Entre el eterno debate y la ausencia de un vocabulario que no las anule —las palabras, según Foucault, acarrean relaciones de poder que perpetúan la norma— las cuestiones de género en la moda suelen caer en lo esperable. Si bien las colecciones genderless y la diversidad orquestada dieron inicio a la aparición de un cambio, pareciera ser hora de ampliar la mirada, de quitarle por completo toda etiqueta a la ropa.
El concepto de la “nueva masculinidad” atesta las pasarelas de todas las capitales de la moda. Desde las faldas-pantalón de la última colección de Prada a los cuellos halter de Burberry, los arquetipos binarios son puestos en jaque, dando lugar a nociones de género fluidas que se asientan en la libertad. Es decir, el eje de este cambio no está en la mezcla o en la subversión per se, sino en una omisión del concepto de género: las elecciones pasan a ser estéticas, expresivas desde el yo y/o desde un colectivo que no se rige por las categorías de hombre o mujer.
Artistas del mainstream como Harry Styles y el italiano Damiano David, cantante principal de Måneskin, la banda ganadora de la última edición de Eurovision, juegan sobre esta línea. No se trata de pensarlo como un desafío sino como una normalización. De hecho, en diciembre 2020 Styles logró convertirse en el primer hombre en aparecer solo en la portada de Vogue y, en ella, usó un vestido. Por otro lado, trazar una genealogía para estos personajes implica pasar por la influencia de diversos iconos. Desde Prince a David Bowie y Rod Stewart, entre otros, o, acercándonos aun más, Jaden Smith, el hijo de Will Smith, que posó con una falda en la campaña 2016 de Louis Vuitton.
El carácter subversivo asociado a estos actores que abrieron el camino para los Harry Styles de la nueva generación denota el cambio de paradigma que atravesamos. En este nuevo escenario, las fuerzas de lo femenino y lo masculino no se oponen ni se unifican, sino que cesan de existir. Ya no se trata de catalogar la vestimenta por ser “de hombre” o “de mujer” a partir de asociaciones obvias, sino de deslindar el género de su iconografía tradicional o incluso de jugar con los símbolos que esta reproduce. La elección de optar por una u otra etiqueta es opcional, oscilante, no hay ropa genderless, solo ropa.
La lógica opositora, por su parte, obsesionada por mantener un status quo que, en muchos ámbitos, no existe, falla en no distinguir la naturaleza cultural de la moda y en sobreestimar la universalidad de sus supuestos. Pasa por alto, por ejemplo, el uso generalizado del vestido en muchas culturas orientales, como el hanbok, el vestido tradicional coreano, o el caftán, frecuente en países del norte y oeste de África. También pareciera omitir las vestimentas del antiguo mundo grecorromano, el quitón y la toga, o el kilt escocés que suelen portar los hombres de la familia real británica. Al fin y al cabo, Julio César no usaba pantalones.
En la moda, esta libertad solo puede ser vista como un sinónimo de posibilidad, como una ampliación de la mirada. Las reglas para el vestir desaparecen y las alternativas se duplican. Tal vez, en el futuro, la separación entre Semana de la Moda de hombre y de mujer sea inexistente, la diversidad y la representación en la industria sean reales y las prendas con género se conviertan en un mero recuerdo. Hasta entonces, in Harry we trust.
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