Al menos 160 personas privadas de su libertad fueron víctimas de torturas y malos tratos durante 2020 y la cuenta ya llega a 116 en lo que va de este año. El despliegue de violencia dentro de las cárceles, en el grueso de los casos, ocurre dentro de los pabellones de alojamiento, en patios o en tránsito por la unidad. Tras más de una década de relevamiento, la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN) identificó más de 6 mil casos.
Un informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) describe que durante las requisas, las y los detenidos son expuestos a temperaturas extremas por el largo tiempo en que se revisan sus celdas y padecen inspecciones corporales invasivas y degradantes. También les retiran de forma arbitraria elementos personales, aunque estén permitidos. Durante las visitas a las unidades, los familiares padecen abusos similares. En las celdas de aislamiento, las personas detenidas deben soportar condiciones extremas que incluyen la negación de alimentos y la prolongación indefinida del encierro en esas condiciones, golpes y otros malos tratos en un estado absoluto de indefensión, en el que están imposibilitadas de solicitar la intervención de ayuda externa. Por ende, la imposición y el cumplimiento de sanciones también suele derivar en hechos de violencia.
Los traslados también son momentos en los que, con frecuencia, el servicio penitenciario somete a estas personas a golpes, sujeciones y negación de alimentos. Estos traslados muchas veces son arbitrarios y una forma encubierta de castigo porque alejan a las y los detenidos de su lugar de residencia y dificultan sus vínculos con el exterior. Esto incluye en muchas ocasiones la interrupción de actividades educativas, laborales, recreativas e incluso de tratamientos médicos.
Los agentes del cuerpo de requisa son los agresores en la mayoría de los casos. Son quienes tienen contacto cotidiano con las personas alojadas en los establecimientos. Pero no son los únicos que ejercen violencia física, sino que es una práctica que se extiende a agentes penitenciarios de distintas áreas y jerarquías.
Las modalidades de violencia más extendidas son los golpes de puño y las patadas. Pero también se registraron casos de cachetadas, golpes en los oídos, abusos sexuales, entre otros. Los objetos más utilizados son los borceguíes, palos y gas lacrimógeno. La mayoría de los episodios ocurrieron durante reclamos o pedidos de los detenidos. Las demandas pueden ser por acceder a un teléfono o medicación, ir a las duchas, solicitudes por trabajo o estudio o reclamos por visitas.
Las torturas y malos tratos son una línea prioritaria de trabajo de la PPN. En 2007 se diseñó y comenzó a aplicarse un procedimiento para investigar la violencia institucional, inspirado en los principios establecidos por el Protocolo de Estambul (sobre cómo determinar si una persona ha sido torturada y documentar pruebas con valor judicial). A través de la indagación, documentación y denuncia de los episodios advertidos por este organismo oficial que controla al servicio penitenciario, se pretende visibilizar el problema. Los 160 casos son un piso que da cuenta de la persistencia y sistematicidad de los malos tratos dentro de las prisiones, no un total: se asume que buena parte de lo que ocurre no se denuncia y, por lo tanto, no entra en la estadística.
La mayoría de los episodios de tortura y malos tratos que registró la PPN este año ocurrió dentro de los establecimientos penitenciarios con más personas alojadas: 25 en el Complejo Penitenciario Federal II de Marcos Paz (22 %), 19 en el Complejo Penitenciario Federal ―(ex u.2 de Devoto―) de la CABA (16 %), 15 en el Complejo Penitenciario Federal I de Ezeiza (13%) y 11 en el Complejo Penitenciario Federal VI de Cuyo (10 %). También se registraron casos dispersos, aunque en menor frecuencia, en otras cárceles federales ubicadas en las distintas provincias del país, lo que pone en evidencia que la tortura está presente de forma sistemática en el sistema penitenciario argentino.
La directora general de Protección de Derechos Humanos de la PPN Andrea Triolo señala que para prevenir la tortura es importante que las personas cuenten con determinadas salvaguardas: “Que tengan acceso a la información al momento de su detención y que puedan comunicarse con su abogado y con sus familias. Eso garantiza más transparencia en el proceso. Si la persona está en contacto con un familiar o un defensor, se reducen las posibilidades de tortura o malos tratos”.
El informe Tortura en las cárceles argentinas del CELS demuestra que no hay políticas orientadas a prevenir la violencia institucional. La investigadora del equipo Política Criminal y Violencia en el Encierro del CELS Macarena Fernández Hofmann señala que las contadas iniciativas que existen en este sentido tienen poco respaldo político. También considera importante capacitar al servicio penitenciario, generar protocolos para las requisas, instalar más cámaras, hacer más monitoreos y aumentar la presencia de personas externas al personal de la cárcel. Es decir, mayor regulación y control del servicio penitenciario.
