“Me gusta que la comunidad se haya apoderado por completo del espacio del parque, los murales, los juegos infantiles… Parece que ese parque finalmente pertenece a alguien. Solía estar vacío. Es interesante ver cómo la interacción con la comunidad logró hacer todo esto”. El testimonio es de Sandra, una vecina de Quito. Y el parque del cual habla es el del Mirador Guápulo, ubicado en las empinadas colinas de la capital ecuatoriana. Un lugar que lucía desolado y que, hasta hace unos años, para muchos vecinos era sinónimo de inseguridad. Hoy, el sitio luce restaurado.
Allí ―según cuenta Sandra en Las ciudades como espacios de oportunidades para todos: Cómo construir espacios públicos para personas con discapacidad, niños y mayores, un documento elaborado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)―, hoy hay cultura, inclusión, naturaleza y gastronomía. Todo comenzó con la creación de un restaurante vegano, que es el eje de un proyecto de varias aristas que permitió recuperar este espacio verde.
“Tandana es una palabra quichua. Significa reunir, unir, proteger a los desprotegidos. Pero la palabra no es exclusivamente para los seres humanos, sino también para otras especies, como los animales y el ambiente. No discrimina de ninguna manera; esa es la visión central de este proyecto”, cuenta en el documento del BID Pedro Berméo Guarderas, fundador y coordinador del proyecto que surgió ante la falta de espacios inclusivos en Quito y que busca también promover modelos sustentables de producción y consumo.
El proyecto es llevado a cabo por la sede ecuatoriana de Libera, una ONG internacional que trabaja por los derechos de los animales. Tiene cuatro ejes: un restaurante vegano, un centro cultural, la recuperación del parque y el desarrollo de huertos urbanos. El restaurante, llamado Tandana, es el pilar central de la iniciativa, la que sostiene el resto con los ingresos que genera.
Inicios
“El espacio en el mirador de Guápulo estaba abandonado. La gente iba a tomar, era una zona insegura, con robos, sin control de nada. Logramos que el municipio nos lo alquilara a un precio bastante bueno porque entiende que no se trata de un restaurante con fines de lucro”, cuenta Nathalia Romero, encargada de Comunicación de Libera . Y agrega que el valor acordado fue conveniente, sobre todo, si se tiene en cuenta que la zona linda con un barrio de alto poder adquisitivo, el González Suárez.
Para que el municipio accediera a alquilar este espacio, Libera organizó en 2015 una campaña en Change.org que reunió el apoyo de más de 4.000 quiteños. La propuesta era “crear el primer centro verdaderamente inclusivo del Ecuador y del mundo, y luego poder replicarlo en cada rincón del planeta”.
El municipio dio luz verde al proyecto en diciembre de ese año. A su vez, Libera convocó a voluntarios para poner el lugar en condiciones. Al principio se sumaron alrededor de 20. De ellos, algunos luego conformaron el staff de la ONG, que promueve lo que llaman “liberación del activismo”: prioriza, a la hora de contratar, a quienes se hayan destacado como voluntarios.
Luego de mucho trabajo, el restaurante Tandana abrió sus puertas el 22 de julio de 2016.
Accesible y sostenible
El restaurante ―que cambia el menú según las estaciones― es una de las primeras iniciativas gastronómicas veganas en la capital de Ecuador y promueve prácticas responsables a nivel ecológico y social.
“Los equipos del restaurante funcionan con electricidad, no con combustibles fósiles. Además, las mesas y muebles están hechos de materiales reciclados”, detalla Romero. Por otra parte, destaca que “los productos son prácticamente todos agroecológicos y de proveedores locales”. Incluso, parte del proyecto de restauración del parque incluye el desarrollo de huertas, que proveen materia prima para cocinar. También hay alianzas con otros productores locales y organizaciones para fomentar un comercio justo. A su vez, el restaurante organiza talleres de cocina vegana.
Por otra parte, Tandana también considera la inclusión de personas con discapacidad mediante una arquitectura que sigue las pautas del diseño universal. “No todos los días se puede ir a un restaurante con estas vistas y en silla de ruedas”, contó al BID Fernanda, una clienta con movilidad reducida.
Centro cultural
“La segunda etapa fue adecuar el centro cultural. Ya estaba el espacio, pero no tenía cubierta, era un lugar al que la gente podía entrar y destruirlo. Se lo arregló para hacer proyecciones de películas, charlas, se hizo incluso la instalación eléctrica para calefactores”, narra Romero.
La mayor parte de las actividades del centro cultural son organizadas por Libera, aunque está disponible para un uso comunitario.
“El centro cultural se ha convertido en un punto donde convergen las perspectivas, las opiniones y las preocupaciones de la ciudadanía. Uno de nuestros talleres se centró en la importancia de cuidar nuestros océanos. Proyectamos un documental y seguimos con una discusión para reflexionar sobre las lecciones aprendidas y los próximos pasos”, contó al BID Sofía Torres, integrante del personal.
Por su parte, Cristina Carrera, una de las voluntarias de la organización, narra en su testimonio: “Los distintos talleres de promoción de derechos, como los de pueblos aislados o los de biodiversidad, me enseñaron mucho. Me gradué en Economía, pero en lo académico no muestran los daños colaterales que pueden existir con un aparente crecimiento”.
Parque y huertos
Una vez listas las instalaciones del restaurante y del centro cultural se prosiguió con la adecuación del parque, uno de los compromisos que tomó la ONG con el municipio. Además de cortar un césped alto que evidenciaba el abandono o de instalar juegos infantiles con materiales reciclados, la renovación del parque incluyó convertir paredes viejas y con graffitis en murales con mensajes culturales y ambientales. En esto intervinieron artistas locales e internacionales. Víctor, un habitante de la ciudad que ha vivido la discriminación, contó sobre el impacto personal de esta medida: “Ver los murales del parque mientras paso por el vecindario me recuerda que esta también es mi ciudad, me siento representado, siento que pertenezco a este lugar”.
Con la creación de las huertas, se desarrollaron talleres y capacitaciones para que la comunidad las trabaje. Así, no solo se generan provisiones para el restaurante sino que también se enseña sobre producción sustentable de alimentos.
Ese trabajo quedó suspendido por la pandemia y todavía no se pudo reactivar. Daniel, uno de sus usuarios, dio su testimonio al BID antes de la irrupción de la COVID-19: “La interacción con los huertos urbanos me ayudó a encontrar un equilibrio entre mi vida y el medioambiente. Poner las manos en el suelo, aprender más sobre las plantas, sus diferentes propiedades, los diferentes tipos de semillas… todo me ha aportado mucho”.
Pandemia y desafíos
“La pandemia fue bastante difícil. Al no poder abrir el restaurante casi no había ingresos. Además, tenemos mucho público extranjero, lo que complicó aún más las cosas”, cuenta Romero sobre cómo la COVID-19 impactó en el proyecto. Como la mayoría de los restaurantes, Tandana implementó el delivery, aunque esto implicó un tiempo de adaptación.
Por otra parte, Romero admite que hubo otro tipo de desafíos desde el inicio mismo del proyecto. Sobre todo, la resistencia de algunos vecinos. “Hay gente de mucho dinero que no estaba de acuerdo, decía que era un lugar donde la gente iría a drogarse. O, cuando quisimos poner los huertos, nos dijeron que el sitio se iba a llenar de basura”. El tiempo ayudó a cambiar varias de las críticas por apoyos: “Hemos demostrado con hechos que el cambio ha sido positivo”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN.