“Ser extranjero, a menos que uno se obligue a cambiarse el chip, te deja muchas veces entre la añoranza de la vida que se tuvo y el desconocimiento de la vida que se tiene”, dice Karibay García León, de 29 años y criado en Carrizal, muy cerca de Caracas, hogar que abandonó hace tres años. “Uno va caminando por la calle y ve una vereda que le recuerda a la vereda de cuando era niño, y hay un pequeño desencuentro, una nostalgia de lo que fue y ya no es. Los argentinos siempre nos hacen sentir parte de ellos, pero al final del día, uno no lo es, uno es el que habla diferente”.
García León era profesor universitario -se recibió en Relaciones Internacionales y tiene una maestría en Historia Política- y una ola de protesta antichavista lo tocó de cerca: uno de sus alumnos fue asesinado; cientos de jóvenes, encarcelados. Por la violencia, por tener cada vez menos para comer -porotos negros y poco más que eso-, por sentir que de algún modo debía ayudar a su madre y por el agobio económico (su sueldo le alcanzaba apenas para un kilo de queso y algunos huevos); por todo eso, en definitiva, decidió emigrar. No fue fácil tomar la decisión, menos aún fue hacerlo.
Doce amigos que ya vivían afuera de Venezuela juntaron 850 dólares para pagarle un pasaje de avión. Para evitar el hostigamiento que pensó que cualquier emigrante sufría a la hora de pasar el control de migraciones, se disfrazó de seminarista. Partir fue morir un poco y horas después, cuando la voz metálica del piloto anunció el aterrizaje en Ezeiza, lloró sintiendo que renacía. Pisó el suelo de Buenos Aires con 30 dólares, tres billetes arrugados que gastó en un chip de teléfono y en una tarjeta SUBE. El Gobierno argentino había hecho un convenio especial con Juan Guaidó para darles facilidades a los emigrados venezolanos: García León ingresó con un pasaporte vencido.
“Nadie se va así de su país porque quiere, y lo que todavía más me cuesta es sentirme parte de algo”, dice con un acento cálido. “Me cuesta darme cuenta de que no estoy de tránsito, de que mi vida ahora es esta y no la que dejé atrás. Por eso, dejar de buscar parecidos es la manera de sanar”.
Además de García León, Marie Odette Ngala del Congo y Eyad Jaabary de Siria llegaron a la Argentina sin nada y con apenas algún contacto, en el mejor de los casos. Reunidos para esta nota, cuentan sus experiencias en el país.
“Me costó relajarme y acostumbrarme a vivir normalmente al llegar acá, porque allá vivía en un estrés constante”, dice Jaabary, que dejó su Latakia natal (una ciudad costera a la que compara con Mar del Plata) cuando en 2017 el ejército sirio estaba a punto de reclutarlo para ir a una guerra contra facciones cambiantes y engañosas —como ISIS— que se ha prolongado durante varios años (el servicio militar obligatorio que lo esperaba podía durar hasta una década).
Jaabary, hoy de 32 años, era un profesor de inglés que no quería ir a ninguna guerra y temía que la policía lo detuviera en la calle y lo reclutara. “Como todo el mundo, pensé en irme a Europa, pero era muy difícil llegar y por suerte una amiga mía vino a la Argentina a través del Programa Siria y me habló de esto”, dice en un excelente español que aprendió por su cuenta usando internet.
Esa amiga, Nairouz, presentó a Jaabary con un matrimonio que hizo de “llamante”: lo que necesitaba alguien de Siria que quería obtener refugio en la Argentina. “Ahí empezó para mí un sueño que estaba tras el Atlántico”, sigue él. Su escape, con un taxista que atravesó y corrompió 18 controles del ejército hasta la frontera con Líbano, estuvo cargado de peligro (y le costó bastante dinero). Jaabary solo llevaba un bolso de mano y un visado humanitario que le había sido extendido en la embajada argentina. Hoy, él y sus llamantes —Susana Gutiérrez Barón y su marido Patricio— son tres amigos unidos por un gesto de generosidad profunda.
Ngala es la tercera en la conversación. Tiene 38 años, nació en la provincia de Katanga en el sur del Congo, en el corazón del continente africano. A los 20 años migró a la capital, Kinshasa. Se recibió de enfermera, luego quiso ser monja. Así se contactó vía WhatsApp con una religiosa congoleña que vivía en la Argentina y que buscaba gente para un programa de estudios. “Empezamos los trámites y vine con la categoría de joven en formación en 2017, pero resultó que ella era de otra congregación, no de la que me recibió”, dice Ngala. En esos días estaba segura de que, aun así, se encontraba en el lugar indicado para cumplir su sueño de fe. Pero tres meses después de llegar, comenzó la formación y no era como esperaba. “Todo era una mentira”, dice.
