La exploración pulmonar fue el primer signo de problemas. En las primeras semanas de la pandemia de coronavirus, el radiólogo clínico Ali Gholamrezanezhad comenzó a notar que algunas personas que habían superado su infección por COVID-19 todavía tenían signos distintivos de daño. “Desafortunadamente, a veces la cicatriz nunca desaparece”, dice.
Gholamrezanezhad, de la Universidad del Sur de California y su equipo, comenzaron a rastrear a los pacientes en enero utilizando una tomografía computarizada (TC) para estudiar sus pulmones. Hicieron un seguimiento de 33 de ellos más de un mes después, y sus datos aún no publicados sugieren que más de un tercio tenía muerte tisular que provocó cicatrices visibles. El equipo planea seguir al grupo durante varios años.
Es probable que estos pacientes representen el peor de los casos. Debido a que la mayoría de las personas infectadas no terminan en el hospital, Gholamrezanezhad dice que es probable que la tasa general de daño pulmonar a mediano plazo sea mucho menor; su mejor estimación es que sea menos del 10%.
Sin embargo, dado que hasta ahora se sabe que millones de personas han sido infectadas y que los pulmones son solo uno de los lugares donde los médicos han detectado daños, incluso ese bajo porcentaje implica que cientos de miles de individuos están experimentando consecuencias duraderas para su salud.
Los médicos ahora están preocupados de que la pandemia lleve a un aumento significativo de personas que luchan contra afecciones y discapacidades duraderas. Debido a que la enfermedad es tan nueva, nadie sabe todavía cuáles serán los impactos a largo plazo.
Es probable que parte del daño sea un efecto secundario de tratamientos intensivos como la intubación, mientras que otros problemas persistentes podrían ser causados por el propio virus. Pero los estudios preliminares y la investigación existente sobre otros coronavirus sugieren que el virus puede dañar múltiples órganos y causar algunos síntomas inesperados.
La evidencia de brotes de coronavirus anteriores, especialmente la epidemia del síndrome respiratorio agudo severo (SARS), sugiere que estos efectos pueden durar años. Y aunque en algunos casos las infecciones más graves también causan los peores impactos a largo plazo, incluso los casos leves pueden tener efectos que cambian la vida, en particular un malestar persistente similar al síndrome de fatiga crónica.
Muchos investigadores ahora están lanzando estudios de seguimiento de personas que habían sido infectadas con SARS-CoV-2. Varios de estos se centran en daños a órganos o sistemas específicos; otros planean rastrear una variedad de efectos. Lo que encuentren será crucial para tratar a aquellos con síntomas prolongados y tratar de evitar que persistan nuevas infecciones.
“Necesitamos pautas clínicas sobre cómo debería ser la atención de los sobrevivientes de COVID-19”, dice Nahid Bhadelia, médico especialista en enfermedades infecciosas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, que ha impulsado una clínica para ayudar a las personas con COVID- 19. “Eso no puede evolucionar hasta que cuantifiquemos el problema”.
Efectos duraderos
En los primeros meses de la pandemia, mientras los gobiernos se esforzaban por detener la propagación mediante la implementación de cierres y los hospitales luchaban por hacer frente a la marea de casos, la mayoría de las investigaciones se centraron en el tratamiento o la prevención de infecciones.
Los médicos eran muy conscientes de que las infecciones virales podían provocar enfermedades crónicas, pero explorar eso no era una prioridad. “Al principio, todo era agudo y ahora estamos reconociendo que puede haber más problemas -dice Helen Su, inmunóloga del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas en Bethesda, Maryland-. Hay una necesidad de estudios a largo plazo”.
El lugar obvio para verificar si hay daño a futuro es en los pulmones, porque COVID-19 comienza como una infección respiratoria. Se han publicado pocos estudios revisados por pares que exploren el daño pulmonar duradero. El equipo de Gholamrezanezhad analizó imágenes de TAC de pulmón de 919 pacientes de estudios publicados y encontró que los lóbulos inferiores de los pulmones son los que se dañan con mayor frecuencia.
Las imágenes estaban plagadas de parches opacos que indican inflamación, que podría dificultar la respiración durante el ejercicio sostenido. El daño visible normalmente se reduce después de dos semanas. Un estudio austriaco también encontró que el daño pulmonar disminuyó con el tiempo: el 88% de los participantes tenían daño visible 6 semanas después de ser dados de alta del hospital, pero a las 12 semanas, este número había caído al 56%.
Los síntomas pueden tardar mucho en desaparecer; un estudio publicado en agosto hizo un seguimiento de las personas que habían sido hospitalizadas y descubrió que incluso un mes después del alta, más del 70% informaba de falta de aire y el 13,5% seguía usando oxígeno en casa.
La evidencia de personas infectadas con otros coronavirus sugiere que el daño persistirá para algunos. Un estudio publicado en febrero registró daños pulmonares a largo plazo por el SARS, que es causado por el SARS-CoV-1. Entre 2003 y 2018, en Beijing rastrearon la salud de 71 personas que habían sido hospitalizadas con SARS. Incluso después de 15 años, el 4,6% todavía tenía lesiones visibles en los pulmones y el 38% tenía una capacidad de difusión reducida, lo que significa que sus pulmones eran deficientes para transferir oxígeno a la sangre y eliminar el dióxido de carbono de la misma.
El COVID-19 a menudo ataca primero a los pulmones, pero no es simplemente una enfermedad respiratoria, y en muchas personas, los pulmones no son el órgano más afectado. En parte, eso se debe a que las células en muchos lugares diferentes albergan el receptor ACE2, que es el principal objetivo del virus, pero también porque la infección puede dañar el sistema inmunológico.
Se cree que muchos otros virus hacen esto. “Durante mucho tiempo, se ha sugerido que las personas que han sido infectadas con sarampión están inmunosuprimidas durante un período prolongado y son vulnerables a otras infecciones”, dice Daniel Chertow, quien estudia patógenos emergentes en el Centro Clínico de los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda. Maryland. “No estoy diciendo que ese sería el caso de COVID, solo digo que hay muchas cosas que no sabemos”. Se sabe que el SARS, por ejemplo, disminuye la actividad del sistema inmunológico al reducir la producción de moléculas de señalización llamadas interferones.
Se espera inscribir a miles de personas en todo el mundo en un proyecto llamado COVID Human Genetic Effort, que tiene como objetivo encontrar variantes genéticas que comprometen el sistema inmunológico de las personas y las hagan más vulnerables al virus. Planean ampliar el estudio a las personas con deterioro a largo plazo, con la esperanza de comprender por qué persisten sus síntomas y encontrar formas de ayudarlos.
El virus también puede tener el efecto opuesto, provocando que partes del sistema inmunológico se vuelvan hiperactivas y provocan una inflamación dañina en todo el cuerpo. Esto está bien documentado en la fase aguda de la enfermedad y está implicado en algunos de los impactos a corto plazo. Por ejemplo, podría explicar por qué una pequeña cantidad de niños con COVID-19 desarrollan inflamación generalizada y afectación de diferentes órganos.
Esta sobrerreacción inmunitaria también puede ocurrir en adultos con COVID-19 grave, y los investigadores quieren saber más sobre los efectos colaterales una vez que la infección por el virus ha seguido su curso. Para Adrienne Randolph, del Boston Children’s Hospital “la cuestión es determinar, a largo plazo, cuando se recuperan, ¿cuánto tiempo le toma al sistema inmunológico volver a la normalidad?”
Lo importante del asunto
Durante la fase aguda de COVID-19, alrededor de un tercio de los pacientes muestran síntomas cardiovasculares, dice Mao Chen, cardiólogo de la Universidad de Sichuan (China). “Es definitivamente una de las consecuencias a corto plazo”.
Uno de esos síntomas es la miocardiopatía, en la que los músculos del corazón se dilatan, se ponen rígidos o se engrosan, lo que afecta la capacidad del corazón para bombear sangre. Algunos pacientes también tienen trombosis pulmonar, en la que un coágulo bloquea un vaso sanguíneo en los pulmones. El virus también puede dañar el sistema circulatorio más ampliamente, por ejemplo, al infectar las células que recubren los vasos sanguíneos.
“Mi mayor preocupación también es el impacto a largo plazo”, dice Chen. En algunos pacientes, dice, el riesgo para el sistema cardiovascular “persiste durante mucho tiempo”. Chen y sus colegas revisaron los datos anteriores a la pandemia para un estudio publicado en mayo, señalando que las personas que han tenido neumonía tienen un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular 10 años después, aunque el riesgo absoluto sigue siendo pequeño. Chen especula que podría estar involucrado el sistema inmunológico hiperactivo y la inflamación resultante.
Los estudios ya están comenzando. A principios de junio, la British Heart Foundation en Londres anunció seis programas de investigación, uno de los cuales seguirá a los pacientes hospitalizados durante seis meses, rastreando los daños en el corazón y otros órganos. Las iniciativas de intercambio de datos, como el registro CAPACITY, lanzado en marzo, están recopilando informes de docenas de hospitales europeos sobre personas con COVID-19 que tienen complicaciones cardiovasculares.
