nuevo parlamento a cualquier precio. Al año siguiente, el gobierno postergó ilegalmente las elecciones regionales y suspendió el proceso para convocar un referéndum presidencial. En 2017, los venezolanos salimos a la calle para desconocer las sentencias contra la Asamblea Nacional emanadas de un Tribunal Supremo de Justicia nacido ilegítimamente y decidimos no participar en unas elecciones regionales que fueron amañadas. Las protestas civiles de ese año, de acuerdo con el Ministerio Público, dejaron al menos 120 muertos, miles de heridos y centenares de detenidos.

En República Dominicana habíamos buscado acordar condiciones para una elección presidencial con un mínimo de garantías democráticas, pero el régimen negó cualquier posibilidad de permitir un proceso electoral que reflejara la voluntad de los venezolanos. Por eso no firmamos ningún acuerdo y la elección presidencial del 20 de mayo de 2018, adelantada a conveniencia de Maduro, fue desconocida por los venezolanos y buena parte de la comunidad internacional.

En el camino, se han acumulado 866 presos políticos que se encuentran retenidos en Venezuela, según el Foro Penal. En el último año han sido abortados siete intentos de rebelión militar para tratar de restablecer la constitución y nuestra soberanía. Más de trescientos oficiales se encuentran presos.

Esa ruta nos condujo al momento que vivimos hoy.

Pero la inextricable relación de la dictadura de los Castro en Cuba con el régimen chavista empezó hace veinticinco años, cuando Hugo Chávez visitó La Habana luego de salir de la cárcel. Con la caída del muro de Berlín en 1989 y el desmoronamiento de la Unión Soviética, la Cuba de Fidel Castro perdió a su gran benefactor económico. El ascenso de Chávez al poder en Venezuela, una década después, le permitió a Castro encontrar un nuevo benefactor. La relación entre ambos países se cimentó cuando Venezuela experimentó una nueva bonanza petrolera entre 2004 y 2014, y se mantiene hasta el presente.

Entre 40.000 y 50.000 barriles de petróleo venezolano van a Cuba diariamente, pese a que la producción petrolera venezolana ha declinado más de 60 por ciento en años recientes. El subsidio económico de Venezuela llegó a su cúspide a representar cerca del 12 por ciento del producto interno bruto de la isla. Algunos estiman que, en aproximadamente quince años, Venezuela le ha subsidiado a Cuba 35.000 millones de dólares en petróleo. Durante el auge petrolero, el reparto fue de tal magnitud que diariamente se le suministraron alrededor de 90.000 barriles de crudo; lo que representó 9000 millones de dólares anuales. Hace semanas, y pese a la brutal crisis económica que padecemos, Maduro nos endeudó con otros 440 millones de dólares para enviar ayuda a Cuba. Por eso el problema no es una potencial invasión a Venezuela por un poder extranjero: nuestro país es un coloniaje cubano que ha sido despojado de sus recursos desde más de una década.

Pero nosotros no somos una isla. Tenemos fronteras terrestres y por eso nuestra tragedia se extendió por toda la región. El inédito e indetenible flujo migratorio presiona a países vecinos como Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Chile, Argentina y las islas del Caribe.

El compromiso de los países del mundo libre debe ser lograr la democracia en toda la región, pero para eso hay que cortar el germen autoritario arraigado en Cuba y Venezuela. No podemos ignorar que en este momento son un dúo inseparable.

Debemos ser realistas. La dictadura de Nicolás Maduro ha demostrado hasta el cansancio que no dejará el poder por las buenas, y quienes nos oponemos a ella no somos una opción violenta ni armada. Hemos ofrecido todas las amnistías posibles y las han rechazado, pero nunca aceptaremos la normalización de la dictadura. La salida de Nicolás Maduro significará la caída del muro de Berlín, treinta años después, en América Latina.

Y a la inversa: la permanencia de Maduro en el poder significa más muertos, más presos, más persecución y más compatriotas venezolanos forzados a migrar. A la comunidad internacional se le agota el arsenal diplomático porque no hay precedentes en América Latina de una situación similar a la venezolana.

Protesta opositora en Caracas (Reuters)
Protesta opositora en Caracas (Reuters)

La política es dinámica. Cuando en 2017 presidí la Asamblea Nacional le advertimos al mundo que la crisis política tornaba ya en una crisis democrática, por tal motivo, solicitamos sanciones personales y económicas contra los jerarcas del régimen de Maduro. En ese momento, fueron consideradas impensables, pero hoy son una realidad, al igual que las restricciones a las operaciones de Petróleos de Venezuela (PDVSA).

Es un error pedir a los demócratas de Venezuela que se alejen de Estados Unidos y de los aliados de América Latina en esta encrucijada. Ellos representan el único contrapeso para enfrentar a un régimen con un poder ilimitado, sin ningún tipo de control institucional y que está armado y dispuesto a ejercer la violencia.

Es importante pensar en lo que viene y medir los pasos a seguir.

La dominación de Venezuela por Cuba es un problema real y no podremos revertirlo si los países democráticos no lo entienden y orientan su presión también hacia La Habana. Quienes hablan de promover una negociación deben entender que hay que involucrar al expresidente cubano Raúl Castro y su cúpula. Contra ellos deben continuar las presiones y sanciones de la comunidad internacional.

El llamado de la Asamblea Nacional de Venezuela y del presidente encargado Juan Guaidó de cesar el envío de petróleo a Cuba es un primer paso. Las compañías que comercian con petróleo venezolano deben acatarlo si quieren evitar sanciones secundarias derivadas de las ya impuestas por Estados Unidos contra PDVSA. Por su parte, el Grupo de Lima debe velar para que se realicen las investigaciones en materia de corrupción y violaciones de derechos humanos, que ya fueron acordadas, y que podrían involucrar a sus nacionales, así como a venezolanos y cubanos.

Finalmente, la izquierda internacional debe comprender que los venezolanos no somos víctimas de una sola dictadura, sino de dos: la de Maduro y la de Cuba. Por lo tanto, debe abandonar su política de solidaridad automática y retirar su apoyo a Nicolás Maduro.

 
 

Julio Borges fue presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y es embajador del gobierno del presidente encargado Juan Guaidó ante el Grupo de Lima.

Copyright: 2019 New York Times News Service.

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