La brecha digital se cierra cuando quienes quedan afuera se apropian de la cultura tecnológica. Lo afirma Manuela González Ursi, coordinadora de Atalaya Sur, el proyecto comunitario que garantiza conectividad a más de 600 hogares de la villa 20 de Lugano. En ese rincón de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con más de 30 mil habitantes, internet dejó de ser un privilegio y pasó a ser un derecho.
Atalaya Sur nació como respuesta al avance de las nuevas tecnologías ―cada vez más impregnadas en la vida social y a la vez excluyentes― bajo el paraguas de la organización social Proyecto Comunidad que hace 12 años viene articulando diferentes proyectos sociales en ese barrio.
“Veníamos desarrollando algunas experiencias de comunicación en la villa 20. Y en 2014, en el contexto del debate por una ley de medios en la Argentina, nos preguntamos qué pasaba con internet ―que quedó fuera de la discusión― cuando el acceso era limitado”, cuenta González Ursi. La organización se propuso abordar las desigualdades que genera en el barrio la brecha digital y armó esta iniciativa de apropiación tecnológica.
¿Qué falta cuando falta conexión?
El acceso a la conectividad y la calidad del servicio están determinados por el espacio geográfico y la clase social. Según el informe Perspectivas económicas de América Latina (2021) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), tres de cada 10 personas de la región no tiene acceso a internet y, mientras que el 81 % de los hogares más ricos está conectado, solo el 38 % de los más pobres lo está: el porcentaje de hogares que tienen conexión cae abruptamente en zonas rurales.
En la Argentina, los planes de internet son más caros en los asentamientos y villas que en el resto de las grandes ciudades y el costo de instalación es altísimo. Porque para el mercado― explican los integrantes de la red Atalaya Sur― llevar conectividad a los márgenes no es rentable.
“Hoy en día, acceder a internet es acceder a un turno, a un documento, hacer un trámite, inscribir a los niños y niñas en la escuela. Básicamente, todo”, enumera Graciela González Jara, vecina de la villa 20. Por el contrario, detrás de la falta de conectividad hay, en esencia, un barrio marginado. De acuerdo con el Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP), el 65 % de los habitantes de los 4.416 barrios que relevó, no tienen acceso a internet. Por lo tanto, quedan afuera de oportunidades de trabajo, de acceso a la educación y a la cultura, hasta de la opinión pública.
Hasta antes de Atalaya Sur ―cuenta González Ursi― no había prestadores de internet en la villa 20. Luego, fueron apareciendo algunos, pero eran servicios imposibles de contratar. Las antenas de telefonía celular tampoco funcionaban bien, porque hay áreas, pasillos, casas bajas, recovecos, en las que la cobertura no llega. En general, una de las fallas de quienes proveen conectividad es no contemplar las lógicas de cada territorio.
En siete años, el proyecto de Villa Lugano logró desplegar una red comunitaria de internet con 14 puntos de wifi público y gratuito distribuidos en las principales calles del asentamiento y una red domiciliaria sostenida por el aporte de los vecinos y las vecinas, que hoy conecta a 630 hogares y sigue creciendo.
La propuesta aborda la problemática de la conectividad desde cuatro dimensiones ―acceso, producción, distribución y apropiación― y se desarrolla en tres ejes: creación de redes comunitarias de conectividad, producción de contenidos locales a través del uso de las herramientas y la generación de plataformas y capacitaciones en TIC, telecomunicaciones, programación, robótica e impresión 3D para formar equipos técnicos locales.
Un proceso participativo a prueba y error
“Para armar cualquier red, lo primero que tenés que pensar es quién te va a vender internet. Es decir, de dónde vas a sacar los megas mayoristas para distribuir”, aclara González Ursi sobre el comienzo del proceso. “Como ninguna conexión por cable llegaba a la villa, empezamos con una cobertura inalámbrica a través de una comunicación por antena (de punto a punto) desde un barrio próximo donde sí llegaba internet hasta el centro comunitario del Proyecto Comunidad en Villa 20″, explica.
El desarrollo del proyecto involucró múltiples actores: referentes y familias de la comunidad, especialistas en TIC, ingenieros en telecomunicaciones y electrónica, técnicos en computación, comunicadores sociales, realizadores audiovisuales. Así, para esta primera instalación, el equipo de Atalaya Sur articuló con un posgrado en telecomunicaciones de la regional Buenos Aires de la Universidad Tecnológica Nacional, que además hizo un estudio de factibilidad técnica.
En una segunda instancia, se hizo una prueba piloto para conectar 10 puntos, también por aire. En 2015, se consiguió un financiamiento del entonces Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación para desplegar la infraestructura. Se llegó a conectar 27 puntos de acceso público en las calles y espacios principales y en centros comunitarios o comedores de otras organizaciones. “Internet tiene que servir para fortalecer el espacio público, pero para eso no puede estar apoyado sobre la nada, sino sobre experiencias que generen estos espacios”, dice la coordinadora del proyecto.
El sistema funcionó un tiempo hasta que surgió el problema de mantener los equipos y la necesidad de comprar megas mayoristas para la red. Entonces, los vecinos y vecinas que habían prestado sus frentes para colocar los puntos de acceso público se formaron para instalar equipos domiciliarios en los hogares.
