Jorge Eduardo Espinosa es periodista. Escribe una columna en El Espectador y es panelista de "Hora 20" en Caracol Radio.
El fiscal colombiano Néstor Humberto Martínez lleva meses en el centro de un debate relacionado con el mayor escándalo de corrupción de América Latina: Odebrecht. A mediados de noviembre de 2018, Noticias Uno publicó unas grabaciones secretas en las que Martínez, entonces asesor jurídico de Corficolombiana —empresa de Luis Carlos Sarmiento Angulo, uno de los hombres más ricos del país—, era informado de irregularidades y posibles delitos en el contrato vial Ruta del Sol II. Las grabaciones, hechas en 2015, fueron cedidas al canal por Jorge Enrique Pizano, testigo en el caso de sobornos de la constructora brasileña, y se revelaron después de su muerte.
El capítulo colombiano de Odebrecht no ha estado exento de tragedia: a la muerte de Pizano y a la de su hijo Alejandro, cuatro días después, se suma la renuncia del director de Medicina Legal, Carlos Valdés, por un error en el manejo de las pruebas forenses en la muerte del Pizano. Pero ante todo, el caso de Odebrecht ha permanecido impune.
La permanencia del fiscal le está haciendo un daño irreparable a una institución crucial para la democracia colombiana: la Fiscalía General de la Nación. El órgano judicial que debe ser independiente y perseguir con rigor y compromiso la corrupción, está hoy desprestigiado ante la gran mayoría de la población. Según la encuesta Gallup de diciembre de 2018, la imagen desfavorable de la fiscalía está en un máximo histórico: 62 por ciento. Nunca, en los últimos cinco gobiernos, los colombianos veían con tanta desconfianza a esta institución.
Si Colombia está decidida a erradicar la corrupción y ganar legitimidad judicial, el fiscal Martínez debe renunciar. Lo único que puede garantizar al país conocer la verdad de Odebrecht es que al mando de la fiscalía esté una persona libre de cualquier conflicto de interés, alguien de quien nadie pueda dudar de su autonomía para investigar y perseguir a todos los funcionarios públicos y empresarios que acordaron pagos de sobornos para ganar licitaciones de obras públicas.
Es verdad que el fiscal Martínez se declaró impedido en algunas de las investigaciones de Odebrecht y dejó a la vicefiscala (subalterna suya), como la encargada. Después del escándalo de las grabaciones, también se nombró a un fiscal ad hoc —cuyas funciones no están claras en el ordenamiento jurídico colombiano— para investigar tres casos. Esto, que en apariencia soluciona el problema, es insuficiente porque, como me explicó el profesor de derecho constitucional Douglas Lorduy Montañez, "todas las posibilidades de investigación del fiscal ad hoc dependen de la colaboración de funcionarios y órganos que hacen parte de la fiscalía y, por tanto, están bajo el control de Martínez".
Hasta el momento, se ha acumulado evidencia contundente contra el fiscal. En un fragmento de una de las grabaciones, Martínez dice: "Sí, hijueputa, esto es una coima". Y en otro momento de los audios explica: "Mire todos los delitos que se han cometido, soborno, lavado de activos, falsedad en documento privado, administración desleal, abuso de confianza, estafa, hurto agravado, peculado por apropiación".
Ante esta exhibición tan pública del conflicto de intereses, es legítima la pregunta de si una fiscalía liderada por Martínez puede ser imparcial, avanzar en la investigación de los lentos procesos de Odebrecht en Colombia. Por cada día que el fiscal permanezca en su cargo, aumenta la percepción de que Martínez está en la fiscalía para proteger a sus antiguos clientes y no para hacer justicia.
Las dudas son pertinentes porque el caso en Colombia no avanza como debería. Y avanzar, como me dijo el senador de la oposición Jorge Enrique Robledo, significa "capturar a los principales responsables de la corrupción". Y eso no ha pasado hasta ahora. El empresario Marcelo Odebrecht reconoció que pagó 11 millones de dólares en sobornos para ganar licitaciones en el país, pero solo está condenado un viceministro de Transporte, Gabriel García Morales, por recibir 6,5 millones de dólares esa tajada. Es natural preguntarse quiénes son los responsables de los otros 4,5 millones de dólares.
Mientras que en Perú han caído fiscales y presidentes en ejercicio, en Ecuador hay un ex vicepresidente condenado a seis años de cárcel y en Brasil un ex presidente está en prisión, en Colombia nadie investiga a los peces gordos. El único directivo de Corficolombiana que ha desfilado ante un juez por los sobornos es José Elías Melo, expresidente de la empresa. Hay testigos (el presidente de Odebrecht Colombia entre ellos) que han declarado que Melo sí sabía de los sobornos, pero no se sabe si se lo informó a sus jefes, los Sarmiento, exjefes del hoy fiscal. Esto no se ha investigado.
La derecha colombiana, liderada por el senador y ex presidente Álvaro Uribe Vélez y el presidente Iván Duque, ha fallado en condenar las actuaciones y omisiones de Martínez. Su argumento para respaldar al fiscal es que su renuncia supondría un triunfo para el líder opositor, el senador izquierdista Gustavo Petro. Pero es todo lo contrario: si lo que quieren es contener a la izquierda, respaldar a Martínez es un error de cálculo.
Apoyar sin vacilaciones a un fiscal que despierta tantas dudas solo servirá para que Petro y la izquierda refuercen su mensaje central: el establecimiento colombiano es corrupto y está diseñado para blindarse y protegerse a sí mismo. El argumento de la izquierda es más simple y efectivo: un fiscal que fue abogado del grupo económico más importante del país ahora protege a su cliente desde la Fiscalía General de la Nación. Lo que debe hacer Uribe como líder del partido de gobierno es pedir la renuncia de Martínez.
Este año hay elecciones regionales en Colombia y no parece una estrategia electoral inteligente respaldar a un fiscal involucrado en una polémica por el escándalo de corrupción más grande del continente. Los partidos políticos también deben retirar públicamente su apoyo al fiscal, no porque sea culpable de algún delito, sino porque la salud y la credibilidad de las instituciones dedicadas a resguardar el Estado de derecho tienen que estar por encima de problemas individuales. La fiscalía no puede ser el refugio de individuos cuestionados por sus intereses personales.
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