"El Chapo" es culpable, pero la vida y la muerte en México seguirán igual

Por José Luis Pardo Veiras

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“El Chapo” Guzmán en 2008
“El Chapo” Guzmán en 2008 (Foto: AFP)

José Luis Pardo Veiras es periodista independiente, coautor de "Narcoamérica: de los Andes a Manhattan, 55.000 km tras la ruta de la cocaína" y fundador de Dromómanos, que actualmente investiga el homicidio en América Latina.

 
 

Joaquín "El Chapo" Guzmán Loera era el jefe de una organización que ha traficado drogas en cuatro continentes y, mientras se hacía millonario y blanqueaba su dinero, sobornó, torturó, asesinó. Esta es una síntesis de los diez cargos por los que fue declarado culpable en Nueva York el martes 12 de febrero.

Después de tres meses de juicio, 56 testigos, fotografías, grabaciones y mensajes de texto interceptados, al jurado no le ha quedado ni una duda razonable sobre que Guzmán Loera es un criminal. Tampoco sé si a estas alturas existía alguien que dudara de eso, pero la noticia es que a sus 61 años —con tres detenciones, dos fugas de cárceles de máxima seguridad y una extradición— parece que el narcotraficante más famoso del último cuarto de siglo morirá en prisión.

Es una buena noticia porque se hace justicia —aunque con matiz ineludible: en Estados Unidos, no en México— y se repara en cierta medida a las víctimas del "Chapo". Pero que lo hayan sido declarado culpable no tendrá ningún impacto en la vida y muerte de los mexicanos, porque el narcotráfico no es el resultado de la ambición de un puñado de campesinos-empresarios que se repartieron el país, y los cárteles hace tiempo que tampoco son, si alguna vez lo fueron, organizaciones dependientes de un solo capo. El narcotráfico es un fenómeno que engloba superveniencia, ascensión social, identidad, millones de dólares, violencia, corrupción e impunidad. "El Chapo" es solo el símbolo de una cruel y compleja realidad que azota con brutalidad a México desde hace décadas.

Su caída puede mandar un tibio mensaje contra la impunidad —tibio, porque es un hombre con una dilatada carrera criminal al que se le condena casi en la tercera edad—. Lo que no hará es mermar ni un ápice el tráfico de drogas hacia el norte, el de armas hacia el sur, las inmensas ganancias que produce un gramo de cocaína y, lo fundamental, no disminuirá la violencia en México, un país con más de 200.000 muertos y 40.000 desaparecidos en poco más de una década. Esto no es una predicción: es algo que ya estamos viviendo.

"El Chapo" fue extraditado en enero de 2017 y los dos últimos años han sido los más violentos de la historia moderna de México: 2017 rompió el récord y 2018 lo superó con más de 33.000 homicidios. Desde entonces muchos lugares tradicionalmente bajo el dominio del Cártel de Sinaloa han sido escenario de este aumento de la violencia. Los Cabos, un sitio de turismo de lujo, sufrió una crisis de seguridad entre finales de 2017 y principios del año pasado, e incluso aparecieron cadáveres colgados de un puente. En Tijuana, una ciudad con una larga historia de violencia, 2018 marcó también un máximo histórico, más de 2500 homicidios, el triple que su anterior récord, una década atrás. Son solo dos ejemplos de un país en el que cada vez hay más focos rojos.

Un recuento desde 2006, el año del inicio de la guerra contra el narcotráfico del entonces presidente, Felipe Calderón, muestra que la violencia ha crecido mientras el enemigo del Estado se atomizaba y mutaba en un mar de nombres. Al Cártel de Sinaloa y al Cártel del Golfo se sumó la irrupción de los Zetas, la Familia Michoacana, los Caballeros Templarios, Los Ardillos, Los Rojos… o el Cártel Jalisco Nueva Generación, que el domingo pasado lanzó un mensaje en video —que las autoridades están investigando para autentificar— para anunciar su llegada a Ciudad de México, donde los homicidios aumentaron un 40 por ciento durante el sexenio anterior. Cuando el supuesto rey cae, hay una nutrida nobleza preparada para sustituirlo.

Lo que sí nos ha dejado el juicio es un exhaustivo perfil de Joaquín Guzmán y el Cártel de Sinaloa. "El Chapo" ha sido retratado como un asesino a sangre fría e incluso un testigo lo acusó de violar a niñas de 13 años. Esto es importante porque, aunque los mexicanos que viven en un territorio dominado por el narcotráfico saben de esa crueldad, todavía hay quienes guardan de él la imagen romantizada del emprendedor generoso que ayudaba a los pobres.

Del cártel se han descrito minuciosamente sus conexiones internacionales, su capacidad económica, su poder. El testimonio de catorce personas que trabajaron con la organización y las pruebas documentales han confirmado con dureza y con un detalle nunca visto la magnitud del problema que representa ese tipo de organización criminal: con sus actividades ilícitas no solo han erosionado la seguridad pública, sino las instituciones estatales que se han dejado filtrar por corrupción y complicidad.

Pero para encontrar posibles soluciones a la situación de México nos deberíamos fijar más en los cabos sueltos que dejó el juicio. Uno de los más importantes es sobre los testimonios que hacen referencia a la simbiosis del poder legal y el ilegal, como el de Álex Cifuentes Villa, quien afirmó durante el juicio que el ex presidente mexicano Enrique Peña Nieto había recibido un soborno de 100 millones de dólares del Chapo.

La lupa que hemos tenido sobre el narcotráfico estos tres meses debe ser un acicate para que las autoridades mexicanas —sobre todo ahora, con un gobierno que levanta la bandera de la lucha contra la corrupción— investiguen esas conexiones para impartir justicia y tener un relato completo de qué ocurre en México.

Si la justicia mexicana no toma el juicio al Chapo Guzmán como un punto de partida para iniciar pesquisas e investigar de una vez por todas las dimensiones reales del narcotráfico y sus conexiones con el gobierno, habrá sido solo una manera de confirmar lo que sabíamos: que Guzmán Loera es un traficante en el ocaso de su carrera.

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