Sus amigos en África le aconsejaban vía WhatsApp que fuera paciente. Sin embargo, en donde estaba había ocho aspirantes del Congo y casi todas se escaparon. “Yo también: dije que tenía el dinero para volar de regreso y me dejaron salir. Se acabó así”. No tenía el dinero. Hoy trabaja como empleada doméstica en San Isidro, cree que su futuro no está en la Argentina y renta una habitación en la casa de Mónica, una profesora de lengua de señas que es su única amiga (y que también tuvo como inquilinos a Jaabary y a García León, quienes la describen como una persona muy generosa). “En la Argentina hay gente buena… y hay gente racista”, sigue Ngala. Cuenta un episodio desagradable que vivió en la calle. Quizás hubo otros. La comida, la forma de rezar, el sentido de comunidad: muchas cosas son distintas para ella acá. “Tengo que aceptarlo”, se resigna.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) indica que hay 70,8 millones de refugiados en el mundo y la mitad son niños. Según cifras de junio de 2020, en la Argentina viven 13.435 refugiados ―esto incluye a los que ya fueron aceptados como tales, además de los solicitantes de la condición de refugiado y aquellos que son denominados “otras personas de interés”― y 175.335 venezolanos desplazados. En los últimos cinco años, las nacionalidades más relevantes entre los refugiados que llegaron a la Argentina han sido la siria, la colombiana, la ucraniana, la ghanesa, la haitiana, la cubana y la nigeriana.
La encuesta Actitudes globales hacia refugiados (Global Attitude Towards Refugees) de IPSOS entrevistó a más de 18.000 personas de 26 países y dio como resultado que los argentinos son algunos de los anfitriones más amigables: el 74 % se mostró a favor de que el país acogiera a los refugiados. “Estos números son muy auspiciosos en tanto las respuestas en otros países de diferentes regiones han arrojado números de aceptación del 23 % o 43 %”, se lee en un comunicado del capítulo argentino de ACNUR.
“La Argentina tiene el marco normativo más avanzado en la protección de refugiados de toda la región”, explica Juan Murillo González, delegado para América del Sur de ACNUR, en 2020. “Siempre ha sido líder regional en la materia, con altos estándares de derechos humanos, y se ha caracterizado por la adopción de políticas públicas de protección, la aplicación de la definición regional de refugiado, la implementación de programas de reasentamiento y vías complementarias como el denominado Programa Siria y el patrocinio comunitario”.
Pero es difícil, por más abierta que sea la legislación de un país, empezar toda tu vida de nuevo. Los tres participantes de nuestra conversación coinciden en eso. Lo peor es la nostalgia por quienes quedaron en el antiguo hogar: un hermano, una madre. “Todo te es extraño en un nuevo país”, dice García León. “Si quieres estudiar es complicado porque no sabes a dónde acudir. Vas a una entrevista de trabajo y no sabes cómo caerle bien al empleador. No sabes qué transporte tomar. No sabes si alguien a quien te acercas será amistoso o no”.
En el Caribe creen que los argentinos somos muy distantes, pero a él su jefe —en la Universidad de San Andrés— le exigió que lo tutee. “La gente acá es muy cercana”, dice, quizás un poco sorprendido. Su herramienta para adaptarse a esta nueva vida son las sesiones con el psicólogo. En el consultorio aprendió a soltar el pensamiento de volver a Venezuela. “Esa idea me estaba haciendo mucho daño”, sigue. Armó un hogar con su novia, también venezolana; ahora tienen un perro y una gata. “Es la zona segura donde nos consolamos cuando estamos tristes por Venezuela”, dice. Ese lugar seguro también sirve de refugio ante las malas noticias, casi siempre relacionadas con la inflación, porque ambos envían divisas a sus familias.
Mientras la conversación va llegando a su fin, la impresión general es que este confín del mundo que recibió a tanta gente a lo largo de las décadas aún mantiene el espíritu. Jaabary tiene amigos que fueron a países de Europa del norte y que le contaron que la comunidad es muy cerrada. Y aunque en el continente americano la inmigración es una constante, en los Estados Unidos, por ejemplo, a otros de sus amigos también los discriminan: “El árabe siempre es el terrorista”, dice Jaabary. “En la Argentina no vi eso y creo que sigue siendo un país de inmigración, consciente de serlo”, sigue. Pero Ngala no opina lo mismo. Cuenta algunas cosas que le dijeron al pasar: incluso en la Dirección Nacional de Migraciones se sintió segregada. “No tengo amigos acá”, dice ella, “solo Mónica, que me alquila la habitación. Pero bueno, a pesar del color de la piel tratamos de seguir adelante”. Los argentinos somos mucho más racistas —y probablemente más machistas— de lo que nos gusta admitir.
De la conversación surge una coincidencia final: los tres conocieron a gente solidaria que los ayudó a progresar. Las personas dependemos de otras personas: quizás no nos damos cuenta hasta que es necesario o evidente. Esas manos tendidas no las tuvieron todos los migrantes. Hay sirios, venezolanos y africanos a los que nadie les dio ninguna oportunidad. Lo han contado en encuentros en la ONU, Jaabary los escuchó. “Tenemos la suerte de haber encontrado a estas personas que nos apoyaron”, dice él. “Pero es puro azar”, agrega García León con cautela. Y quizás eso, más que la nostalgia, más que una dictadura que marcó el pasado de cada cual, más que un sentido total de extrañeza que poco a poco van dejando atrás, sea lo que en verdad los tres tienen en común. La conversación termina, es sábado al mediodía. Como dijo Ngala, hay que seguir adelante.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN