Cuando ocurre un desastre humanitario, lo primero es atender la emergencia. En una inundación, por ejemplo, la respuesta requiere la articulación de distintos actores: dependencias del Estado, organizaciones de la sociedad civil, el sistema de salud, etcétera. Nuestro voluntariado trabaja en la evacuación y brinda primeros auxilios y apoyo psicosocial a las familias afectadas. Todos los esfuerzos están puestos en minimizar riesgos y salvar la mayor cantidad de vidas.
Cuando las aguas bajan, no llegó todavía la hora de retirarse. Antes bien, es el momento de evaluar los daños, saber qué recursos indispensables se perdieron, conocer el modo en que se vio perjudicada la situación de las personas. Acompañamos a quienes sufrieron el desastre en el proceso de volver a sus casas, de recuperar sus vidas.
Con la pandemia de por COVID-19 pasa lo mismo. Todos los esfuerzos estuvieron puestos, y con razón, en el objetivo de reducir sus efectos inmediatos. Con el personal de salud como protagonista, fue el tiempo de recibir y de atender a las personas enfermas. De sensibilizar en términos de prevención. A la vez, la comunidad científica y técnica corrió una carrera contrarreloj para crear y fabricar vacunas. Creemos ver el fin de la emergencia. Y así y todo, nos toca quedarnos, mirar a nuestro alrededor y preguntarnos: ¿Cómo impactó esta pandemia a nuestro entorno social? ¿Quiénes son los que vieron sus vidas más trastocadas? ¿Cómo podemos ayudar a estas personas a regresar a sus vidas y su cotidianeidad?
Las personas adultas mayores fueron, sin dudas, uno de los sectores más afectados. Primero, porque constituyen uno de los grupos de riesgo frente a la enfermedad. Pero también porque, para mantenerse a salvo, debieron aislarse. El informe realizado por el Observatorio Humanitario de Cruz Roja Argentina es muy claro al respecto: con la pandemia, siete de cada diez personas adultas mayores vieron comprometido su bienestar y una de las principales causas fue la pérdida de instancias de recreación y de socialización.
No se trata de cualquier época vital: para una persona de 80 años, pasar más de un año y medio aislado por temor al contagio incrementa la ansiedad y la angustia que ya de por sí cualquiera siente en estos casos. Vieron menos a sus familiares, compartieron menos con sus nietos o nietas, no pudieron acompañar o estar acompañadas. También perdieron la charla con sus vecinos, esa conversación de dos minutos en el ascensor o en el supermercado, los pequeños contactos que también componen la vida cotidiana.
En los peores momentos de la crisis de la COVID-19, Cruz Roja Argentina estableció un servicio de Teleasistencia domiciliaria, que hoy tiene la capacidad de acompañar a 100.000 personas. Fueron llamadas necesarias, conversaciones que en muchos casos funcionaron como un bote en medio de la inundación.
Hoy empezamos a vislumbrar una nueva realidad. Aprovechemos también para interpelarnos a nosotros mismos, como individuos y como sociedad: qué hicimos y qué pensamos hacer con las personas adultas mayores que conocemos. Cómo podemos ayudarlas a recuperar esos vínculos. De qué manera podemos contribuir para que, una vez pasada la crisis, los próximos años sean plenos y provechosos, tal como ellos y ellas merecen.
Es imprescindible que las personas adultas mayores continúen siendo protagonistas de sus vidas, pero también es imprescindible que como sociedad evaluemos qué estamos haciendo al respecto. Tanto los estigmas como las dificultades sociales y comunitarias no son sólo responsabilidad de los estados y las instituciones. Acompañarnos, cuidarnos y respetarnos es una forma de vida que podemos elegir.
Diego Tipping es abogado y desde el 2015 ejerce el cargo de presidente de la Cruz Roja Argentina
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