“En la situación de violencia y hacinamiento que caracteriza a las cárceles argentinas es urgente que se desarrollen políticas orientadas a intervenir seriamente sobre estos problemas con un respaldo político fuerte. La tortura que se ejerce en las cárceles suele volverse invisible. Hay una naturalización absoluta del uso de la violencia por parte del servicio penitenciario o de la fuerza que esté a cargo. Y hay otro punto fundamental que tiene que ver con la respuesta judicial y administrativa: para que exista la tortura tiene que existir la impunidad. Una va con la otra. Sin este vínculo, es difícil que se pueda mantener como práctica naturalizada”, dice Fernández Hofmann.
En su labor contra la tortura y otros malos tratos, Amnistía Internacional trabaja con frecuencia asociada con organizaciones de la sociedad civil y peritos jurídicos, médicos y forenses, entre otros. Trabajar en asociación puede reportar un doble beneficio. En primer lugar, aporta conocimientos especializados y legitimidad adicional a las campañas de esta organización, lo que las hace más eficaces. En segundo lugar, permite el acceso a una red de activistas y a información sobre la realidad local.
Andrea Casamento trabaja incansablemente para acompañar y dar apoyo a las personas que, al igual que ella, tuvieron o tienen a un familiar en la cárcel. Este año fue elegida para integrar el Subcomité para el Prevención de la Tortura (SPT) de Naciones Unidas. El SPT es un órgano de control del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y está integrado por diez expertas y expertos. Cuenta: “Asumí a fines de mayo de manera virtual y participé de una primera reunión con los grupos de trabajo. Allí se piensan lineamientos generales y se intercambia información. Luego, el subcomité hace recomendaciones a los Estados. Este año estuvimos trabajando en torno a la COVID-19”.
En 2004, Casamento recibió una noticia que le cambió la vida: su hijo mayor Juan había sido detenido y se lo acusaba de un delito complejo. El joven, en ese momento de 18 años, tuvo que permanecer seis meses en el Complejo Penitenciario de Ezeiza, en la provincia de Buenos Aires. Cuatro años más tarde, ella creó la Asociación Civil de Familiares de Detenidos (ACIFAD), la primera de estas características en la Argentina. La integran mujeres con familiares presos y un equipo multidisciplinario con especialistas en Psicología, Sociología, Antropología y Educación Física, entre otras disciplinas.
Desde el año pasado, ACIFAD es una de las ocho organizaciones que integran el Programa Punto de Denuncias Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM). La iniciativa busca “fortalecer la capacidad de recepción de denuncias e intervención por violaciones de los derechos humanos en lugares de encierro”. La CPM es un organismo público de la provincia de Buenos Aires que brinda asesoramiento profesional permanente para mejorar y agilizar las respuestas de las organizaciones a las denuncias que reciben de víctimas de violencia institucional, personas privadas de su libertad o sus familiares. Una vez que esas demandas son registradas, se coordinan con mayor celeridad las presentaciones judiciales y otras estrategias de intervención. En el caso de ACIFAD, dos colaboradoras de la organización, que son familiares de personas presas, atienden el teléfono para recibir las consultas o denuncias. Ellas hablan con empatía y ayudan a desburocratizar la cuestión. Luego se contactan con abogados que canalizan las denuncias para prevenir la tortura.
“Cuando hablamos de tortura hablamos de tratos crueles, inhumanos o degradantes. No solo tienen que ver con violencia física, también puede ser psicológica. La cárcel es un lugar donde parece inevitable que se maltrate. Todo el sistema está pensado con una lógica de seguridad. Para que la gente se quede encerrada y no salga”, analiza Casamento.
Actualmente, en la Argentina hay más de 100.000 personas privadas de su libertad. ACIFAD realizó un relevamiento entre el 15 de abril y el 15 de mayo de 2020 y detectó que cerca de 9 de 10 diez personas tuvieron un problema de salud en el último año y más del 90 % no fueron atendidas o curadas dentro del sistema carcelario. “Esto también es un trato inhumano y degradante”, señala.
Además de integrar el SPT y ocupar la dirección ejecutiva de ACIFAD, esta mujer de 56 años encabeza la Dirección de Acceso a Derechos de Personas Detenidas y sus Familias del municipio de Morón. “Desde el dispositivo municipal estamos acompañando el proceso que viven las familias de las personas privadas de su libertad. También, ayudamos a pensar en un proyecto de vida para desarrollar al salir de la cárcel. Trabajamos con psicólogos y trabajadores sociales”, explica.
Casamento observa que el sistema penitenciario tiene problemas estructurales que llevará mucho tiempo modificar. “Mientras vamos por una solución definitiva es importante ir trabajando en alternativas para prevenir la violencia. Con esa lógica se pensó el Programa Punto de Denuncias Tortura y el dispositivo municipal. Estas iniciativas son fácilmente replicables”, expresa.
Por último, reflexiona: “La cárcel es un lugar cerrado, se necesita que entre luz para garantizar los derechos de las personas. Los organismos de control no llegan rápido. Los que cuentan con la información son los familiares, que visitan y que hablan por teléfono todo el tiempo con las personas que están presas. El problema es que nadie los escucha. Para hacer políticas públicas hay que hablar con las familias. Es así cómo podemos encontrar las soluciones o mitigar el daño”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN