Cuando éramos chicos, algunos recordarán, existía el cine continuado y quedaba una tarde de ver las películas dos o tres veces. Entre funciones entraban o salían otros espectadores de las diferentes funciones, y entre las películas sucedía la publicidad. En otros cines se veían otras películas, pero frecuentemente las mismas publicidades. Producía cierta satisfacción el reconocer, el volver a conocer y eso era parte del placer, el reaseguro a lo conocido.
Más adelante esta tendencia a la repetición la veríamos asociada al eterno retorno, o a los ciclos, o al refuerzo condicionado. Aprendimos que los ciclos circulares eran parte de la naturaleza humana, conocimos por Skinner y tantos otros cómo el aprendizaje podía ser sobre lo bueno, pero también en lo que nos hace mal, en aquellos hábitos aprendidos por la repetición que empezaban a ser primero una segunda piel y luego parte misma y “persona”, diría Jung, de nosotros mismos. La función del cine continuado, pero en la cual los actores ya no nos producían placer sino cansancio en su previsibilidad.
En estos días vemos otra vez algo que reclama, una vez más, nuestra atención, del mismo modo que una publicidad vieja y repetida, pero de la cual no podemos esta vez aparentemente hacer otra cosa que repetirla. Ya hace largo tiempo que el argentino medio ha nacido sabiendo ciertas cosas, como que vivimos en un país maravilloso pero que, de alguna manera, su vida deberá estar atravesada por la incertidumbre y la inestabilidad. Ecuación frustrante del Sísifo que solo alcanza la cima que podría habitar sin poder establecer una norma estable. Que la repetición de la anomia de la crisis, del estar casi siempre llegando sin lograr nunca la estabilidad sea el repetido mensaje.
En esa repetición traumática cambian personajes, incluso inevitablemente aparecen otros nuevos y más jóvenes, pero el mensaje parece ser el mismo, la certidumbre de la incertidumbre y claro, la negación de la misma. La realidad, sin embargo, se manifiesta mediante los cambios sociales o la economía, pero son solo esos indicadores como la publicidad, que nos avisan que algo existe.
Alguien mató a otro o un menor fue abusado, o la Justicia demuestra su debilidad, o el dólar está a tanto son señales emergentes que nos dicen que los límites, las normas, los paradigmas, se van haciendo cada vez más elásticos, hasta ser indistinguibles y están en permanente corrimiento. Es sintomático el desconocer unos límites, los de la propiedad privada en una sociedad que perdió los límites, las formas.
También lo es la pérdida del valor de la justicia, la palabra, la verdad, la moneda, símbolo de tanto más que la capacidad de compra.
Hay quienes creen que el caos, la anomia consecuente, es el estadio deseable previo al renacimiento de una sociedad perfecta.
Sin embargo, en ese cine continuado de los sábados, llamado historia, se repitió el mismo esquema cientos de veces, demostró otro resultado.
Quizás sea necesario mirar con atención esa película, una vez más, para saber y conocer el costo que hay más allá de la anomia.
*Enrique De Rosa es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y perito forense
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