A comienzos de año, el presidente español Pedro Sánchez anunció un ambicioso plan para establecer la semana laboral de cuatro días y destinar 50 millones de euros a empresas en su adaptación a este nuevo modelo. Pero la euforia inicial está disipándose frente a los cuestionamientos de actores que son claves para su implementación. La ministra de Trabajo Yolanda Díaz, por ejemplo, tildó al plan de “rígido” y propuso que el diseño de la semana laboral tuviera una mirada bidireccional: flexible tanto para el trabajador como para el empresario. El Ministerio de Industria, por otro lado, está presionando para que el programa esté atado a los presupuestos generales del Estado, lo que atrasaría su implementación. Desde el partido Más País, que es el principal impulsor del proyecto, se insiste en que esta innovación contribuiría a aumentar la productividad, reduciría el ausentismo e impulsaría el bienestar de la población.
Hasta ahora, en el mundo este tipo de cambios se ha aplicado más al nivel de las empresas que como políticas de Gobierno. Más allá de que esta decisión sea o no impulsada por los Estados, la discusión por una semana laboral de cuatro días ya está movilizando a algunas empresas a cuestionar su modelo productivo. Telefónica España, por ejemplo, prometió que va a probar la semana laboral de 32 horas en el último trimestre de 2021. En Nueva Zelanda, la multinacional Unilever decidió instaurarla durante todo el año y si logra buenos resultados, extenderá el sistema a los más de 150.000 empleados de la compañía a nivel mundial. Microsoft Japón, por otra parte, ya puso en práctica el modelo y logró, en paralelo, un aumento de la productividad del 40% y una reducción del consumo eléctrico de un 23%.
Uno de los casos más estudiados es el de la empresa de fideicomisos Perpetual Guardian. Hace tres años, su CEO desafió a los empleados a encontrar la forma de ser más productivos para poder trabajar menos jornadas a la semana. Se instalaron lockers para que la gente dejara ahí sus celulares mientras trabajaba, y algunos trabajadores empezaron a poner carteles en sus escritorios pidiéndoles a sus compañeros que no los molestaran. Los resultados fueron impactantes: aumentó un 20% la productividad, disminuyó un 7% el nivel de estrés y se redujo el 35% del tiempo que los empleados pasaban navegando páginas web ajenas al trabajo.
La idea de que podemos ser más productivos y trabajar menos horas resulta contraintuitiva. La lógica que imperó hasta el día de hoy establece (equivocadamente) una relación lineal entre tiempo y resultados, pero distintos modelos de flexibilización laboral ya están atacando esta noción. “La productividad se define por el hecho de que cada una de las personas, dados los recursos disponibles, pueda producir más valor agregado. Y esto se puede conseguir tanto trabajando más tiempo como siendo más eficiente. No necesariamente por estar más horas en la oficina vamos a lograr más resultados”, explica Darío Judzik, profesor en la Universidad Di Tella e investigador de CEPE. Un ejemplo paradigmático es el alemán: en 1975, los empleados de Alemania y Estados Unidos trabajaban la misma cantidad de horas. Con el tiempo, el país europeo fue mutando hacia un modelo más flexible y hoy los alemanes trabajan, en promedio, ocho horas menos por semana que los estadounidenses. La productividad no se vio afectada y el PBI del país se mantiene entre los más altos del mundo.
Dato sorprendente: un estudio de la empresa Vouchercloud, hecho sobre casi 2.000 empleados del Reino Unido, mostró que el tiempo efectivo de trabajo que tienen las personas cuando están en la oficina es de solo 2 horas y 23 minutos. Otra investigación de la compañía tecnológica estadounidense Workfront concluyó que solo el 39% del tiempo que pasamos en la oficina (o pasábamos, antes de la pandemia) se usa para tareas específicas de trabajo. Los principales factores de distracción son las redes sociales o los portales de noticias.
Paula Molinari, presidenta y fundadora de Grupo Whalecom, una empresa de consultoría en procesos de cambio organizacional, es bastante contundente al respecto: “Antes, se suponía que uno trabajaba cuando estaba en un lugar y cumplía un horario. Esto es completamente ridículo en el día de hoy. El trabajo pasó a estar más relacionado con la idea de cumplir con ciertas tareas u objetivos, y eso es independiente de las horas que uno le dedique. Es más, lograr un objetivo en menos tiempo es señal de eficiencia. Ahora lo que se busca es evaluar a la gente por los logros y no por el tiempo que pasa en su silla”.
La idea de que un fin de semana de tres días colaboraría con nuestro bienestar no se pone en discusión. Pero la clave detrás de ese bienestar extra no es solamente la posibilidad de dormir o descansar más horas, sino el hecho de que se podría destinar ese tiempo a actividades recreativas. Así lo explica Alejandro Melamed, doctor en Ciencias Económicas y consultor en temas relacionados con el futuro del trabajo: “Creo que uno de los beneficios de la semana laboral de cuatro días tiene que ver con impulsar otro tipo de actividades, con la posibilidad de encontrar nuevos espacios para conectarse con las pasiones, el deporte, la actividad física y los encuentros sociales. Es hacer actividades diferentes y energizarse con otros mecanismos”. Cabe preguntarse, también, si un fin de semana extra large fomentaría el consumo y abriría oportunidades para las industrias del turismo y la recreación.
Más allá de los beneficios que traería este paradigma en términos humanos e interpersonales, es posible que el medioambiente también salga favorecido. Los efectos se sentirían incluso ante innovaciones menos ambiciosas: un estudio publicado por Greenpeace y basado en los registros de la actividad económica de 29 países de la OCDE concluye que una reducción de apenas el 10% en la cantidad de horas trabajadas bajaría la huella ecológica en un 12,1 %, la huella de carbono en un 14,6% y las emisiones de CO₂ en un 4,2%.
En marzo de este año, la secretaria de Gestión y Empleo Público de la Nación Ana Castellani dijo que “explorar semanas laborales más cortas está en la agenda de discusión que se viene”. Pero ¿es realista pensar en una semana laboral de cuatro días en la Argentina? ¿Qué factores deberían darse para la aplicación de este modelo? Judzik señala que el éxito de este tipo de reformas depende en buena parte de la cultura de trabajo y de la fortaleza económica de un determinado país: “Es más fácil aplicar este tipo de reformas en países donde hay un mayor acatamiento de la normativa y una conciencia colectiva del empuje hacia adelante, donde todo el mundo tiene que producir para que la economía avance; en cambio, en países con una institucionalidad más débil, el relajamiento de la normativa puede disminuir los incentivos al esfuerzo o al trabajo”.
Hay otras preguntas que aún quedan por responder. Una de ellas es si este modelo se puede implementar en todos los sectores de la economía, y la respuesta a priori es que no: “Por supuesto que esto es muy heterogéneo entre industrias. No es lo mismo aplicarlo a la construcción que a una agencia de publicidad o a un estudio de diseño gráfico, que requieren de un trabajo más creativo”, aclara Judzik. También existe la posibilidad de que este modelo sea inaccesible para las personas que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad y tienen más necesidad de trabajar, empleados que trabajan por horas y cuyos salarios son relativamente bajos. Si quienes terminan accediendo a estos beneficios son solo las personas mejor educadas y pagas de la sociedad, el riesgo estaría en que la semana laboral de cuatro días ampliara más la brecha de desigualdad.
Una investigación de la Universidad de Melbourne, Australia, evaluó el impacto de una semana laboral de cuatro días (y diez horas diarias) sobre el bienestar de los empleados de una oficina. La conclusión central es que la satisfacción en torno a este tipo de medidas es menor si se trata de algo impuesto por los empleadores. El estudio resalta la importancia de que los empleados organicen sus horarios y puedan elegir qué tipo de semana laboral prefieren. Al respecto, un artículo de la revista Fast Company señala: “Cada empleado es único y tiene distintas situaciones personales, motivaciones, valores y necesidades. La única alternativa realmente efectiva es la de ser flexible y ofrecerles a los trabajadores una serie de opciones”.
La pandemia fue una aceleradora de cambios en el mundo laboral y alteró nuestra forma de trabajar de formas muy concretas, cambios que en circunstancias normales hubieran demorado años en aparecer. El teletrabajo ya puso entre signos de interrogación viejas nociones sobre la productividad y el paradigma horas-silla en el que hay que “fichar” y trabajar en un determinado espacio físico. Queda por preguntarse si cuando el desafío de la COVID-19 termine, volveremos a lo de antes o si se abrirá la puerta a cambios más profundos en la forma de trabajar (y, por consiguiente, en nuestra manera de vivir). “Se nos avecina un mundo del trabajo donde hay más foco y tareas más claras, un mundo con personas más autónomas y flexibilidad, pero al mismo tiempo más rigurosidad en el cumplimiento de las metas”, concluye Molinari.
___
Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN