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Paula Mónaco Felipe es escritora y periodista. En 2015 publicó "Ayotzinapa, horas eternas".
CIUDAD DE MÉXICO — Nos metieron dentro de un auto y nos obligaron a cubrirnos la cabeza con abrigos. De repente todo era oscuro. Por una rendija entre la ropa solo veía una luz roja: el láser del arma recorriendo nuestros cuerpos.
Éramos tres periodistas en Tijuana, en la frontera con Estados Unidos. Trabajábamos en una zona peligrosa pero sin ánimo de arriesgarnos cuando, en segundos, había un grupo de hombres armados rodeándonos. Nos secuestraron. Así es la vida si eres periodista en México: trabajamos y vivimos en peligro.
Ocurrió a finales de noviembre, mientras documentábamos el éxodo de miles de personas que huían y huyen de manera desesperada desde Centroamérica. Los hombres armados nos llevaron a una casa de seguridad. Nos interrogaron, robaron equipos de trabajo y todo cuanto pudieron, hasta la gasolina del automóvil, monedas y un paquete de chicles. Vaciaron nuestras cuentas bancarias, sobregiraron tarjetas de crédito.
Esa noche hacía frío en Tijuana. Nos encerraron dentro de un carro. Yo temblaba y por ratos ardía. "Respire, señora", me decía con cierto tono de amabilidad un muchacho vigía. Después se alejaba y platicaba por teléfono: "Los tiro por ahí […] Pues sí, si me dicen, los mato", comentaba entre cuchicheos románticos.
A la distancia se oían disparos: a veces uno, dos o varios. También una sinfonía dispareja de perros que ladraba por la zona y risas de niños jugando muy cerca nuestro. Nos tuvieron desde el atardecer hasta la madrugada. Durante esas horas, al encargado de nuestra suerte le divertía que fuéramos periodistas. "Ahorita les voy a hacer una entrevista yo a ustedes. Vamos a hacer un documental chingón", decía riendo. Nos obligó a hacerle una entrevista fingida, le teníamos que plantear preguntas mientras nos apuntaba con su arma. "Venga, rápido, pregúntame algo".
Los que nos pasó a nosotros es un episodio pequeño de los oscuros tiempos que corren para la prensa en México. Tenemos a cerca de 140 reporteros, fotógrafos y camarógrafos asesinados y al menos 25 desaparecidos durante los últimos dieciocho años, según datos oficiales. Este se ha vuelto uno de los países más mortíferos del mundo para ejercer el periodismo. Eso significa que morir asesinados, ser desaparecidos o secuestrados, recibir amenazas y autocensurarnos es nuestro día a día.
Los hombres que nos capturaron en Tijuana no nos conocían. No nos seguían ni buscaban represalias por nuestro trabajo como sí lo hacen con muchos colegas que viven bajo amenazas y obligados a esconderse, exiliarse o desplazarse con sus familias después de publicar una nota, un reportaje, una investigación. Tan solo la organización Artículo 19 documentó 389 agresiones en contra de periodistas durante el primer semestre de 2018 y aún no sabemos la cifra de todo el año.
Lo nuestro fue pura mala suerte: "Vinieron al lugar equivocado en el momento equivocado", dijo uno de nuestros captores. Pero también tuvimos fortuna porque, a diferencia del locutor Jesús Ramos Rodríguez —asesinado hace dos días en Tabasco—, no nos mataron.
Sobrevivimos, seguimos aquí. Sin embargo, las semanas siguientes fue difícil volver a la normalidad y desde entonces no he contado lo ocurrido a mi familia ni a mis colegas por temor de que me juzguen y piensen: "Se lo buscaron". Ahora me pregunto: ¿cómo hemos llegado a creer que es normal vivir así, con el riesgo de morir siempre latente e incluso sintiéndonos culpables de nuestra desgracia?
Horas antes de nuestro secuestro, en Guerrero, mataban a Gabriel Soriano, locutor de radio. Horas después, a Jesús Alejandro Márquez Jiménez, en Nayarit. El 20 de enero, en Baja California Sur fue encontrado el cuerpo de Rafael Murúa Manríquez, de la emisora comunitaria Radiokashana. Sin embargo, los periodistas asesinados en México ya no son noticia, ni a nivel local ni para la prensa internacional. A cada nuevo caso apenas se le menciona con notas que ocupan pocos párrafos, sin seguimiento ni coberturas especiales. Ni siquiera los compañeros de oficio hemos sido capaces de memorizar los nombres de quienes faltan o de exigir justicia por todos y cada uno de ellos.
En un país violentado, con cerca de 220.000 personas asesinadas y más de 40.000 desaparecidas durante los últimos doce años, la situación de los periodistas no es muy diferente a la realidad de la población en general. Todos vivimos en riesgo de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero a los reporteros, la esencia misma de nuestro trabajo —narrar y mostrar— nos pone en un estado de mayor vulnerabilidad.
Sobre todo en lugares donde no hay frontera entre crimen y gobierno. En esas condiciones, reportear sobre baches o la mala gestión de un alcalde puede costarte la vida, como le ocurrió a Moisés Sánchez en Veracruz, en 2015. Y si alguien te amenaza, ¿ante qué autoridad denuncias? Durante los últimos años, entre el 40 y 65 por ciento de los agresores de la prensa fueron autoridades, según documentos anuales de Artículo 19.
Simulación e impunidad completan el panorama. En el 99.7 por ciento de los casos no ha habido justicia, según la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE), y se crearon dos instituciones estatales que han servido de poco. Una fiscalía sin resultados y un mecanismo de protección que cargan con la responsabilidad del asesinato de dos colegas bajo su resguardo: Cándido Ríos Vázquez en 2017 y Rafael Murúa Manríquez.
Tampoco ayudan las empresas periodísticas: en la mayoría de los casos no protegen a sus trabajadores ni miden las consecuencias que tendrá la información que nos piden conseguir o publicar. Algunas incluso se han negado a pagar los féretros de sus trabajadores asesinados.
Después de sentir la muerte tan cerquita, vuelvo a preguntarme cómo podremos hacer para protegernos, para que ya no crezca el enorme cementerio de colegas. Creo que, sin dejar de exigir garantías a empresas y gobiernos, también podemos buscar la respuesta en nosotros mismos. Investigar y publicar sobre nuestros asesinados y desaparecidos; seguir nombrando a quienes faltan; poner palabras a las amenazas; acompañarnos y no callar. Seguir organizándonos para salir de la frustración, el miedo y la culpa: porque no buscamos la muerte, hacemos nuestro trabajo.