El Premio Nobel de Física del año 2014 fue otorgado a los inventores de los diodos emisores de luz o LED (siglas de light-emitting diode). De acuerdo con el jurado de la Academia sueca, los premiados habían desarrollado una novedosa fuente de luz, eficiente energéticamente y compatible con el medio ambiente.
Lo cierto es que las lámparas led ya tenían una extraordinaria difusión en el mercado cuando se premió a sus descubridores. Y en los últimos años, a pesar de su alto precio, están sustituyendo a todas las bombillas que antes colgaban en las lámparas de nuestras casas, incluyendo las difícilmente reciclables y no tan duraderas como decían de "bajo consumo". Esas que hace muy pocos años repartieron gratis desde el Ministerio de Industria español para que ahorráramos energía.
También triunfa el led en lo público. Estamos asistiendo a un rápido cambio de color en el alumbrado nocturno de ciudades y pueblos. Del amarillo-naranja de la lámpara de vapor de sodio al blanco brillante del led.
Pero los astrónomos han puesto el grito en el cielo (nunca mejor dicho): esa peculiaridad de los primeros ledes, el alto componente azul en su espectro de emisión, los convierte en grandes contaminadores lumínicos. Si bien consumen mucha menos energía que las bombillas incandescentes de Thomas Edison en el siglo XIX, la luz blanca brillante es gran enemiga de la observación del cielo.
Consecuencias para la biodiversidad
Los biólogos también han expuesto sus quejas: vale que los ledes sean más eficientes desde el punto de vista energético, lo cual puede aliviar la factura de la luz y reducir la generación de gases con efecto invernadero, pero la luz blanca con alto componente azul es la peor posible en términos de atracción —y desorientación— para insectos, aves, tortugas y otros grupos de animales.
Los cronobiólogos tampoco se muestran contentos. Los ritmos biológicos desarrollados por los organismos, que han evolucionado durante milenios con alternancias diarias entre periodos de luz y oscuridad, pueden sufrir disrupciones por la exposición a la luz blanca artificial. Y los humanos no somos ajenos a esto.
Pero vayamos por partes. Estamos hablando de contaminación lumínica y ni siquiera la hemos definido. No es otra cosa que la introducción de luz artificial, directa o reflejada, en el medio ambiente. Es un fenómeno que adquiere relevancia en el siglo XX con la iluminación eléctrica en las calles, como nos recordaba recientemente la ecóloga Rocío Fernández-Alés.
Antes, en el XIX, se quemaba gas en faroles y, antes de eso aceite, grasas animales o petróleo. Pero las noches eran esencialmente oscuras por el escaso alcance de esos puntos de luz. Ni que decir tiene que no había campos de deporte iluminados, resplandecientes polígonos industriales o rascacielos de cristal.
Pero la contaminación lumínica no ha dejado de aumentar a pesar de la revolución led. Un reciente estudio indica que las zonas iluminadas del planeta siguen aumentando su brillo de cielo un 2 % anual en promedio.
La iluminación LED: ¿problema o solución?
El caso es que la lámpara led tiene virtudes aún poco explotadas. A diferencia de otros tipos de lámparas con espectros de emisión característicos e inflexibles, los ledes pueden combinarse y filtrarse de modo que sus espectros de emisión y temperaturas de color se obtengan prácticamente a la carta, minimizando problemas de atracción/disrupción en la fauna.
La queja sobre los primeros ledes blancos y su alto componente azul quedaría así desactivada. Y los ledes son indiscutiblemente eficientes desde el punto de vista energético. ¿Dónde está entonces el problema?
El quid de la cuestión no es tanto si la tecnología led es buena o mala para los organismos o para la vista del cielo. Como en el caso de tantos otros productos, su uso o abuso final determina los efectos que pueda tener.
Se habla ya de un efecto perverso en la alta eficiencia energética de los ledes, consistente en un "efecto rebote". Con el mismo gasto en la factura eléctrica, un ayuntamiento puede multiplicar las luminarias respecto a tecnologías previas. Y la tentación se está revelando irresistible: en vez de ahorrar, se mantiene la partida presupuestaria y se ilumina por encima de las necesidades reales.
Una gran desconocida
Con independencia de la lámpara utilizada, el empeño en reducir la luz artificial sobrante, inútil y dañina se topa con dos poderosos elementos:
– El gran público aún no ha interiorizado o comprendido qué es la contaminación lumínica porque ni duele, ni aturde, ni envenena como otras contaminaciones con efecto más inmediato o agudo, aunque cause eventos de mortalidad masiva de algunos grupos de animales. Se ha sugerido que pudiera estar relacionada con distintos tipos de cáncer, pero esa amenaza es aún imprecisa. La contaminación lumínica, simplemente, no da miedo.
– Además, desde pequeños se nos ha vendido la belleza de la luz artificial nocturna, que podríamos llamar efecto árbol de Navidad: cuantas más lucecitas, más fascinante resulta. Es difícil reducir la contaminación lumínica cuando el noticiario televisivo difunde a bombo y platillo que tal o cual empresa multinacional premiará al más bello pueblo con la más espectacular iluminación navideña.
Mientras no trabajemos estas contradicciones, lo de menos será si la lámpara de nuestras calles son las incandescentes del siglo XIX o los ledes más futuristas y eficientes.
El presente texto está dedicado a la recientemente fallecida ecóloga sevillana Rocío Fernández-Alés, cuyo último artículo, del pasado abril, fue precisamente un alegato contra la contaminación lumínica.