“Comencé a consumir drogas a los 12 años, entre los 16 y los 24 viví en la calle y tuve tres causas penales. Pero desde que trabajo reduje mucho el consumo. Mi sostén es que a las 9 de la mañana tengo que estar en un trabajo que me gusta y en el que hace seis meses me ascendieron a responsable de taller”, cuenta Gustavo Capri.
Él tiene 34 años y vive en el barrio popular 31, en la Ciudad de Buenos Aires, y tras años de estar en tratamiento por su adicción, en un centro barrial que pertenece a la federación Hogar de Cristo, empezó a trabajar en la Asociación Civil Luz de Esperanza, que articula con estos lugares donde trabajan la recuperación.
La organización ofrece capacitación y trabajo en talleres de elaboración de velas artesanales y diseño de productos textiles a personas en situación de vulnerabilidad y que están en tratamiento por consumo problemático de sustancias. A su vez, les vende los productos hechos ahí a empresas y emprendimientos.
Por sus talleres ya han pasado 300 personas. Así, Luz de Esperanza promueve la reinserción laboral, cuestión indispensable si se pretende que las personas controlen el consumo.
Marcos Carini, psicólogo especializado en drogadependencia, explica: “Muchas veces el consumo es una circunstancia que aísla. La persona que consume suele centrarse mucho en sí misma y va perdiendo integración a la vida cotidiana. Entonces, cualquier actividad que permita recuperar autonomía e interacción social es un objetivo importante dentro del tratamiento y, en ese sentido, las actividades laborales son fundamentales”.
Morena Guzmán tiene 44 años, dejó de consumir hace cinco y es la responsable de producción en el taller de costura. Ella refuerza lo que expresa Carini: “Sin trabajo no podés sostenerte ni proyectarte. Para las personas que están en tratamiento, es indispensable, porque les permite ocupar el tiempo que estarían consumiendo en hacer algo productivo para ellas mismas”.
El problema que se aborda no es menor: el 10,4 % de la población argentina sufre trastornos mentales por consumo de sustancias psicoactivas —esto engloba alcohol, tabaco y drogas—, según el Estudio Epidemiológico de Salud Mental publicado en 2018 por la Organización Mundial de la Salud, la Universidad de Buenos Aires, la Asociación de Psiquiatras Argentinos y la Universidad de Harvard, entre otros organismos.
La esperanza de tener un trabajo
“Buen día. ¿Cómo estás?”. El saludo de Gustavo a cada uno de sus compañeros cuando llegan al taller no es al pasar, si no que se detiene y observa atento los gestos del que responde. “Estoy muy pendiente de la primera reacción, por si esa persona no está bien y es necesario conversar, contener”, dice.
Luz de Esperanza fue creada hace 10 años “como un paso para desarrollar una actividad por la que les den una retribución económica”, explica Tomás Montemerlo, director ejecutivo de la asociación. Para eso, “más allá de capacitar buscamos generar una cultura del trabajo que permita conseguirlo y sostenerlo”, afirma.
Cuando los profesionales de la salud que trabajan en los centros barriales con los que trabaja esta organización detectan que una persona está en condiciones de empezar a trabajar, la conectan con la asociación. Entonces, Ignacio Martín Grondona, responsable de los talleres y la administración general de Luz de Esperanza, y Lucas Martelli, que es trabajador social, le hacen una entrevista.
“Desde ese primer encuentro, que es más de bienvenida que para evaluar si se la acepta, tratamos de replicar —con mucha contención— lo que puede ser un espacio de trabajo”, cuenta Martín Grondona.
La primera capacitación es en el área de velas. Previamente, los referentes preparan al equipo para que la persona sea bien recibida y se sienta a gusto.
“Acá trabajan de 9 a 12. Puede parecer poco tiempo, pero a una persona en situación de vulnerabilidad y en tratamiento a veces le cuesta sostener esas tres horas”, explica Grondona. En general, por la tarde son las actividades en los centros barriales de tratamiento y así se ocupa y se organiza el día.
A las personas se les paga por hora y lo primero que se busca es que aprendan la importancia de cumplir un horario y sostener el presentismo. En algunos casos, avanzan y pueden empezar a tomar otras responsabilidades, como Morena y Gustavo, que hoy son parte del equipo de la asociación. Pero otras personas asisten un tiempo y se van.
Reducir la rotación y la deserción es un desafío. Por eso, la asociación articula con los psicólogos de los centros barriales para hacer que quienes están trabajando en los talleres sientan la contención y quieran sostener el trabajo.
Además, si bien no se trabaja bajo presión, se conocen las metas: todos saben cuándo hay que entregar determinada cantidad de producto y que deben organizarse y concentrarse para cumplir con un cliente.
En cuanto al pago, en el caso de Gustavo y Morena, en la asociación los ayudaron a tramitar el monotributo y una cuenta sueldo, así facturan y reciben el dinero que les depositan. Los demás trabajadores y trabajadoras cobran a través de los centros barriales: la asociación envía el dinero a cada centro y ahí se encargan de pagar los días lunes.
Las velas se comercializan en las cadenas The Candle Shop y Sagrada Madre, y a través de Mercado Libre —en esa plataforma, muchos organizadores de eventos compran las velas de parafina de Luz de Esperanza—. También Caviahue, la empresa de cosmética, les ofrece a sus clientas que, si devuelven los potes vacíos, a cambio les entregan una vela hecha en el taller usando esos frascos reciclados.
En cuanto al taller de costura, se creó con el apoyo del Banco Galicia y se reactivó tras el aislamiento por la pandemia. Actualmente trabajan cinco personas que diseñan y confeccionan bolsas a pedido para empresas y emprendimientos. También han hecho colitas de tela para el pelo —para la marca Aile— y bolsas para la empresa Kion y para los productos de la asociación. Luz de Esperanza proyecta cerrar nuevas alianzas para proveer a más empresas y confeccionar delantales para los trabajadores del taller de velas.
La venta de productos también es importante para la sustentabilidad de la asociación, que cerró el año pasado cubriendo el 50 % de su funcionamiento con estos ingresos. El resto lo cubre con donaciones de empresas y particulares.
El valor del trabajo
“No quiero volver a consumir sustancias porque sería retroceder en mi vida. Con el consumo perdés todo. Aunque nunca llegué a estar en situación de calle y sostuve a mi pareja, cosa que no lograron muchas de las personas que conocí acá”, reconoce Morena.
A ella, compartir este espacio con otras personas le hace bien, siente que ayuda a que otros lleven una vida digna. “El trabajo organiza la vida. No tener nada para hacer es lo que no ayuda. Mi pareja no consumió mientras estuvimos encerrados por la pandemia. Pero empezó a recibir una pensión y, sin nada para hacer, recayó y se alejó del centro barrial que le da contención y apoyo. Retomó el tratamiento hace tres meses”.
Por su parte, Gustavo cuenta: “Antes a mí me robaban y yo salía a buscar a los ladrones. Hoy, si me pasa algo, hago la denuncia”. Ese cambio de actitud también se condice con lo que ocurre en su trabajo. “Antes de ocupar el cargo de responsable del taller, él tal vez se enojaba y puteaba a alguien. Hoy eso no puede pasar, tiene que liderar de una manera distinta y lo va aprendiendo”, cuenta Montemerlo.
Por eso, en la asociación proyectan incorporar algún taller de educación emocional, en el que las personas trabajen en detectar sus emociones y controlarlas.
“La actividad en el taller me ayuda a enfocarme en lo que tengo que hacer. Es importante ser responsable, cumplir con el horario y el presentismo, si se quiere salir a buscar trabajo. Tengo 18 personas a cargo y a veces me estreso, pero puedo conversar con el resto del equipo de la asociación y encontrarle una salida”, dice Gustavo, que ahora está buscando otro empleo para hacer por la tarde.
“Mi sueño —sigue— es estabilizarme y poder capacitarme como operador terapéutico, que requiere de formación y la experiencia que yo tengo. Siento que todo lo malo que me pasó se transforma en experiencia positiva”.
Al comenzar o volver a producir, al sentirse útil, la persona que consume sustancias psicoactivas valida esa imagen de sí misma que muchas veces se ha dañado. “La posición del consumidor al que se considera adicto suele ser estigmatizada por la sociedad y la misma persona asume esa imagen como propia y se ubica en el lugar del marginal o no útil”, explica Carini.
“Entonces —continúa— es importante que si la persona hace algo que se puede comercializar lo sepa. Y si puede manejar dinero, según el tratamiento terapéutico, que reciba una parte de eso que ha producido porque en realidad es lo que convalida la valoración de su producción. Y no me refiero solo al valor económico, que por supuesto lo tiene, si no al que se empieza construir desde el primer día, que tiene que ver con que ella es capaz y puede disfrutar del vínculo con los demás”.
“En Luz de Esperanza, por primera vez siento que me tratan como un par. Soy Gustavo, no ‘el que consume’, y eso lo valoro mucho”.
Para el equipo de la asociación, lo ideal sería que las personas, tras pasar por sus talleres, lograran insertarse social y laboralmente. “Con algunos ya lo hemos logrado, con otros no”, cierra Montemerlo y traza una ruta para el futuro: “Creo que tenemos un camino para recorrer con las empresas, en cuanto a ser más inclusivas con las personas que vienen de un contexto de consumo y vulnerabilidad social”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN.