En julio pasado, la plataforma de e-commerce Mercado Libre publicó un informe sobre los hábitos de compra de sus usuarios, titulado Tendencias de consumo online de impacto positivo en América Latina. Su principal y llamativa conclusión fue que la cantidad de usuarios argentinos que eligen productos con impacto positivo creció un 86 % con respecto a 2020. El número de vendedores de productos con este atributo, por otro lado, aumentó un 192 % a lo largo del último año. Actualmente, hay más de 10.700 empresas vendiendo productos de impacto positivo en América Latina, y el 37 % de ellas son argentinas.
Los productos más populares fueron la bicicleta, el termotanque solar, la botella térmica, el filtro de agua y la copa menstrual. Los de cuidado personal como el shampoo sólido, el cepillo de dientes de bambú o los cosméticos naturales también ganaron terreno. ¿Cuáles son las razones que pueden explicar este marcado cambio de hábito? Es posible que, en tiempos de cuarentena impuesta por la pandemia, las personas hayan tenido más tiempo para reflexionar sobre qué querían comprar y experimentar con otro tipo de productos. El enorme interés por la bicicleta, por otra parte, puede haberse acentuado a causa de las restricciones al transporte público.
Pero demos un paso atrás para ver a qué se le suele llamar verdaderamente “producto sustentable”. Solemos pensar la sustentabilidad exclusivamente en términos ambientales cuando en realidad el concepto va mucho más allá de eso. Un producto sustentable o de impacto positivo cuida la salud pública, el bienestar de las personas y el medioambiente a lo largo de todo su ciclo de vida, desde la extracción de las materias primas hasta la disposición final.
Por eso se habla de dos variables detrás de un producto: la social y la ambiental. Por un lado, hay que observar que el packaging sea reciclable, reducible o reutilizable; que la huella de carbono que dejó su producción y logística sea relativamente baja; que se haya cuidado el agua en el proceso y que se hayan usado energías renovables, entre otras medidas posibles. Pero además de esto, se trata de crear valor desde lo humano: garantizar condiciones de trabajo dignas para los trabajadores y ayudar a que una determinada comunidad u organización de la sociedad civil se desarrolle.
“A la hora de comprar, los consumidores elegimos en función de nuestro gusto y estilo de vida, pero creo que tenemos que apelar cada vez más a nuestra conciencia y entender qué hay detrás del producto: ¿de qué está compuesto? ¿Generó trabajo digno? ¿Dio oportunidades? ¿Está fabricado a partir de material de descarte?”, enumera Lorena Núñez, cofundadora del estudio de diseño PAPA y de Daravi, un modelo de fábrica de triple impacto, es decir, que se propone generar valor en términos socioambientales al mismo tiempo que busca lograr ganancias.
Si queremos tener un consumo con impacto positivo, hay algunas variables que podemos tener en cuenta. Desde una óptica de sustentabilidad, siempre es preferible un producto local por sobre uno producido lejos de donde vivimos. Hay que tener en mente que si se produjo a una distancia muy grande —sea dentro del país o en otro país—, eso significa que hubo que transportarlo hasta donde estamos, lo que generó más emisiones de carbono. En contraste, comprar bienes locales tiene muchos beneficios: es, por lo general, más económico porque estuvo sujeto a menos impuestos y hubo menos gastos de transporte y al consumirlos se colabora con el desarrollo de los pequeños productores de la comunidad.
Una manera muy útil de conseguir la información que necesitamos acerca de un producto es buscar productos sobre los que el fabricante cuente su historia y su origen, y optar por formas de compra más personalizadas en las que podamos sacarnos dudas, ya sea por internet o en pequeños negocios y almacenes o mercados de barrio.
Angie Ferrazzini es fundadora de Sabe la Tierra, una organización que busca generar conciencia para el cambio de hábitos en el consumo. Entre otras acciones, organiza ferias locales que conectan productores con consumidores y en las que se venden productos orgánicos, naturales y agroecológicos, basados en las reglas de comercio justo. “Los productos que están bien hechos son los que más informan, los que tienen una etiqueta que explica cómo fue su proceso de producción. Por el contrario, los que más dañan el medioambiente por lo general no tienen leyendas de este tipo”, explica y agrega: “Hoy en día es difícil saber si detrás de la producción de unas zapatillas hubo trabajo esclavo o trabajo infantil. Por eso, es importante la trazabilidad. Las marcas están democratizando la información sobre cómo son sus procesos productivos”.
Un refrán que a veces aplica cuando se habla de sustentabilidad es “lo barato sale caro”. Hay productores que pueden vender barato porque sus empleados están precarizados o porque no invirtieron en tratar sus residuos, lo que significa que los descargan directamente en los cursos de agua. Hay que observar si esa reducción de costos por parte de la empresa tiene como correlato un impacto negativo en términos sociales y ambientales.
Hay que destacar que la cultura de consumo de productos de impacto positivo viene siendo hasta hoy más popular entre jóvenes y en las clases medias y altas, con mayor capacidad de compra. En este sentido, hay dos importantes desafíos en puerta: uno es educar a toda la población de manera que las personas puedan lograr un impacto positivo con sus hábitos personales más allá de su poder adquisitivo y, dos, que cambien las reglas del mercado de manera que se democratice el acceso a estos productos, que hoy tienden a ser más caros.