“Hicimos una red domiciliaria, gestionada con el aporte de cada usuario y usuaria, que sirvió para pagarle el servicio de internet al proveedor mayorista y cubrir los honorarios de quienes trabajan en la red, que son vecinos y vecinas del barrio que se capacitaron durante todo el proceso”, explica. El proyecto se sostiene así hasta hoy: cada familia abona 1050 pesos mensuales por un servicio de 5MB y se ahorra hasta 7.000 ―lo que cobran algunas empresas por la instalación―.
La capacitación fue un eje central del proyecto que permitió conformar un grupo de trabajo interdisciplinario, integrado principalmente por jóvenes: se generaron siete puestos de trabajo genuino, de tendido de infraestructura, administración y soporte técnico.
La red fue creciendo a prueba y error ante los requerimientos y las particularidades del barrio. Así, llegó a garantizar el acceso a internet a 60 hogares en marzo de 2019. Pero la pandemia dejó la desigualdad digital en evidencia y multiplicó las necesidades.
El desafío de la pandemia
“En 2020, la demanda fue inmensa. Las clases por Zoom generaron la necesidad de una inversión mayor. Entonces conseguimos un subsidio del Ministerio de Desarrollo Productivo, en el marco del programa de apoyo a empresas, emprendedores, grupos asociativos e instituciones que realicen aportes en el área de equipamiento e insumos médicos y sanitarios y soluciones tecnológicas en el marco de la pandemia COVID-19, el cual nos permitió acceder a equipos y extender la red a más de 500 vecinos. Todo, en un año; todo, en pandemia”, cuentan en Atalaya Sur. El proyecto, frente a la emergencia, multiplicó por ocho la cobertura.
Además, en “esos meses difíciles”, sumó una propuesta educativa para las familias. Generó espacios de escritura y lectura, brindó orientación en las tareas escolares vía WhatsApp e impulsó talleres de creatividad con herramientas digitales. “Se abordan distintas temáticas dentro de un espacio que combina lo artístico, lo tecnológico, lo científico y lo comunitario”, resume Gabriela Linardo, coordinadora del área educativa de Atalaya Sur.
Actualmente, la organización trabaja para dar un salto cualitativo hacia la conectividad por fibra óptica, una tecnología que permite un mejor servicio y ―según explican sus responsables― “no solo es ideal para barrios populares, donde la provisión eléctrica es deficiente y muy inestable, sino que, además, posibilita la capacitación de vecinos y vecinas en tecnologías de última generación”. Además, prevé llegar a los 1000 hogares el próximo año.
González Ursi explica el contexto: “Dimos este paso cuando empezamos a ver los límites de la tecnología inalámbrica. En el barrio hay muchas antenas, de otras empresas, de telefonía, etcétera, y eso hace que haya mucho ruido”, dice y resalta la importancia de que existan programas públicos de financiamiento. Atalaya Sur consiguió un aporte no reembolsable de Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM), mediante el programa para el desarrollo de infraestructura para internet destinado a villas y asentamientos inscriptos en el RENABAP, y ya finalizó el tendido de fibra óptica en el primero de los “anillos” en los que se organizó el cambio de tecnología. “Todo lo hacen los compañeros del barrio”, aclara y adelanta que próximamente serán las y los jóvenes quienes se capacitarán en fibra óptica y tecnología inalámbrica.
Accesible y replicable
“Atalaya resuelve el problema del derecho a la comunicación ―que es también del acceso a la conectividad― poniendo en igualdad de condiciones a los vecinos de la villa 20 con los del resto de la ciudad”, reflexiona Iván Camacho, un vecino del barrio, cuya tarea es monitorear la red y coordinar el trabajo técnico en los despliegues de radio enlaces y fibra óptica. “Muchas familias no tenían un servicio de internet por falta de recursos y el acceso mejoró su calidad de vida”, dice Margarita Velázquez, vecina y referente del barrio. Atalaya Sur permitió que adultos se sentaran por primera vez frente a una computadora, que personas migrantes retomaran la comunicación con familiares en sus países de origen, que adolescentes y jóvenes se interesaran por la tecnología, la robótica y eligieran profesionalizarse en estas áreas. “Que nadie se quede afuera de nada”, resume González Jara y define: la iniciativa es “accesible, solidaria y comunitaria”.
Que una propuesta de internet sea comunitaria significa la generación de una red desde una lógica no mercantil y que, en el reconocimiento del derecho a la conectividad, se involucre a la comunidad. Bajo esta premisa, el proyecto logró garantizar un servicio de calidad y a bajo costo y generar trabajo en el mismo territorio. Estas redes, a su vez, constituyen canales para generar contenidos locales y alentar entre los habitantes del barrio nuevas vocaciones y capacidades.
El proceso de apropiación tecnológica en la villa 20 fue posible a partir de otro proceso: el de integración comunitaria. “Para que funcione, se tuvo que hacer desde las propias fuerzas del barrio”, resume González Ursi. Un modelo que, en su esencia y adaptado a las características de cada lugar, sostiene la coordinadora, es replicable en otros territorios.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN