Ocho de cada 10 pacientes con COVID-19 presentaban al menos un síntoma persistente desde los 14 días hasta las 16 semanas después de la infección aguda, aunque algunos efectos podrían durar más. Es la principal conclusión que ha extraído un metaanálisis que acaba de prepublicarse en el medio expecializado medRxiv.
En este trabajo se analizaron casi 19.000 estudios que permitieron detectar 55 efectos persistentes después de la infección aguda. Los datos fueron extraídos de los historiales de 47.910 personas de entre 17 y 87 años que participaron en 15 estudios que habían evaluado síntomas o parámetros de laboratorio a largo plazo. Cada estudio tenía un mínimo de 100 pacientes. Nueve estudios fueron de Gran Bretaña o Europa, tres fueron de EE. UU., y el resto de Asia y Australia. Seis estudios se centraron solo en personas hospitalizadas por coronavirus; los otros incluyeron casos leves, moderados y graves.
Un estudio previo en Wuhan (China) y publicado en The Lancet, mostró que el 76 % de los pacientes que requirieron hospitalización informaron de, al menos, un síntoma 6 meses después, y la proporción fue mayor en las mujeres. Los síntomas más comunes fueron fatiga o debilidad muscular y dificultades para dormir. Además, el 23 % informó de ansiedad o depresión durante el seguimiento.
Lo que se sabe de los coronavirus anteriores, SARS y MERS, es que los dos comparten características clínicas con COVID-19, incluidos los síntomas persistentes. Las personas que sobrevivieron al SARS mostraron anomalías pulmonares meses después de la infección y el 28 % de las que presentaban disfunción pulmonar hasta dos años después.
En cuanto a los síntomas psicológicos, también se han reportado altos niveles de depresión, ansiedad y trastorno de estrés postraumático a largo plazo en pacientes previamente infectados con otros coronavirus. En el caso de los supervivientes de MERS, también se atendió al 33 % de las personas con fibrosis pulmonar, así como con trastornos de estrés y ansiedad postraumáticos a largo plazo.
Los efectos de COVID-19 a largo plazo más comúnmente identificados fueron fatiga (58 %), dolor de cabeza (44 %), trastorno por déficit de atención (27 %), caída del cabello (25 %), disnea (24 %) o anosmia (24 %).
Otros síntomas persistentes fueron pulmonares (tos, opresión torácica, disminución de la capacidad de difusión pulmonar, apnea del sueño, fibrosis pulmonar), cardiovascular (arritmias, miocarditis), neurológica o psiquiátrica (pérdida de memoria, depresión, ansiedad, trastornos del sueño). Durante el seguimiento, el 34 % de los pacientes tuvo una radiografía de tórax anormal. También se observaron marcadores sanguíneos elevados que se podrían utilizar como pronóstico de la enfermedad.
La caída del cabello se encuentra en el 25 % de los casos después de la COVID-19 y podría considerarse como un efluvio telógeno, definido como la caída difusa del cabello después de un factor estresante importante o una infección sistémica por coronavirus. Es causada por transiciones foliculares prematuras de la fase de crecimiento activo a la fase de reposo, dura aproximadamente 3 meses, pero puede causar angustia emocional y desencadenar enfermedades neurológicas.
La pérdida del gusto u olfato es transitoria durante la fase aguda de la COVID-19, pero es cierto que los registros que se encontraron en esta revisión indican que puede ser persistente en aproximadamente un 20 % de los casos y durar hasta al menos 4 meses. Los expertos recomiendan tratar las disfunciones olfativas causadas por el coronavirus a través de gotas de vitamina A, esteroides, pero principalmente con un entrenamiento olfativo, que regenera las neuronas olfativas dañadas por la enfermedad y las ayuda a recuperarse antes.
La neuroinvasión del SARS-CoV-2 puede afectar al cerebro y dejar secuelas a nivel neurológico. Además de la entrada directa del coronavirus en el sistema nervioso, ya sea por vía del nervio olfatorio, o por su circulación por el sistema sanguíneo, existen otros problemas neurológicos que surgen por la inflamación e hipercoagulación que se produce en el desarrollo de esta enfermedad.
Ya se han observado discapacidades neurocognitivas asociadas con enfermedades virales que causan disfunción en el sistema inmunológico y metabólico, como ocurre en COVID-19. Las personas que padecen problemas neuropsiquiátricos tiene un alto riesgo de mortalidad por el virus, pero también existen factores que pueden ser la respuesta a los problemas neuropsiquiátricos posteriores. Un diagnóstico de problemas psiquiátricos temprano es muy importante para poder recibir tratamiento, y que los sujetos puedan ser considerados como grupos de riesgo en esta enfermedad.
Los Centros para el control y prevención de enfermedades pretenden identificar qué tan comunes son estos síntomas, quién tiene más probabilidades de tenerlos y si finalmente se resuelven. Este es un proceso que recién comienza, y son necesarios más estudios para determinar si algunos de los síntomas, sobre todos los psicológicos, son debidos directamente al virus o a la situación de estrés que supone enfrentarse a la pandemia o a los efectos secundarios de la intubación y los tratamientos.
“Hasta la fecha, no existe un diagnóstico establecido para la condición persistente de COVID-19 -advierte la autora principal de este enorme rastreo pionero, Talia Wegman-Ostrosky del Instituto Nacional de Cancerología, Subdirección de Investigación básica , México-. Por lo tanto, se necesitan medidas preventivas, técnicas de rehabilitación y estrategias de manejo clínico diseñadas para abordar los efectos a largo plazo. Desde una perspectiva clínica, la necesidad de equipos multidisciplinares con perspectivas completas del paciente para abordar la atención a largo plazo, con monitoreo de la duración y el tratamiento de cada síntoma y realizar un seguimiento para determinar si estos efectos a largo plazo complican enfermedades anteriores, son una continuación de la pandemia, o pueden desencadenar otras enfermedades en el futuro.
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