El 5 de junio de 2021 se cumplieron 40 años desde que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés, hoy más famosas que nunca a causa de la pandemia de coronavirus) publicaron algo en el boletín Morbidity Mortality Weekly Report sobre una neumonía demoledora aparecida en cinco hombres jóvenes en Los Angeles, California, previamente sanos. Así empiezan muchas epidemias, con pánico y confusión. Poco tiempo después, el 1 de diciembre de ese mismo año se diagnosticó el síndrome de la inmunodeficiencia humana como una nueva enfermedad.
Dos años más tarde, el Instituto Pasteur de París identificó al agente, ese virus que hoy es bien conocido y pesadillesco: el virus de la inmunodeficiencia humana. Desde entonces, causó unas 40 millones de muertes. Pero en Sudáfrica, donde hace 20 años la gente moría sin poder acceder a los antirretrovirales ―que desde principios de los noventa se usan en los tratamientos―, la situación cambió con el trabajo de una organización local y de un fondo global con una estructura de gobernanza que involucra a la sociedad civil, las comunidades y las personas enfermas.
En el mundo hay 37,7 millones de personas que viven con VIH. Un millón lo contraen cada año; 700.000 mueren, también, cada año. Sudáfrica es el país con más infectados: 7,7 millones de personas, según ONUSIDA, aunque en los últimos años —especialmente antes del coronavirus— se redujeron las nuevas infecciones en un 60 % gracias a la detección temprana y al tratamiento gratuito.
Luchar por el tratamiento
Vuyiseka Dubula-Majola dio positivo en una prueba del VIH en 2001, a sus 22 años, cuando trabajaba en un local de McDonald ‘s. Había nacido en una ciudad rural llamada Idutywa y había ido al colegio en Ciudad del Cabo. “Quería convertirme en algo en la vida porque venía de una familia muy pobre”, dijo en una entrevista en el portal sudafricano Daily Maverick. “Mi padre era taxista en Ciudad del Cabo. No lo veíamos mucho: una vez cada dos semanas, y cuando lo hacíamos no la pasábamos bien”, agregó.
“En ese [primer] momento, el diagnóstico se sintió como una sentencia de muerte”, escribió Dubula-Majola en una columna en el diario inglés The Guardian. Le habían advertido que no tenía ningún medicamento porque no podía pagarlo. “Todos los días esperaba mi hora de morir. Pero después de dos meses de espera, la muerte no llegó”. En junio de 2001 comenzó a recibir tratamiento en un local de atención de VIH de Médicos sin Fronteras.
Como dice el infectólogo Pedro Cahn, “los inicios del VIH estuvieron signados por el estigma. A poco más de un año de los primeros casos de COVID-19 contamos con vacunas que demuestran ser efectivas. En el caso del VIH tuvimos que esperar seis años para que se aprobara el AZT, la primera droga contra el virus, y nueve más para contar con lo que cambiaría el curso de la pandemia: la terapia antirretroviral altamente activa que permite suprimir la replicación del virus y convertirlo en una enfermedad crónica. Sin embargo, tanto en el caso de las vacunas para la COVID-19 como en el del tratamiento antirretroviral, las inequidades geopolíticas en el acceso golpean más fuerte a los más desprotegidos: hay países que acceden y otros que no”, agrega el director científico de Fundación Huésped, que hoy participa del Estudio MOSAICO que busca probar la eficacia de una vacuna contra el VIH.
Dubula-Majola conoció a otras personas con el virus en el local de Médicos sin Fronteras. Una mujer que tenía un hijo con VIH, que estaba llena de vida y animaba a la gente, la conectó con Treatment Action Campaign (TAC), una organización local que luchaba por el acceso al tratamiento gratuito para todos los pacientes. “Y de repente tuve un hogar”, contó Dubula-Majola.
“Literalmente, desde el día en que me presentaron a TAC, nunca miré hacia atrás. En ese momento trabajaba por turnos en McDonald’s. Entonces, si trabajaba en el turno de noche, estaba en las oficinas de TAC cada mañana. Esto me ayudó a reenfocarme, porque la situación me estaba devorando. Gané nueva energía luchando contra el sistema en lugar de luchar contra mí misma. Queríamos reinventar el sistema aunque sabíamos que algunos de nosotros moriríamos. Estaba dispuesta a morir luchando”. La primera lección sobre las epidemias que aprendió fue que siempre habrá que luchar para que los pobres accedan a los servicios que necesitan para vencer las enfermedades.