¿Qué hay que observar en el packaging de un producto? La clave está en que los materiales de los que está hecho sean reutilizables. Esto significa priorizar envases hechos de madera, fibra y vidrio por encima del plástico, que es muy contaminante. Ciertos plásticos pueden tardar hasta 1.000 años en descomponerse. “Hay que pensar en qué vamos a tener que sacarle a ese producto para poder consumirlo. Doy un ejemplo de algo que no es necesario: una banana en una bandejita con papel film. Es mejor comprar productos sin tanta presentación. Tenemos que pensar en qué va a pasar con ese packaging cuando lleguemos a nuestras casas porque hay un proceso muy largo que se desata después de comprar un envoltorio”, señala Núñez.
Otra clave para favorecer a la sustentabilidad está en comprar productos lo más naturales posible. La presencia de agroquímicos, conservantes o cualquier ingrediente que complejice el proceso productivo lo vuelve potencialmente más dañino para nuestra salud, la de quienes producen y el ambiente. En ese sentido, las certificaciones orgánicas aseguran que tanto el medio ambiente como la gente que interactúa con ese producto ―desde quienes lo produjeron hasta sus consumidores― no están siendo expuestos a sustancias potencialmente nocivas.
Los consumidores juegan un papel crucial porque son quienes tienen el poder de exigirles a las empresas e impulsarlas a subir la vara en términos de sustentabilidad. En el país existe Sistema B, una organización que promueve el desarrollo de empresas B en el país y la región. Este tipo de empresas se caracteriza por perseguir un triple impacto: busca un impacto económico ―como cualquier negocio, tiene el objetivo de aumentar sus ganancias―, pero al mismo tiempo trabaja por lograr un efecto positivo en lo social y lo ambiental. La certificación de empresa B lleva a realizar auditorías, detectar oportunidades de aprendizaje y trabajar una mayor visibilización del impacto positivo del proceso productivo.
“La mirada tradicional, proveniente de la lógica de la responsabilidad social empresaria, llevaba a considerar al impacto positivo como una forma de altruismo. El problema es que el altruismo es visto como un gasto y nadie en la vida trabaja para escalar gastos”, dice Francisco Murray, director ejecutivo de Sistema B. “El gran cambio que hubo es que el impacto positivo pasó a ser considerado como parte del negocio y una forma de innovación”.
A la hora de transparentar los procesos productivos y garantizar la trazabilidad, las empresas tienen que estar dispuestas a modificar aspectos de fondo de su negocio. “Lo importante es entender que hay un reclamo de la sociedad de que el sector privado se haga cargo y que estamos en una era de la abundancia de la información. En cualquier cosa que se comunique, si no hay un compromiso de fondo, esto va a saltar a la vista”, advierte Murray. Y agrega: “Las empresas tienen que asegurarse de comunicar lo que verdaderamente están haciendo. No hay más lugar para el greenwashing”. Greenwashing —en castellano, “lavado verde” o “ecoblanqueo”— es un concepto que se usa para describir cuándo una empresa usa estrategias de marketing engañosas para que su producto o servicio sea percibido como respetuoso del medio ambiente cuando en realidad no lo es.
Un eslabón fundamental en la cadena de cambios en los patrones de consumo son los supermercados. El año pasado, la consultora Zuban Córdoba y Asociados hizo una encuesta nacional que arrojó que el 45 % de los argentinos elige hacer las compras en el supermercado, muy por encima de almacenes, autoservicios chinos y mercados. ¿Cómo están trabajando estas empresas?
“Hay varios supermercados que tienen puntas o secciones de góndola con productos que tienen certificación B u otra certificación, y que hacen campañas de comunicación contando sus ventajas. Esto aplica no solo a la categoría de alimentos sino también a otras como electrodomésticos o focos de luz de bajo consumo”, explica Federico Braun, director de la cadena de supermercados La Anónima y encargado de coordinar sus procesos de certificación B. “De nuestro lado, venimos trabajando en el desarrollo de proveedores locales o de pymes, ofrecemos marcas de agua mineral que no implican muchas millas de transporte y reemplazamos las bolsas de plástico por otras reciclables o cajas de cartón”.
En el exterior, cadenas como Wal Mart trabajan en compensar su huella de carbono a través del compromiso de reducir emisiones, el uso de energías renovables y de transporte eléctrico. Por otra parte, muchas empresas de este tipo desarrollan programas que fomentan la equidad de género en las contrataciones y en puestos directivos, además de incluir a personas con discapacidad.
Además del sello de sistema B, hay otras señales a las que los consumidores podemos estar atentos al mirar un envase. Una está cerca de ser aprobada como obligatoria en el Congreso: el etiquetado frontal de alimentos, que informa con un octógono negro cuándo los alimentos tienen exceso de sodio, azúcares, grasas y calorías. Otra certificación, muy valorada en Europa y los Estados Unidos, es la de fair trade o comercio justo, que garantiza que un producto se hizo bajo condiciones dignas de trabajo, con salarios equitativos entre géneros y sin dañar la naturaleza.
El discurso sobre la sustentabilidad muchas veces pone la lupa en la responsabilidad de los Estados y de las empresas, tanto desde el diseño de políticas públicas como desde cambios de cultura organizacional. Y aunque el compromiso de estos actores es condición necesaria para el cambio, quizás no sea suficiente. Hay que combatir la noción de que los individuos tenemos muy poca injerencia o poder real a la hora de generar cambios sustanciales en la sociedad y el planeta. “Todos somos grandes decisores de compra. Nosotros elegimos a qué empresa le damos nuestro voto y apoyamos con nuestro dinero”, argumenta Ferrazzini y cierra: “Por eso, la información a la hora de comprar es clave. Ojalá las empresas puedan darnos cada vez más información para que podamos elegir”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN