La semana pasada, el Grupo de Contacto Internacional (GCI) tuvo su primera reunión para abordar la crisis en Venezuela. La instancia multilateral, que se originó por iniciativa de la Unión Europea —representada por Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Portugal, España, Suecia y el Reino Unido— pero también con la presencia de varios países latinoamericanos —Costa Rica, Ecuador y Uruguay—, resolvió que trabajaría con socios internacionales para "establecer las garantías necesarias para un proceso electoral creíble, en el menor tiempo posible", y permitir la entrega de ayuda humanitaria.
Mientras se realizaba la reunión, el enviado especial de Estados Unidos para Venezuela, Elliott Abrams, criticó la iniciativa con el argumento de que "Maduro ha demostrado que usará a su favor cualquier llamado a negociar y a menudo ha utilizado supuestos diálogos como una manera de ganar tiempo". La discrepancia muestra que, aunque hay un consenso considerable entre los países de Occidente respecto de la ilegitimidad del gobierno de Maduro, todavía hay desacuerdos significativos sobre los pasos a seguir para salir de la actual encrucijada. La alternativa del GCI podría ser la mejor oportunidad para llegar a una transición democrática exitosa: no se trata de abrir un diálogo abstracto, sino de que un grupo de países negocie con el gobierno de Nicolás Maduro y la oposición unas nuevas elecciones libres y legítimas.
Estados Unidos ha respondido a la crisis venezolana no solo al reconocer a Juan Guaidó, el líder de la Asamblea Nacional, como presidente encargado, sino también con la imposición de sanciones al petróleo venezolano y al alentar abiertamente la deserción de las fuerzas armadas bolivarianas. La estrategia más reciente para sembrar la discordia entre Maduro y sus militares es enviar ayuda humanitaria a la frontera de Venezuela, ante lo cual los oficiales del ejército deben decidir entre ser leales a Maduro o a los venezolanos hambrientos. Al final, todos tenemos muy presentes los constantes recordatorios del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de que en Venezuela "todas las opciones están sobre la mesa".
Hay buenas razones para rechazar el diálogo con el gobierno de Maduro. En 2014, cuatro meses de movilizaciones callejeras en contra del régimen terminaron cuando los líderes de la oposición aceptaron dialogar con el gobierno y no lograron nada. En 2016, un nuevo diálogo entre el gobierno y la oposición derivó en un acuerdo plausible que podría haber llevado al reconocimiento de la Asamblea Nacional. Sin embargo, el gobierno de Maduro muy pronto incumplió sus compromisos, lo cual generó que incluso el representante del Vaticano se rehusara a seguir involucrado. De diciembre de 2017 a principios de 2018, fracasó otra ronda de diálogo, pues el gobierno de Maduro se negó a firmar un acuerdo que habían redactado algunos de sus aliados. En cada uno de los casos, el diálogo le dio un respiro al gobierno de Maduro y la oposición se desmovilizó.
Sin embargo, es importante percatarse de que la iniciativa del GCI es muy distinta de las propuestas anteriores en un aspecto fundamental: el GCI tiene un mandato explícito de no ser un mediador ni tampoco tiene la intención de promover el diálogo. Su objetivo es más bien presionar al gobierno de Maduro para que se den las condiciones necesarias para convocar unas elecciones legítimas a fin de que los propios venezolanos puedan elegir a sus líderes. El único diálogo será entre los países que conforman el GCI y entre el GCI y las distintas facciones políticas de Venezuela por medio de una diplomacia itinerante.
Para que la iniciativa tenga éxito, el GCI tendrá que evadir la constante presión de impulsar un diálogo vacío. En la víspera de la reunión del GCI, México, Uruguay y algunas naciones del Caribe emitieron un comunicado en favor de un "Mecanismo de Montevideo", el cual promovería un diálogo sin condiciones. No causó ninguna sorpresa que Nicolás Maduro respaldara la idea de inmediato. Sin embargo, esta iniciativa murió antes de nacer, pues la oposición venezolana ya había dejado claro que no participaría en un esfuerzo con esas características. Por fortuna, Uruguay fue anfitrión de una reunión del GCI al día siguiente en la que el grupo replanteó su compromiso para que haya nuevas elecciones.
Este esfuerzo también tendrá que enfrentar el escepticismo de Estados Unidos. Sin embargo, el gobierno de Trump podría estar más dispuesto a aceptar una solución electoral a la crisis de lo que sugiere su retórica draconiana. Recientemente, Mauricio Claver-Carone, el asesor del gobierno estadounidense en Seguridad Nacional para el hemisferio Occidental, dijo en una entrevista con el periódico colombiano El Tiempo que Estados Unidos podría apoyar una oferta de Maduro de realizar nuevas elecciones siempre y cuando la acepte Juan Guaidó.
La oposición debe buscar algún tipo de contacto con miembros de la coalición del gobierno si quiere lograr algún avance en la solución electoral que está proponiendo el GCI. El hecho de que no hayamos visto importantes deserciones del ejército o de funcionarios del gobierno sugiere que quienes rodean a Maduro no ven sus intereses reflejados en la transición que plantea la oposición. La oferta de amnistía parece no tener el atractivo suficiente, lo que significa que la oposición debe considerar una oferta que incluya algún tipo de poder compartido o garantías para la supervivencia del chavismo.
La oposición también tendrá que ceder en sus aspiraciones de una reforma estructural significativa antes de que ocurran las elecciones. Sin legitimidad democrática, no se puede pedir al pueblo que haga los sacrificios dolorosos e inevitables necesarios para una reforma a profundidad. Esto podría parecer evidente, pero algunos analistas de la oposición que pecan de exceso de confianza dan estimados de un gobierno de transición que podría durar entre cuatro meses y cuatro años.
El tiempo no está del lado de la oposición ni del GCI. En cuestión de uno o dos meses, las sanciones petroleras de Estados Unidos podrían alterar considerablemente el escenario: solo los vehículos del gobierno tendrían gasolina y los funcionarios públicos serían los únicos que estarían comiendo bien. El efecto neto de estas sanciones será el debilitamiento de la capacidad de organización del pueblo en contra del gobierno y permitirá que Maduro endurezca su proyecto autoritario, como ocurrió en Cuba durante la década de los sesenta.
Una transición democrática exitosa requerirá que Nicolás Maduro haga concesiones importantes. El GCI ha comunicado que su gobierno tendrá que implementar medidas serias que restauren la confianza antes de que se puedan convocar elecciones creíbles. Entre estas se encuentran la liberación de presos políticos, el nombramiento de nuevos miembros del Consejo Nacional Electoral y el fin de las prohibiciones a todos los partidos políticos y a los políticos en el proceso electoral. También es evidente que Maduro tendrá que ceder el control del proceso electoral a organismos neutrales. Después de los abusos electorales de los últimos tres años, es difícil imaginar un comicio legítimo si Maduro está en el poder.
Llevar a cabo estas medidas casi garantizará que Maduro pierda las votaciones y salga del poder, y tanto él como su coalición lo saben. No obstante, deben estar conscientes de que esta tal vez sea su última oportunidad de renunciar al poder de una manera digna y no violenta que no solo garantice su supervivencia, sino también la representación política del amplio sector de la población que aún respalda al gobierno. Salir con una pizca de gracia podría salvar la memoria del chavismo de las profundidades ignominiosas en las que se ha hundido.
David Smilde es profesor de sociología en la Universidad Tulane e investigador sénior de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos. Geoff Ramsey es el subdirector para Venezuela del mismo organismo.
* Copyright: 2019 The New York Times News Service