Dubula-Majola se inició como voluntaria de TAC y fue fundamental en la apertura de sucursales de esta organización en Ciudad del Cabo. Luego desarrolló un programa de alfabetización para que la gente pudiera acceder a las campañas de prevención y tratamiento.
Con el paso del tiempo, Dubula-Majola se especializó en ciencias de la salud y servicios sociales, hizo una maestría sobre manejo del VIH y un doctorado en políticas de VIH y administración de salud pública. Se convirtió en una figura clave en la lucha por los medicamentos antirretrovirales gratuitos en Sudáfrica, fue secretaria general de TAC durante seis años y desde 2018 es directora del Centro de África para la Gestión del VIH-SIDA en la Universidad Stellenbosch, una de las mejores —y más conservadoras— de Sudáfrica.
“Para hacer accesible la terapia a las personas que viven en la pobreza, teníamos que luchar”, escribió en The Guardian. “TAC me introdujo en la lucha por la justicia social. Para la mayoría de nosotros fue la lucha por nuestras vidas, porque nuestros amigos y familiares estaban muriendo de la enfermedad y en ese momento el liderazgo político de Sudáfrica rechazaba la ciencia del tratamiento antirretroviral”.
“La bronca es una fuente de poder si se usa positivamente”, dijo, también. “Quiero decir: sin sentimientos ni emociones, ¿cómo se hace una activista? Cuando fui diagnosticada con VIH me dijeron que era demasiado pobre para recibir tratamiento, eso me enojó. Usé esa ira para alimentar mi alma de activista, para buscar soluciones. No esperemos a los políticos. Depende de las personas seropositivas encaminarse hacia una generación libre de sida. Debemos dejar de quejarnos y pensar que los políticos harán todo por nosotros, y hacerlo nosotros mismos”.
Haciendo una campaña en las calles y en los congresos, organizaciones como TAC exigieron medidas para que se garantizara el acceso al tratamiento con equidad. Enfrentaron a las compañías farmacéuticas y al Gobierno en la lucha por los medicamentos y con argumentos basados en los derechos humanos. Y propusieron la creación de un fondo social que lograra que todos pudieran acceder al tratamiento.
Cuando llegó el financiamiento
La idea de un mecanismo global para ayudar a acceder al tratamiento a las personas que viven en la pobreza parecía entonces impensable, según Dubula-Majola, pero era un proyecto de muchos. “Nuestro impulso y el de otros condujo a la acción política y a la creación [en 2002] del Global Fund to Fight AIDS, Tuberculosis and Malaria (Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, conocido también como FMSIDA), un fondo con una estructura de gobernanza que involucra a la sociedad civil, las comunidades y las personas afectadas por esas enfermedades”.
Su impacto, con el fundador de Microsoft Bill Gates como el mayor donante inicial, fue inmediato. En Sudáfrica y en muchos otros países las inversiones del Fondo Mundial resultaron en tratamiento y en construcción de infraestructura. En 2004, Dubula-Majola fue una de las muchas personas que comenzaron a acceder a los tratamientos que salvaron vidas. Ese año Sudáfrica lanzó un programa nacional de tratamiento antirretroviral, en gran parte gracias al trabajo de TAC y otros activistas.
Pero el programa gubernamental inicialmente era limitado y por eso el Fondo Mundial apoyó la provisión de antirretrovirales solo en una provincia, Western Cape. “De esa manera podríamos mostrar lo que se podría hacer, para que otros lo siguieran”, dijo Dubula-Majola. “Estábamos cambiando el terreno para demostrar que las drogas realmente funcionaban”.
Según el Fondo Mundial, en los países en los que interviene las muertes relacionadas con el sida se han reducido en un 68 % desde el pico de la epidemia en 2004. Son 181: Nigeria, Tanzania, Etiopía, India y Congo cuentan con los mayores envíos de dinero. La Argentina lleva recibidos 28 millones de dólares desde 2003; poco, al lado de los 26 mil millones de Nigeria.
De los 37,7 millones de personas que viven con el VIH, 27,5 millones reciben antirretrovirales y de ellas, 21,9 millones están en los países donde trabaja el Fondo Mundial. Sin embargo, por primera vez en la historia de este organismo, en 2020 por la pandemia de coronavirus los servicios de prevención y testeo disminuyeron casi un 40 % respecto del año anterior.
Dubula-Majola lleva 16 años en tratamiento. Sus palabras recuerdan que la lucha contra el VIH no se terminó y que sostener el financiamiento es importante: “Soy una de millones de beneficiarios que no estarían aquí sin el Fondo Mundial”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN