La vacunación es una forma sencilla, inocua y eficaz para protegerse contra enfermedades que pueden dañar al organismo humano. Activan las defensas naturales del organismo para que aprenda a resistir a infecciones específicas, y fortalecen el sistema inmunitario. Desde la vacuna contra la viruela en adelante, ya se han desarrollado diferentes inmunizaciones contra al menos 20 enfermedades, entre ellas la difteria, el tétanos, la tos ferina, la gripe o el sarampión. En su conjunto, esas vacunas salvan cada año tres millones de vidas, según la estimación de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sin embargo, todavía hay personas que vacilan o se niegan a sus beneficios.
Las últimas en sumarse a la lista han sido las vacunas COVID-19 que se desarrollaron en menos de un año y ya están siendo aplicadas en diferentes países del mundo para un mejor control de la pandemia. La gran mayoría de la gente quiere recibirlas y protegerse para reducir el riesgo de complicaciones y muerte si se contagia el coronavirus. Pero aún hay un grupo que duda o se niega a aplicarse la vacunas. En los Estados Unidos, la vacilación frente esa vacuna alcanza al 30% de la población, y preocupa a los expertos porque si no consigue una cobertura alta, será difícil conseguir la inmunidad de rebaño, que permitiría una reducción significativa de la circulación del coronavirus en ese país.
En la Argentina, el índice de confianza en las vacunas disminuyó más de un 7% en 2020 con respecto al año anterior. Se conoció a partir de una iniciativa con apoyo de la Fundación Bunge & Born que elaboró por segundo año el Índice de Confianza y Acceso a Vacunas en Argentina (ICAV) que permite analizar variaciones en el nivel de confianza de la población respecto de la importancia, seguridad y eficacia de las vacunas. Además, mide la eventual reticencia de la comunidad a vacunarse y el impacto que provoca la existencia de barreras de acceso a las vacunas.
“Hoy vivimos un fenómeno mundial llamado vacilación en la vacunación. Va mucho más allá de los problemas de los antivacunas. Este fenómeno es responsable de un retraso en la vacunación o incluso la negativa de una u otra vacuna. Está estrechamente relacionado con cuestiones locales, como la credibilidad en los profesionales y autoridades de la salud, en las vacunas y su eficacia; con baja percepción de los riesgos de las enfermedades prevenibles con vacunas, la importancia de la inmunización; y también la disponibilidad y accesibilidad a las vacunas y a los servicios de salud”, señaló a Infobae la experta Isabella Ballalai, vicepresidente de la Sociedad Brasileña de Inmunizaciones, que formar parte de la iniciativa Confianza en las vacunas Latinoamérica.
La vacunación tiene un impacto directo en la reducción de la prevalencia de enfermedades evitables y muertes tempranas. Pero la vacilación y la desconfianza de algunos sectores de la población no es un fenómeno nuevo en la historia de la vacunación. Entre los factores que se mencionan que pueden influir en la confianza se encuentran los efectos adversos de las vacunas, la asociación errónea de un evento relacionado con la salud de una persona, el reemplazo de una vacuna por otra, o su suspensión, entre muchos otros.
“La desconfianza en las vacunas- recordó la doctora Ballalai- nació con la primera vacuna, cuando Jenner creó la vacuna contra la viruela. En ese momento, se crearon varias caricaturas de personas que se convertían en vacas, ya que la vacuna contra la viruela en ese momento contenía el virus que causaba esta enfermedad en vacas. Hoy, gracias a la inmunización, ya no tenemos viruela en el planeta y ni siquiera nos convertimos en vacas. La percepción del riesgo es muy importante para la decisión de vacunarse. Cuando tememos la enfermedad, buscamos la vacuna”.
Con el control y la eliminación de muchas de las infecciones graves que atormentaban a la gente de Latinoamérica, señaló la experta en inmunizaciones, se perdió un importante factor que llevaba a la gente a la vacunación. “La tradición de nuestra región siempre ha sido la de una excelente cobertura de de vacunas que resulto en la eliminación de enfermedades prevenibles mediante vacunación”, expresó la doctora Ballalai.
“Las dudas sobre las vacunas tienen menos que ver con la incomprensión de la ciencia y más con la desconfianza general en las instituciones científicas y el gobierno”, sostuvo Maya Goldenberg, experta en filosofía de la Universidad de Guelph, en Canadá, en diálogo con Science News.
En el siglo XVIII, ya había actitudes negativas frente a la vacunación. La vacunación pública comenzó después de que el médico inglés Edward Jenner se enterara de que las mujeres que ordeñaban a las vacunas estaban protegidas contra la viruela tras la exposición al virus. En 1796, Jenner corroboró científicamente el procedimiento de inyectar a las personas con viruela de las vacas, para prevenir la viruela. Hubo antecedentes de intentos de vacunación en Asia, África y otras partes del mundo.
Alrededor del 1 o 2% de las personas -incluido un hijo del rey Jorge III de Gran Bretaña en 1783- morían a causa del procedimiento de variolación. Pero eran muchos menos que los que fallecían por viruela en ese momento (30%). Benjamin Franklin rechazó la variolación, pero más tarde se arrepintió cuando la viruela mató a su hijo menor. Onesimus, un hombre esclavizado en Boston, enseñó el procedimiento al ministro puritano Cotton Mather, quien a su vez instó a los médicos a inocular al público durante un brote de viruela de 1721. Hubo quienes se negaron y hasta hechos de violencia.
En 1809, en Massachusetts, Estados Unidos, se aprobó la primera ley de vacunación obligatoria conocida en el mundo, que exigía que la población en general recibiera la vacuna contra la viruela. La resistencia empezó a crecer cuando otros estados aprobaron leyes similares. La Ley de Vacunación del Reino Unido de 1853 exigió a los padres que hicieran vacunar a los bebés antes de los 3 meses, o se enfrentarían a multas o a la cárcel. La ley provocó violentos disturbios y la formación de la Liga Antivacunas de Londres. Los que se resistían a la vacunación solían ser personas pobres que sospechaban de una intervención médica forzada. Los grupos en contra argumentaban que la vacunación obligatoria violaba la libertad personal.
La actitud en contra creció y se extendió por toda Europa hasta que una protesta en 1885 de unas 100.000 personas en Leicester, Inglaterra, hizo que la monarquía británica nombrara una comisión para estudiar el tema. El informe resultante de 1896 dio lugar a una ley de 1898 que eliminaba las sanciones para los padres que no creyeran que la vacunación era segura o eficaz. La ley introdujo el término “objetores de conciencia”.
Al reaparecer los brotes de viruela en la década de 1870, en los Estados Unidos comenzaron a aplicar las leyes de vacunación existentes o a aprobar otras nuevas. El antivacunas británico William Tebb visitó Nueva York en 1879, y fundó la Sociedad Antivacunación de América. Realizó panfletos, batallas judiciales y argumentos en las legislaturas que llevaron a la derogación de las leyes de vacunación obligatoria en siete estados. La decisión del Tribunal Supremo de 1905 en el caso Jacobson contra Massachusetts defendió el derecho de los estados a imponer vacunas, y sigue siendo un precedente.
El avance científico siguió adelante y permitió tener más vacunas. Se vivió una época dorada desde la década de 1920 hasta la de 1970 con la llegada de las vacunas contra la difteria, la tos ferina, la poliomielitis, el sarampión, las paperas y la rubeola. La oposición disminuyó a medida que se reducían las tasas de infección, especialmente de la poliomielitis.
En la Argentina, contó a Infobae la doctora en ciencias sociales, docente e investigadora del Instituto de Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Daniela Testa, “la vacuna contra la poliomielitis fue muy esperada en los años cincuenta en el país”. En 1956, se produjo el brote más cruento de poliomielitis en el país. “Hubo trabajo previo de la asociación ALPI con la comunidad que influyó para que la vacuna tuviera aceptación”, comentó. Para frenar la epidemia, la gente limpiaba baldíos y desmalezaba. Las casas olían a lavandina y acaroína, y se ponían bolsitas de alcanfor en las ropas de los chicos. En 1959, se centralizó la inmunización a nivel nacional.
En 1971 hubo en Argentina un episodio que afectó la confianza en las vacunas. Un ex ministro de Salud y médico de Tucumán, Napoleón Baaclini, denunció públicamente que se habían aplicado a la población vacunas vencidas o en mal estado y que se habían registrado 62 casos de poliomielitis en la provincia –entre ellos su hijo de 4 años– a pesar de la vacunación masiva. El hecho llevó a que se creara un programa de vigilancia de las vacunas a nivel nacional.
Más recientemente, un documental de noticias emitido en Estados Unidos en 1982 llamado DPT: La ruleta de las vacunas tuvo su impacto negativo. Lea Thompson, una reportera de WRC-TV en Washington, D.C., compartió emotivas historias de padres que afirmaban que sus hijos habían sufrido convulsiones y daños cerebrales a causa de la vacuna contra la difteria, la tos ferina y el tétanos. Las entrevistas con los médicos dieron credibilidad a las historias. Las convulsiones causadas por la fiebre eran un efecto secundario conocido de la vacuna, y un estudio de 1974 había informado de la aparición de complicaciones neurológicas en 36 niños en las 24 horas siguientes a la vacunación.
Pero el estudio no hizo un seguimiento a largo plazo de los niños. Investigaciones posteriores revelaron que ni las convulsiones ni la vacuna causaban daños cerebrales a largo plazo. Pero el daño a la confianza del público estaba hecho.
Una madre, Barbara Loe Fisher, cofundó luego una organización que se convirtió en la más influyente de Estados Unidos. Su organización mantuvo una actividad en contra de las vacunas constantes durante las décadas de 1980 y 1990. Hasta que el gastroenterólogo británico Andrew Wakefield publicó un informe en la revista The Lancet en el que afirmaba que la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola, causaba el trastorno del espectro autista en 12 niños. Wakefield falsificó datos, violó el consentimiento informado e invirtió en secreto en el desarrollo de una vacuna contra el sarampión en solitario, pero se tardó años en descubrir su engaño.
El estudio de Wakefield fue retractado 12 años después de su publicación, pero generó desconfianza en las vacunas sin fundamentos válidos en mucha gente. Las tasas de vacunación en el Reino Unido comenzaron a descender. Pero las noticias sobre el trabajo de Wakefield no llegaron a Estados Unidos hasta el año 2000, justo cuando las autoridades médicas estadounidenses estaban inmersas en un debate sobre el uso del timerosal, un conservante que contiene mercurio, en las vacunas.
En 1999, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos recomendó eliminar el timerosal de las vacunas infantiles como medida de precaución para reducir la exposición de los niños al mercurio. Investigaciones posteriores no mostraron problemas de seguridad sobre su uso. Pero los rumores llevaron a la desconfianza. Y a pesar de la retractación de su estudio en 2010 y la revocación de su licencia para ejercer la medicina en el Reino Unido, Wakefield sigue siendo un líder del movimiento antivacunas hoy.
En 2014, en los Estados Unidos se registró el mayor número de casos de sarampión desde que la enfermedad fue eliminada del país en el año 2000, culminando con un gran brote que comenzó en Disneylandia ese diciembre. En respuesta, California aprobó una ley que eliminaba la capacidad de los padres de optar por no vacunar a sus hijos basándose en sus creencias personales y exigía que todos los niños recibieran las vacunas recomendadas por los CDC para asistir a la escuela. La oposición extrema a esa ley y a las posteriores ayudó a alimentar un resurgimiento de la defensa antivacunas junto con un alarmante brote de sarampión en 2019.
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