Se necesitan estudios similares a largo plazo para comprender las consecuencias neurológicas y psicológicas del COVID-19. Muchas personas que se enferman gravemente experimentan complicaciones neurológicas como el delirio, y existe evidencia de que las dificultades cognitivas, incluidas la confusión y la pérdida de memoria, persisten durante algún tiempo después de que los síntomas agudos hayan desaparecido. Pero no está claro si esto se debe a que el virus puede infectar el cerebro o si los síntomas son una consecuencia secundaria, tal vez de la inflamación.
Fatiga crónica
Durante los últimos nueve meses, un número creciente de personas ha informado de un agotamiento y malestar paralizante después de tener el virus. Los grupos de apoyo en sitios como Facebook albergan a miles de miembros; luchan por levantarse de la cama o por trabajar más de unos minutos u horas seguidas.
Un estudio 7 de 143 personas con COVID-19 dadas de alta de un hospital en Roma encontró que el 53% había informado fatiga y el 43% tenía dificultad para respirar 2 meses (en promedio) después de que comenzaron sus síntomas. Un estudio de pacientes en China mostró que el 25% tenía una función pulmonar anormal después de 3 meses, y que el 16% todavía estaba fatigado.
Paul Garner, investigador de enfermedades infecciosas de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool, lo ha experimentado de primera mano. Sus síntomas iniciales fueron leves, pero desde entonces ha experimentado “una montaña rusa de mala salud, emociones extremas y agotamiento total”. Su mente se volvió “nebulosa” y aparecían nuevos síntomas casi todos los días, desde dificultad para respirar hasta artritis en sus manos.
Estos síntomas se parecen al síndrome de fatiga crónica, también conocido como encefalomielitis miálgica (EM). La profesión médica ha luchado durante décadas para definir la enfermedad, lo que ha provocado una ruptura de la confianza de algunos pacientes. No se conocen biomarcadores, por lo que solo se puede diagnosticar en función de los síntomas. Debido a que la causa no se comprende completamente, no está claro cómo desarrollar un tratamiento. Persisten las actitudes despectivas de los médicos, según algunos pacientes.
Las personas que informan fatiga crónica después de tener COVID-19 describen dificultades similares. En los foros, muchos dicen que han recibido poco o ningún apoyo de los médicos, tal vez porque muchos de ellos solo mostraban síntomas leves, o ninguno en absoluto, y nunca fueron hospitalizados o en peligro de muerte. “No será fácil establecer con certeza los vínculos entre COVID-19 y la fatiga -dice Randolph-. No parece limitarse a los casos graves. Es común en personas que tenían síntomas leves y que, por lo tanto, es posible que no se hayan realizado la prueba del virus”.
“La única forma de averiguar si el SARS-CoV-2 está detrás de estos síntomas es comparar a las personas que se sabe que han tenido el virus con las que no -dice Chertow-, para ver con qué frecuencia se manifiesta la fatiga y de qué forma. De lo contrario, existe el riesgo de agrupar a personas cuya fatiga se ha manifestado por diferentes razones y que podrían necesitar tratamientos distintos”.
“La situación es más clara para las personas que han estado gravemente enfermas con COVID-19, especialmente aquellas que necesitaron ventiladores- dice Chertowp. En el peor de los casos, los pacientes experimentan lesiones en los músculos o los nervios que los abastecen y, a menudo, se enfrentan a una batalla muy duradera del orden de meses o hasta años para recuperar su salud y estado físico anteriores”.
Una vez más, hay evidencia del SARS de que la infección por coronavirus puede causar fatiga a largo plazo. En 2011, investigadores de la Universidad de Toronto describieron a 22 personas con SARS, todas las cuales seguían sin poder trabajar 13 a 36 meses después de la infección. En comparación con los controles, tenían fatiga persistente, dolor muscular, depresión y trastornos del sueño".
Otro estudio, publicado en 2009, rastreó a personas con SARS durante 4 años y encontró que el 40% tenía fatiga crónica. Muchos estaban desempleados y habían experimentado estigmatización social.
No está claro cómo los virus pueden causar este daño, pero una revisión de 2017 de la literatura sobre el síndrome de fatiga crónica encontró que muchos pacientes tienen inflamación de bajo grado persistente, posiblemente provocada por una infección. Si COVID-19 es un desencadenante, una ola de efectos psicológicos “puede ser inminente”, escribe un grupo de investigadores del St Patrick’s Mental Health Services en Dublín.
En muchos países, la pandemia no muestra signos de disminuir y los sistemas de salud ya están en capacidad de responder a los casos agudos. Sin embargo, los investigadores dicen que es crucial comenzar a investigar ahora los efectos a largo plazo. Pero las respuestas no llegarán rápidamente. “El problema es -dice Gholamrezanezhad- que para evaluar las consecuencias a largo plazo, lo que se necesita es tiempo”.
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